¿Se puede ser de izquierdas y partidario de la
centralización? La pregunta movería a una sonrisa petulante si se
formulara a nuestros vecinos franceses y portugueses y quizá a buena
parte de los italianos y no digamos ya si se planteara en buena parte de
los países del norte, centro o este de Europa, escaldados por las tensiones centrífugas.
¡Por supuesto que se puede! Fíjense que esta admisión no supone
equiparación automática entre izquierda y centralismo, sino solo
posibilidad, ampliable por supuesto al resto del espectro político:
también cabe una derecha centralista, ¡faltaría más! Ello nos lleva al
núcleo de la cuestión, que se podría reformular así: ¿tiene que ser la izquierda por definición anticentralista?
En el caso español, la respuesta adquiere perfiles nítidos: las izquierdas –desde la más templada a la más extrema- tienen en la repulsa del centralismo su mínimo común denominador. A partir de ese basamento compartido, se despliega un abanico de opciones que van grosso modo desde la defensa del actual Estado de las autonomías o las propuestas para su profundización (planteamientos que respetan el actual texto constitucional) hasta la ruptura de este, más o menos traumática, con soluciones federales o incluso confederales, sin ignorar la existencia de posiciones extremas que defienden el “derecho de autodeterminación” de las actuales comunidades autónomas (naciones en su argot) que así lo soliciten.
Un análisis de clases, en la más pura ortodoxia marxista, no se limitaría a certificar que hoy día esas ideologías nacionalistas sirven a los mismos o parecidos intereses sino que daría un paso más. Podría establecer que el actual Estado de las autonomías ha multiplicado por diecisiete –el número de las actuales comunidades autónomas- los males que en principio solo afectaban a las parcelas catalana y vasca. En efecto, a imagen y semejanza de los círculos nacionalistas de estas zonas, en el resto de las regiones españoles las oligarquías locales se han hecho fuertes con el sistema autonómico. Aunque no persigan objetivos disgregadores, se ha enquistado en casi todas ellas una suerte de neocaciquismo que deja pequeño al denunciado en su momento por Joaquín Costa.
Parecería obligado que cualquier programa de izquierda se propusiera luchar contra esa corrupción institucionalizada, que genera una nueva clase de potentados y a lo sumo reparte migajas a los más necesitados. Tenderíamos a pensar que los autodenominados progresistas combatirían un entramado tan contrario al progreso (Andalucía como paradigma). Más aún, aunque yo soy muy escéptico en lo relativo a las proclamas sedicentemente regeneracionistas, estimaríamos inevitable que cualquier proyecto de saneamiento integral del sistema político desmontara ese tinglado que supone un cáncer para la democracia y un lastre para el despegue económico, además de convertir en insostenibles a medio o largo plazo las prestaciones básicas del Estado del bienestar.
No es extraño por consiguiente que todos aquellos que presumen de desbordar al PSOE por la izquierda, lleguen mucho más lejos en un doble sentido: por un lado, la negación de España como nación natural y su conversión en Estado español, llamado también peyorativamente Madrid, epítome de todos los males que aquejan al sistema representativo. Por otro lado, complementariamente, la alianza de facto con todos los partidos y movimientos nacionalistas, regionalistas o incluso localistas (las famosas Mareas de Podemos), siguiendo un esquema maniqueo que identifica centralidad con reacción (¡la derecha!) y, por tanto, cualquier postura anticentralista con progreso.
Se ha dicho en múltiples ocasiones que esta es una de las herencias envenenadas del franquismo. Se trata en el mejor de los casos de una verdad a medias. Es innegable que para la inmensa mayoría de los líderes actuales, tan ayunos de historia, todos los males políticos provienen del período franquista o de una transición bastarda. Y su manera de orientarse en el mundo es bien fácil: ellos son o tienen que ser lo contrario del franquismo. Si este era centralista, ellos serán militantes de la descentralización. Y esto significa en su corto alcance que cuanto más antifranquistas quieran ser o parecer, más combatirán el Estado unitario.
Pero las cosas son más complejas y, aunque la desconozcan, la historia tiene raíces más profundas. La llamada clásicamente unidad de España o unidad peninsular, la que culminan en 1492 los Reyes Católicos, se hace sobre la base de una diversidad preexistente, los distintos reinos ibéricos. Siempre hubo una cierta contestación a esa unificación impuesta: recuérdese en la propia Castilla la rebelión de los comuneros. ¿Creen que estoy hablando de una historia remota? Pues aunque los jóvenes que salen hoy a las calles ondeando la bandera republicana lo desconozcan, el color morado de esta viene precisamente de aquel episodio histórico.
Luego, en los siglos siguientes, Castilla hace España, por seguir la famosa acuñación y por eso mismo la España periférica se hace –se construye, diríamos hoy- contra la Meseta. Cuando llega el primer gran experimento político progresista, la I República, la nación se deshilacha hasta desembocar en el caos del cantonalismo. La II República asume que no puede haber libertad sin autonomía para las llamadas nacionalidades históricas, la catalana y la vasca. Ya sabemos con qué moneda pagaron los nacionalistas vascos y catalanes la generosidad republicana.
Una izquierda responsable, lejos de asumir las demandas autonómicas y nacionalistas –ahora ya independentistas-, se debía plantear seriamente poner coto a esta dinámica perversa que amenaza con hundir la estabilidad y prosperidad conseguidas en estas cuatro décadas. Si hablamos de crisis del régimen del 78, como hace Podemos, hagámoslo en serio y tomemos las medidas pertinentes, aunque solo sea por cuestión de supervivencia. Así no podemos seguir por mucho tiempo. Y cualquier reforma de calado, empezando por el cuestionamiento de raíz del sistema autonómico tal como se ha diseñado, exige la colaboración de la izquierda.
En el caso español, la respuesta adquiere perfiles nítidos: las izquierdas –desde la más templada a la más extrema- tienen en la repulsa del centralismo su mínimo común denominador. A partir de ese basamento compartido, se despliega un abanico de opciones que van grosso modo desde la defensa del actual Estado de las autonomías o las propuestas para su profundización (planteamientos que respetan el actual texto constitucional) hasta la ruptura de este, más o menos traumática, con soluciones federales o incluso confederales, sin ignorar la existencia de posiciones extremas que defienden el “derecho de autodeterminación” de las actuales comunidades autónomas (naciones en su argot) que así lo soliciten.
Los llamados nacionalismos periféricos surgieron en el siglo XIX y se desarrollaron en el XX para defender y canalizar las aspiraciones de unas oligarquías específicasSe ha enfatizado en muchas ocasiones la paradoja de que unas ideologías o doctrinas de raigambre internacionalista (¡aún siguen cantando La Internacional en sus congresos!) se hayan convertido en firmes defensoras de unos objetivos e intereses políticos antitéticos, ya sean regionales, provinciales o incluso locales. Una contradicción que se agrava en el solar ibérico si constatamos que las comunidades que reclaman más autonomía, cuando no directamente la soberanía, son precisamente las más ricas. Los llamados nacionalismos periféricos –sobre todo el vasco y el catalán- surgieron en el siglo XIX y se desarrollaron en el XX para defender y canalizar las aspiraciones de unas oligarquías específicas.
Un análisis de clases, en la más pura ortodoxia marxista, no se limitaría a certificar que hoy día esas ideologías nacionalistas sirven a los mismos o parecidos intereses sino que daría un paso más. Podría establecer que el actual Estado de las autonomías ha multiplicado por diecisiete –el número de las actuales comunidades autónomas- los males que en principio solo afectaban a las parcelas catalana y vasca. En efecto, a imagen y semejanza de los círculos nacionalistas de estas zonas, en el resto de las regiones españoles las oligarquías locales se han hecho fuertes con el sistema autonómico. Aunque no persigan objetivos disgregadores, se ha enquistado en casi todas ellas una suerte de neocaciquismo que deja pequeño al denunciado en su momento por Joaquín Costa.
Parecería obligado que cualquier programa de izquierda se propusiera luchar contra esa corrupción institucionalizada, que genera una nueva clase de potentados y a lo sumo reparte migajas a los más necesitados. Tenderíamos a pensar que los autodenominados progresistas combatirían un entramado tan contrario al progreso (Andalucía como paradigma). Más aún, aunque yo soy muy escéptico en lo relativo a las proclamas sedicentemente regeneracionistas, estimaríamos inevitable que cualquier proyecto de saneamiento integral del sistema político desmontara ese tinglado que supone un cáncer para la democracia y un lastre para el despegue económico, además de convertir en insostenibles a medio o largo plazo las prestaciones básicas del Estado del bienestar.
El PSOE ha hecho del autonomismo la bandera más reconocible del progresismoPues no. La izquierda o, mejor dicho, todas las izquierdas realmente existentes, no están por esa labor. Siendo ello grave, podía tratarse de una renuncia vergonzante derivada del reconocimiento de que toda la clase política en mayor o menor medida extrae réditos del sistema. Pero tampoco es este el caso. Lejos de mantener una abstención oportunista o cínica, el PSOE ha hecho del autonomismo la bandera más reconocible del progresismo, en incomparable mayor medida que las propias reformas económicas. Ha logrado que cale en la sociedad el principio doctrinal de que no hay democracia sin autonomías. De ahí que cuando se hable de profundizar en la primera, se entienda vaciamiento del Estado en favor de las comunidades, en una deriva que nos ha llevado a la situación actual.
No es extraño por consiguiente que todos aquellos que presumen de desbordar al PSOE por la izquierda, lleguen mucho más lejos en un doble sentido: por un lado, la negación de España como nación natural y su conversión en Estado español, llamado también peyorativamente Madrid, epítome de todos los males que aquejan al sistema representativo. Por otro lado, complementariamente, la alianza de facto con todos los partidos y movimientos nacionalistas, regionalistas o incluso localistas (las famosas Mareas de Podemos), siguiendo un esquema maniqueo que identifica centralidad con reacción (¡la derecha!) y, por tanto, cualquier postura anticentralista con progreso.
Se ha dicho en múltiples ocasiones que esta es una de las herencias envenenadas del franquismo. Se trata en el mejor de los casos de una verdad a medias. Es innegable que para la inmensa mayoría de los líderes actuales, tan ayunos de historia, todos los males políticos provienen del período franquista o de una transición bastarda. Y su manera de orientarse en el mundo es bien fácil: ellos son o tienen que ser lo contrario del franquismo. Si este era centralista, ellos serán militantes de la descentralización. Y esto significa en su corto alcance que cuanto más antifranquistas quieran ser o parecer, más combatirán el Estado unitario.
Pero las cosas son más complejas y, aunque la desconozcan, la historia tiene raíces más profundas. La llamada clásicamente unidad de España o unidad peninsular, la que culminan en 1492 los Reyes Católicos, se hace sobre la base de una diversidad preexistente, los distintos reinos ibéricos. Siempre hubo una cierta contestación a esa unificación impuesta: recuérdese en la propia Castilla la rebelión de los comuneros. ¿Creen que estoy hablando de una historia remota? Pues aunque los jóvenes que salen hoy a las calles ondeando la bandera republicana lo desconozcan, el color morado de esta viene precisamente de aquel episodio histórico.
Luego, en los siglos siguientes, Castilla hace España, por seguir la famosa acuñación y por eso mismo la España periférica se hace –se construye, diríamos hoy- contra la Meseta. Cuando llega el primer gran experimento político progresista, la I República, la nación se deshilacha hasta desembocar en el caos del cantonalismo. La II República asume que no puede haber libertad sin autonomía para las llamadas nacionalidades históricas, la catalana y la vasca. Ya sabemos con qué moneda pagaron los nacionalistas vascos y catalanes la generosidad republicana.
La crisis catalana, con ser gravísima, es solo la punta del icebergY cuando llega la transición, vuelta e empezar. “Libertad, amnistía y estatuto de autonomía” era un pack indivisible. Así se aceptó en el texto constitucional y en la propia praxis política. Durante un tiempo –todo el último cuarto del siglo XX y comienzos del XXI- se hubiera podido decir que esta vez el sistema funcionaba, pero la deslealtad de los nacionalistas alternativos era una bomba de relojería retardada. Al mismo tiempo, la ambigüedad de la propia Constitución propició una deriva centrífuga galopante: Estado menguante y comunidades de insaciable voracidad constituyen un cóctel explosivo. La crisis catalana, con ser gravísima, es solo la punta del iceberg.
Una izquierda responsable, lejos de asumir las demandas autonómicas y nacionalistas –ahora ya independentistas-, se debía plantear seriamente poner coto a esta dinámica perversa que amenaza con hundir la estabilidad y prosperidad conseguidas en estas cuatro décadas. Si hablamos de crisis del régimen del 78, como hace Podemos, hagámoslo en serio y tomemos las medidas pertinentes, aunque solo sea por cuestión de supervivencia. Así no podemos seguir por mucho tiempo. Y cualquier reforma de calado, empezando por el cuestionamiento de raíz del sistema autonómico tal como se ha diseñado, exige la colaboración de la izquierda.
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