martes, 27 de noviembre de 2018

Crónicas de los militares en Juárez. Primera parte


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Crónicas de los militares en Juárez. Primera parte

Gustavo De la Rosa


Poco a poco fueron ingresando los militares a las tareas de Seguridad Pública. Foto: Cuartoscuro
La propuesta de la Guardia Nacional militarizada ha traído a discusión nuevamente el papel del Ejército en Seguridad Pública, y los juarenses tuvimos la mala suerte de ser la primera ciudad que experimentó esto.
Debido a que laboré como defensor de derechos humanos en esa época, me tocó estar muy cerca de los militares en sus tareas de combatir al narcotráfico, y viendo que la discusión alcanza niveles de reflexión y abstracción cada vez mayores, pretendo participar en este debate con elementos arrancados de mi memoria que sirvan a los analistas para alcanzar conclusiones más robustas.
En diciembre del 2006, cuando se declaró la guerra al narco y se realizaron los primeros operativos militares en Guerrero y Michoacán, nosotros teníamos temor de que la guerra que se iniciaba en el sureste se fuera a extender al norte. La primera parte del 2007 se vivió tranquila y, aunque sabíamos de la fuerza del narco y lo rudos que podían ser en un enfrentamiento, todo corría en paz.
Pero las cosas cambiaron en la segunda mitad del año: aparecieron cartelones de organizaciones delictivas que amenazaban a la Policía municipal y ministerial. Durante los últimos meses de aquel año el conflicto en el seno de las policías se agudizó y empezaron las ejecuciones y asesinatos de personajes conocidos como intermediarios del cártel que funcionaba en Juárez.
Poco a poco fueron ingresando los militares a las tareas de Seguridad Pública; y aunque los veíamos actuar no se reconocía su presencia oficialmente, sólo se comentaba que estaban auxiliando a los policías en el combate al narcotráfico. Sin embargo, para el mes de marzo de 2008 las autoridades municipales y estatales doblaron las manos y solicitaron la intervención del Ejército para contener un sorpresivo incremento de los asesinatos en la vía pública y algunos homicidios sobresalientes, bien por ser de conocidos en la ciudad o por ser de directivos policiacos.
A toro pasado todo mundo ha reconocido que las autoridades estatales y municipales se apresuraron a entregar la plaza los militares, al parecer le faltó valor tanto al presidente municipal José Reyes Ferriz como al gobernador José Reyes Baeza, sin saber qué significaría su ingreso.
Una mañana de marzo mi buen amigo Jaime García Chávez me llamó para decirme que el general Juárez había declarado ante el empresariado de la capital que “su orden de cateo se llama marro” y que les pedía a los periodistas que cuando reportaran alguna muerte civil en la batalla que se iniciaba no dijeran “un muerto más, sino un delincuente menos”. Al mismo tiempo en mi oficina de derechos humanos recibimos la instrucción de no intervenir en las quejas que presentaran los ciudadanos contra los abusos de los militares y que las canalizáramos a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
En abril vino a Juárez una mujer de excepción, la periodista Alba Guillermo Prieto, quien solicitó mi auxilio para algún trámite que debía hacer y además para visitar a Esther Chávez, heroína civil en Juárez; en una charla sobre lo que pasaba me dijo que le parecía extraño lo que sucedía, porque observaba que la mayoría de las agresiones eran contra hombres maduros, bien vestidos, en camionetas modernas y muchos incluso armados.
Ella, con su experiencia en el periodismo latinoamericano, había observado el fenómeno de Colombia y me decía que muchos de los asesinatos que se cometen en una guerra entre cárteles los sufren los grupos más vulnerables de las organizaciones delictivas, y advirtió que, si no se detenía a tiempo, el conflicto podría salirse de control y convertirse en una masacre ciudadana. En esas dudas estaba cuando se instalaron definitivamente las fuerzas militares en la ciudad, con aplausos de algunos ingenuos que tenían una percepción idílica de la vida bajo vigilancia militar.
El primer hecho alarmante se presentó en los primeros días de abril; recibí una llamada telefónica a las 10 de la noche pidiendo que me acercara a un lugar conocido como el puente del zorro porque los soldados habían agredido a una patrulla policial, cuando llegué al lugar me quedé asombrado. Los militares preparaban un retén en esa avenida cuando pasó una patrulla de la Policía municipal con las torretas prendidas y un soldado le disparó, hiriendo en la cabeza a uno de los agentes a bordo.
Días después una exalumna me llamó de urgencia pidiéndome apoyo porque habían detenido a su hermana, una oficial investigadora de la Policía ministerial, junto con otros 22 agentes y los tenían detenidos en el campo militar ubicado al sur de la ciudad; me acerqué para dar fe de lo que sucedía pero en el camino me informaron telefónicamente que también estaba detenida una alta funcionaria del Gobierno del Estado y que el general de la zona no definía su status, si estaba detenida o sólo citada para charlar con el general.
Llegué hasta las puertas del campo militar, donde un grupo de personas preguntaba por sus familiares y por la funcionaria detenida; al acercarme a la caseta de vigilancia a preguntar por la situación de los detenidos mi alarma creció al escuchar a los soldados cortar cartucho y la voz autoritaria de un mando menor exigiendo nuestra retirada.
Los juarenses son entrones y varios de los presentes caminaron hacia la puerta de la caseta al mismo tiempo que los soldados caminaban hacia nosotros con sus fusiles listos para abrir fuego, cuando llegó una camioneta de un canal televisivo transmitiendo en vivo y al encender los reflectores todo mundo recuperó la tranquilidad. No necesitamos ni siquiera 10 días con los militares a cargo de tareas de Seguridad Pública para comprender que estábamos frente a un evidente estado de excepción, con suspensión de facto de las garantías individuales.
El general a cargo de los operativos se apellidaba Espitia y muy pronto empezó a quejarse de la intervención de la Comisión Estatal de Derechos Humanos diciendo que estorbábamos su quehacer en contra de la delincuencia; hasta llego a acusarnos de complicidad con los narcotraficantes, ante el silencio cómplice del presidente de la Comisión.
Así se comportaba el Ejército hace 11 años: consideraba que todos los juarenses eran presuntos narcotraficantes y que los policías y los defensores de derechos humanos éramos sus enemigos. Entraban a cualquier casa, escudándose en denuncias anónimas, y destrozaban lo que se les atravesaba, detenían a los jóvenes que hallaban en su interior y vaciaban las alacenas y los refrigeradores. Después nos enteramos de que la tropa era tan mal administrada por los jefes que los asaltos a las cocinas eran para conseguir alimentos para ellos mismos consumir, porque sólo les proporcionaban sopas Maruchan para calmar el hambre y aguantar las jornadas de 24 horas continuas.
Este fue el periodo más duro de la guerra en Juárez, los crímenes que en los meses de enero y febrero de 2008 ya habían subido de 15 a 50 por mes, comparados con los promedios de los últimos 10 años, pronto se elevaron de 50 hasta más de 200 por mes. Para febrero de 2010 se decidió retirar a los militares del operativo de seguridad y recuerdo que la procuradora de Justicia en aquel tiempo comentó “qué caray, se los llevan cuando ya estaban aprendiendo a trabajar como policías”.
En los momentos más duros de la presencia militar en Juárez se pudieron contar más de 5 mil hogares invadidos y un número similar de personas detenidas y torturadas, mi oficina documento 23 desapariciones forzadas y más de 10 ejecuciones extrajudiciales confirmadas; todavía asesoramos juicios por tres de ellas en los juzgados de Distrito.
Años después nos enteramos, por declaraciones de uno de los sicarios más sanguinarios de la guerra de los cárteles, que los jefes de La Línea aumentaron su agresión contra los adictos y vendedores de poca monta para elevar la estadística de homicidios y poner en evidencia la ineficacia del Ejército, sabiendo que los militares iban a fortalecer a la gente de El Chapo; él mismo reconoció haber cometido unos novecientos asesinatos.
En las siguientes entregas comentaré sobre los esfuerzos que hicimos para que los integrantes del Ejército mejoraran sus prácticas de respeto a los Derechos Humanos, nuestros fracasos con las policías municipales y ministeriales, y la experiencia de control con las fuerzas federales al mando de Facundo Rosas.

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