La
selfies son una de las derivaciones recientes de las innovaciones
microelectrónicas que son presentadas como una notable expresión de
libertad individual. Uno de sus aristas perversas, y del capitalismo en
general, es el incremento de muertes por las fotografías extremas. Una
investigación realizada en los Estados Unidos registra 259 muertes en el
mundo, ocasionadas por tomarse selfies en el período transcurrido entre
2011 y 2017. Esta cifra, que debe ser considerada como conservadora,
indica la magnitud de lo que está ocurriendo con la utilización de esta
“nueva tecnología” de la muerte. Vale la pena preguntarse que está
detrás de esta epidemia de suicidios, y qué relación tienen con el
capitalismo.
La tecnologia y la imposición del individualismo compulsivo
El capitalismo representa la imposición del individualismo compulsivo, entendido como la creencia ilusoria de que la sociedad no existe sino solo los seres individuales, como lo proclamó Margaret Thatcher, uno de las vedettes del capitalismo realmente existente. De eso se deriva la suposición de que el individuo es el centro del mundo, y nada puede oponerse a sus designios de maximización de ganancias, acumulación, superación y ruptura de cualquier límite. El individualismo egoísta, posesivo y hedonista es una característica central de la ideología capitalista que se ha universalizado en nuestra época. Solo existe el yo y no el nosotros, lo cual quiere decir que mi existencia individual es más importante que cualquier grupo o colectivo humano y de eso se deriva que a diario se deba (de)mostrar que el yo (el individuo) es el centro del universo. No importan, o mejor no existen, los lazos sociales, ni vínculos de solidaridad, fraternidad o ayuda mutua. Eso es cosa del pasado, porque ahora, en el perpetuo presente en que se despliega el yo, solo vale y existe lo que haga un individuo, el que necesita mostrar a cada rato su presencia, porque de lo contrario se considera frustrado o incompleto.
Para hacerse notar, ahora el yo cuenta con dispositivos técnicos que se encargan de potenciar y difundir su presencia en el mundo; y el más poderoso de esos dispositivos técnicos es el celular, con todos sus variantes, o más precisamente la difusión de imágenes visuales que se hace a través del smarphone, y que difunden de manera inmediata, instantánea y directa todo cuanto hace una persona, hasta sus actos más privados, que ahora son puestos a la vista pública, sin pudor alguno. Porque con la utilización de las nuevas tecnologías se pierde la idea de dignidad, de auto-estima, de respecto y se proclama que lo privado ya no existe, que cualquier acto de nuestra vida debe darse a conocer a los cuatro vientos, por medio de las fotos que un individuo se tome de sí mismo y difunda a través de las redes informáticas. Lo que antes se consideraba de la esfera privada, y hasta de la intimidad de las personas (como su vida sexual) hoy debe compartirse con otros individuos, con la pretensión de demostrar que se es importante, y sus acciones individuales tienen reconocimiento y le confieren prestigio ante otros individuos.
Por eso, se ha impuesto una especie de voyerismo universal, sin cortapisas, en que se muestra y se exhibe lo que esté referenciado con el yo y una forma expedita de lograrlo es a través de las selfies, que apenas son tomadas se envían para que circulen por las redes y lleguen a los ojos de los amigos, conocidos o admiradores. El me gusta es el premio, de una banalidad risible, que al otro lado de la red se le atribuye a quien envía la última foto (de hace unos segundos) de cuanta estupidez se le ocurre registrar. Quien tenga una mayor cantidad de “me gusta” y de seguidores en las redes es considerado una estrella. El problema es que esa sensación es efímera y requiere de estarse activando minuto a minuto, lo cual genera una terrible sensación de frustración, que debe ser superada con nuevas fotos, que aumentan la frustración en una forma patológica, en un círculo vicioso que no tiene fin.
Las selfies mortales
Como las fotos normales ya no son atractivas y se tornan monótonas, es necesario experimentar con algo inesperado y sorprendente, para evidenciar la centralidad del yo, y en consecuencia se debe acudir a experiencias extremas. Aquí es donde las selfies adquieren un rol principal como indicadores de ese individualismo hedonista que caracteriza al capitalismo, y se basa en un principio implícito: para el individuo, como para el capitalismo, no existen límites, todo puede ser sorteado, sin importar los riesgos y peligros que se enfrenten, pero no con el deseo de una realización personal como tal y mucho menos en beneficio colectivo, sino porque eso es compensado con el consumo mercantilista del estrés y de las emociones fuertes, un gran nicho de mercado en el capitalismo de nuestro tiempo.
Al final, el premio es lo que cuenta: que una selfie arriesgada le de créditos al individuo que osó desafiar hasta la muerte. Ese premio se expresa cuantitativamente en el crecimiento del número de seguidores en Facebook, Instagran o cualquier red parecida, quienes, como robots amaestrados, solo atinan a escribir “me gusta”. Pero esa acción arriesgada no es placentera sino obsesiva, y requiere nuevos retos extremos, para demostrarse a sí mismo que se es importante y sobre todo que otros vean que si se es. Este comportamiento compulsivo aumenta la insatisfacción, porque ya no hay techo ni límite que satisfaga el deseo obsesivo de mostrarse como alguien destacado, como una luminaria del espectáculo.
Este es un claro ejemplo de la pulsión de la muerte, que no se define solo por el deseo de morir, sino algo peor, según las palabras del escritor inglés Mark Fisher: “encontrarse entre las garras de una compulsión tan poderosa que uno se vuelve indiferente a la misma muerte”. Lo más trágico es la banalidad del contenido de esa pulsión, porque estamos hablando de personas que enfrentan la muerte, sin entender que esa posibilidad existe, por el deseo de figurar como los más arriesgados o intrépidos, como sucede cuando se toma una selfie con una mano en la boca de un cocodrilo, al que otros sujetan, o en el piso 50 de un rascacielos, o se lanzan en un tren en marcha… Esa intrepidez es la clara demostración de que el capitalismo ha generado la idea, reforzada con las tecnologías microelectrónicas, de que no existen límites a lo que quieran hacer los sujetos aislados, porque todo puede ser posible con tal de alcanzar la fama y el reconocimiento. Y este comportamiento que origina un espíritu irresponsablemente suicida, es el mismo que caracteriza al capitalismo como un todo, puesto que se basa en la idea de que no existen límites que impidan la acumulación y el crecimiento económico.
Con esa lógica suicida se está destruyendo el planeta, se está alterando el clima y se está poniendo en riesgo la existencia de la humanidad, porque lo que sí es seguro es que así vamos directamente hacia el abismo, hacia la muerte como especie, de la misma manera que le sucede al individuo que piensa que puede burlarse de la naturaleza y de las leyes físicas, cuando se toma una selfie junto a un tiburón, al borde de un precipicio, junto a un volcán en erupción, subido en el techo de un tren o con una pistola apuntando a su propia cabeza.
En síntesis, el capitalismo y las tecnologías microelectrónicas que refuerzan el individualismo extremo, que enfatiza la centralidad exclusiva del yo, pretenden hacernos olvidar nuestro carácter efímero y perecedero, generando un insoportable espíritu de grandeza individual, de vanidad y egolatría, que cree posible evadir la muerte, porque nos ha convertido en sonámbulos tecnológicos, al suponer que en el mundo solamente existe mi yo y mis selfies. Esta es la religión del yo que prometió el capitalismo, que se ha impuesto a nivel planetario y que cree posible sortear la muerte, aunque se muera en el intento.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
La tecnologia y la imposición del individualismo compulsivo
El capitalismo representa la imposición del individualismo compulsivo, entendido como la creencia ilusoria de que la sociedad no existe sino solo los seres individuales, como lo proclamó Margaret Thatcher, uno de las vedettes del capitalismo realmente existente. De eso se deriva la suposición de que el individuo es el centro del mundo, y nada puede oponerse a sus designios de maximización de ganancias, acumulación, superación y ruptura de cualquier límite. El individualismo egoísta, posesivo y hedonista es una característica central de la ideología capitalista que se ha universalizado en nuestra época. Solo existe el yo y no el nosotros, lo cual quiere decir que mi existencia individual es más importante que cualquier grupo o colectivo humano y de eso se deriva que a diario se deba (de)mostrar que el yo (el individuo) es el centro del universo. No importan, o mejor no existen, los lazos sociales, ni vínculos de solidaridad, fraternidad o ayuda mutua. Eso es cosa del pasado, porque ahora, en el perpetuo presente en que se despliega el yo, solo vale y existe lo que haga un individuo, el que necesita mostrar a cada rato su presencia, porque de lo contrario se considera frustrado o incompleto.
Para hacerse notar, ahora el yo cuenta con dispositivos técnicos que se encargan de potenciar y difundir su presencia en el mundo; y el más poderoso de esos dispositivos técnicos es el celular, con todos sus variantes, o más precisamente la difusión de imágenes visuales que se hace a través del smarphone, y que difunden de manera inmediata, instantánea y directa todo cuanto hace una persona, hasta sus actos más privados, que ahora son puestos a la vista pública, sin pudor alguno. Porque con la utilización de las nuevas tecnologías se pierde la idea de dignidad, de auto-estima, de respecto y se proclama que lo privado ya no existe, que cualquier acto de nuestra vida debe darse a conocer a los cuatro vientos, por medio de las fotos que un individuo se tome de sí mismo y difunda a través de las redes informáticas. Lo que antes se consideraba de la esfera privada, y hasta de la intimidad de las personas (como su vida sexual) hoy debe compartirse con otros individuos, con la pretensión de demostrar que se es importante, y sus acciones individuales tienen reconocimiento y le confieren prestigio ante otros individuos.
Por eso, se ha impuesto una especie de voyerismo universal, sin cortapisas, en que se muestra y se exhibe lo que esté referenciado con el yo y una forma expedita de lograrlo es a través de las selfies, que apenas son tomadas se envían para que circulen por las redes y lleguen a los ojos de los amigos, conocidos o admiradores. El me gusta es el premio, de una banalidad risible, que al otro lado de la red se le atribuye a quien envía la última foto (de hace unos segundos) de cuanta estupidez se le ocurre registrar. Quien tenga una mayor cantidad de “me gusta” y de seguidores en las redes es considerado una estrella. El problema es que esa sensación es efímera y requiere de estarse activando minuto a minuto, lo cual genera una terrible sensación de frustración, que debe ser superada con nuevas fotos, que aumentan la frustración en una forma patológica, en un círculo vicioso que no tiene fin.
Las selfies mortales
Como las fotos normales ya no son atractivas y se tornan monótonas, es necesario experimentar con algo inesperado y sorprendente, para evidenciar la centralidad del yo, y en consecuencia se debe acudir a experiencias extremas. Aquí es donde las selfies adquieren un rol principal como indicadores de ese individualismo hedonista que caracteriza al capitalismo, y se basa en un principio implícito: para el individuo, como para el capitalismo, no existen límites, todo puede ser sorteado, sin importar los riesgos y peligros que se enfrenten, pero no con el deseo de una realización personal como tal y mucho menos en beneficio colectivo, sino porque eso es compensado con el consumo mercantilista del estrés y de las emociones fuertes, un gran nicho de mercado en el capitalismo de nuestro tiempo.
Al final, el premio es lo que cuenta: que una selfie arriesgada le de créditos al individuo que osó desafiar hasta la muerte. Ese premio se expresa cuantitativamente en el crecimiento del número de seguidores en Facebook, Instagran o cualquier red parecida, quienes, como robots amaestrados, solo atinan a escribir “me gusta”. Pero esa acción arriesgada no es placentera sino obsesiva, y requiere nuevos retos extremos, para demostrarse a sí mismo que se es importante y sobre todo que otros vean que si se es. Este comportamiento compulsivo aumenta la insatisfacción, porque ya no hay techo ni límite que satisfaga el deseo obsesivo de mostrarse como alguien destacado, como una luminaria del espectáculo.
Este es un claro ejemplo de la pulsión de la muerte, que no se define solo por el deseo de morir, sino algo peor, según las palabras del escritor inglés Mark Fisher: “encontrarse entre las garras de una compulsión tan poderosa que uno se vuelve indiferente a la misma muerte”. Lo más trágico es la banalidad del contenido de esa pulsión, porque estamos hablando de personas que enfrentan la muerte, sin entender que esa posibilidad existe, por el deseo de figurar como los más arriesgados o intrépidos, como sucede cuando se toma una selfie con una mano en la boca de un cocodrilo, al que otros sujetan, o en el piso 50 de un rascacielos, o se lanzan en un tren en marcha… Esa intrepidez es la clara demostración de que el capitalismo ha generado la idea, reforzada con las tecnologías microelectrónicas, de que no existen límites a lo que quieran hacer los sujetos aislados, porque todo puede ser posible con tal de alcanzar la fama y el reconocimiento. Y este comportamiento que origina un espíritu irresponsablemente suicida, es el mismo que caracteriza al capitalismo como un todo, puesto que se basa en la idea de que no existen límites que impidan la acumulación y el crecimiento económico.
Con esa lógica suicida se está destruyendo el planeta, se está alterando el clima y se está poniendo en riesgo la existencia de la humanidad, porque lo que sí es seguro es que así vamos directamente hacia el abismo, hacia la muerte como especie, de la misma manera que le sucede al individuo que piensa que puede burlarse de la naturaleza y de las leyes físicas, cuando se toma una selfie junto a un tiburón, al borde de un precipicio, junto a un volcán en erupción, subido en el techo de un tren o con una pistola apuntando a su propia cabeza.
En síntesis, el capitalismo y las tecnologías microelectrónicas que refuerzan el individualismo extremo, que enfatiza la centralidad exclusiva del yo, pretenden hacernos olvidar nuestro carácter efímero y perecedero, generando un insoportable espíritu de grandeza individual, de vanidad y egolatría, que cree posible evadir la muerte, porque nos ha convertido en sonámbulos tecnológicos, al suponer que en el mundo solamente existe mi yo y mis selfies. Esta es la religión del yo que prometió el capitalismo, que se ha impuesto a nivel planetario y que cree posible sortear la muerte, aunque se muera en el intento.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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