El liberalismo es una de las ideologías más
interesantes desde el punto de vista conceptual. Ha servido de soporte
ideológico para el desarrollo del sistema de producción capitalista y de
libre mercado que, pese a sus innegables deficiencias, ha resultado ser mucho más efectivo que los sistemas socialistas de planificación económica para traer progreso a nuestras sociedades.
Al igual que no existe una sola izquierda o una sola derecha, tampoco ha existido una manera única de entender la tradición liberal. Liberalismos hay muchos. Unos inciden más que otros en la libertad económica, otros en su dimensión política, e incluso otros muestran cierto recelo ante los posibles perjuicios que el libre mercado puede acarrear a los sectores más débiles de la sociedad. Algunos fundamentan su inspiración liberal en criterios utilitaristas, otros en un derecho natural inalienable a la libertad y a la propiedad, otros en el relativismo axiológico o en la estructura ontológica del obrar humano, que parece ser como la muestra la revolución cuántica y la psicología experimental, mucho más libre y espontáneo de lo que pensábamos.
Sus discusiones teóricas alcanzan alguna vez a cuestiones más pragmáticas y más cercanas al ciudadano de a pie, como pueden ser el derecho o no que tienen las sociedades a limitar el acceso a su seno a través de los movimientos migratorios, los límites de las propias creencias religiosas como puede ser la exhibición de elementos religiosos en público (el famoso Hiyab musulmán por ejemplo…), el derecho de autodeterminación de los pueblos y las naciones, entendidas estás como conglomerados de individuos aislados que deciden voluntariamente su destino, o el derecho al aborto, eufemísticamente llamado interrupción del embarazo.
En todas estas cuestiones suelen colisionar con otras ideologías, que la izquierda suele situar en el espectro de lo que se suele llamar derecha, como pueden ser el conservadurismo o la democracia cristiana. Esta tensión entre liberales y conservadores no es nueva. Ya en los orígenes de la división política entre izquierda y derecha, durante la revolución francesa, dos pensadores de la talla de Edmund Burke y Thomas Payne debatían sobre el supuesto progreso que este acontecimiento capital de la historia estaba suponiendo. Mientras que Burke mostraba sus reticencias ante el peligroso racionalismo ilustrado que exhibían los revolucionarios franceses, Thomas Payne hacía un alegato liberal de este momento histórico.
A mi juicio tanto unos como otros tienen algo de razón. Los liberales, en su obsesión por presentar un liberalismo puro libre de toda contaminación ideológica, presentan un ideal de individuo y ciudadano puramente abstracto y racional, que no se corresponde con la historia, ni con la realidad. El famoso contrato social es una entelequia, una ficción puramente conceptual con la que justificar una limitación del poder del Estado. La política, como ya pusieran de manifiesto pensadores como Aristóteles, surge de la sociabilidad humana. El individuo es una pura abstracción, no la sociedad o la comunidad política como defienden ciertos liberales, que profesan una ontología de corte nominalista cuando se refieren a las realidades colectivas o los hechos sociales. Afirman que el Estado es una ficción y una abstracción. Lo único que existen son individuos aislados.
No hace falta recurrir a espiritualismos, ni a doctrinas colectivistas como el socialismo o el anarquismo de izquierdas para afirmar la realidad y la sustancialidad de lo colectivo, pues el Estado no deja de ser más que la institucionalización de lo social. Filosofías materialistas muy diversas como puedan ser las de Popper, Bueno o Bunge atribuyen materialidad, que no necesariamente, corporeidad a realidades sociales.
El individuo nace, se desarrolla y vive en sociedades y en grupos más amplios, donde, a través de un proceso lento de inculturación, se desarrolla y puede ejercer esos derechos, muchas veces amenazados por ciertos colectivismos, como el comunista. El pensamiento comunitarista de autores como Charles Taylor ha puesto de relieve esa profunda inconsistencia de la tradición liberal a la hora de entender las fuentes sociales de la individualidad.
De ahí que cuando un liberal-libertario afirme el derecho absoluto del individuo a llevar un burka o ejercer el derecho de autodeterminación política obvie que esos derechos o supuestos derechos no son anteriores al individuo, sino que se ejercitan en el seno de una colectividad. La mujer islámica que se pone el burka no lo hace tanto por una decisión individual como en un contexto cultural, el fundamentalista islámico, que postula la subordinación de la mujer al varón. Si sólo existen individuos, y no hay valores que condicionen nuestras creencias y principios, no hay problema tampoco en aceptar el dogma multiculturalista, que en último término descansa en ese relativismo axiológico en el que recae cierta tradición liberal radical y que afirma que todas las culturas son iguales.
Una buena parte de esa tradición libertaria capitalista parece instalada en un discurso maximalista, antipolítico y parece miope ante los verdaderos peligros para la libertad del siglo XXI, que vienen de la mano de ciertos feminismos o de un marxismo cultural hoy en día hegemónico en el ámbito de la cultura. Esos planteamientos maximalistas que llevan a abogar por la desaparición del Estado, por tener un origen histórico violento o una exaltación acrítica del mercado, llevan a hacer difícil formar frentes de acción política que permitan afrontar los peligros que el colectivismo posmoderno lleva implícitos.
Por otra parte, cierto espectro conservador recela de la tradición liberal y del libre mercado, al que acusa de todos los males económicos de la contemporaneidad, como pueden ser los salarios bajos, las deslocalizaciones de empresas o el hedonismo generalizado en nuestras sociedades. Este conservadurismo cree ver en lo antiguo, los fueros y los privilegios de las naciones étnicas, un asidero moral para sortear los desafíos que enfrentan nuestras sociedades.
En el caso español, no faltan los que reinterpretan el mito del desastre del 98 y lo atribuyen a la irrupción del liberalismo en suelo patrio, postulando una suerte de vuelta al Antiguo régimen, de una España Foral y descentralizada. Confunden la crítica a las CCAA con una suerte de reivindicación del jacobinismo francés y afirman que nunca más que en la sociedad estamental, formada por multitud de cuerpos políticos intermedios, ha estado más garantizada la libertad. Frente a este pensamiento reaccionario, de raigambre carlista, es menester reivindicar el liberalismo conservador que afirma la compatibilidad entre progreso y tradición, siempre que el cambio sea evolutivo y no fruto de ingenierías sociales conscientes, en la línea reivindicada por autores como Hayek o Aron.
Al igual que no existe una sola izquierda o una sola derecha, tampoco ha existido una manera única de entender la tradición liberal. Liberalismos hay muchos. Unos inciden más que otros en la libertad económica, otros en su dimensión política, e incluso otros muestran cierto recelo ante los posibles perjuicios que el libre mercado puede acarrear a los sectores más débiles de la sociedad. Algunos fundamentan su inspiración liberal en criterios utilitaristas, otros en un derecho natural inalienable a la libertad y a la propiedad, otros en el relativismo axiológico o en la estructura ontológica del obrar humano, que parece ser como la muestra la revolución cuántica y la psicología experimental, mucho más libre y espontáneo de lo que pensábamos.
Si hay algo que achacar a todos los liberalismos por igual es su desconfianza patológica por la políticaSin embargo, si hay algo que achacar a todos los liberalismos por igual es su desconfianza patológica por la política, lo que los lleva a recelar de ésta y a buscar el confort de la crítica intelectual, alejándose de la primera línea de la acción política. Suele ser un chiste habitual entre los círculos liberales, que estos caben en un taxi y que forman un conjunto de tribus muy mal avenidas entre sí. A los liberales les encanta debatir y excomulgarse mutuamente, negando la condición de liberales a aquellos otros que no comparten sus presupuestos epistemológicos, o sus ideas más técnicas sobre cuestiones de teoría económica o política, como pueden ser la reserva fraccionaria de la banca, la praxeología como fundamento de la acción humana, la existencia de monopolios naturales e incluso la propia necesidad de la existencia del Estado.
Sus discusiones teóricas alcanzan alguna vez a cuestiones más pragmáticas y más cercanas al ciudadano de a pie, como pueden ser el derecho o no que tienen las sociedades a limitar el acceso a su seno a través de los movimientos migratorios, los límites de las propias creencias religiosas como puede ser la exhibición de elementos religiosos en público (el famoso Hiyab musulmán por ejemplo…), el derecho de autodeterminación de los pueblos y las naciones, entendidas estás como conglomerados de individuos aislados que deciden voluntariamente su destino, o el derecho al aborto, eufemísticamente llamado interrupción del embarazo.
En todas estas cuestiones suelen colisionar con otras ideologías, que la izquierda suele situar en el espectro de lo que se suele llamar derecha, como pueden ser el conservadurismo o la democracia cristiana. Esta tensión entre liberales y conservadores no es nueva. Ya en los orígenes de la división política entre izquierda y derecha, durante la revolución francesa, dos pensadores de la talla de Edmund Burke y Thomas Payne debatían sobre el supuesto progreso que este acontecimiento capital de la historia estaba suponiendo. Mientras que Burke mostraba sus reticencias ante el peligroso racionalismo ilustrado que exhibían los revolucionarios franceses, Thomas Payne hacía un alegato liberal de este momento histórico.
Los liberales puros miran con mucho recelo a los conservadores, a los que califican de “colectivistas de derechas”En general los liberales puros, esos que consideran que el conservadurismo es una contaminación ideológica colectivista, miran con mucho recelo a los conservadores, a los que califican de “colectivistas de derechas”, y ciertos conservadores acusan a los liberales de haber traído de la mano el pensamiento marxista, al haber defendido sin rubor alguno el capitalismo Manchesteriano deciomonónico, que tan crudamente describiera Charles Dickens en sus novelas.
A mi juicio tanto unos como otros tienen algo de razón. Los liberales, en su obsesión por presentar un liberalismo puro libre de toda contaminación ideológica, presentan un ideal de individuo y ciudadano puramente abstracto y racional, que no se corresponde con la historia, ni con la realidad. El famoso contrato social es una entelequia, una ficción puramente conceptual con la que justificar una limitación del poder del Estado. La política, como ya pusieran de manifiesto pensadores como Aristóteles, surge de la sociabilidad humana. El individuo es una pura abstracción, no la sociedad o la comunidad política como defienden ciertos liberales, que profesan una ontología de corte nominalista cuando se refieren a las realidades colectivas o los hechos sociales. Afirman que el Estado es una ficción y una abstracción. Lo único que existen son individuos aislados.
No hace falta recurrir a espiritualismos, ni a doctrinas colectivistas como el socialismo o el anarquismo de izquierdas para afirmar la realidad y la sustancialidad de lo colectivo, pues el Estado no deja de ser más que la institucionalización de lo social. Filosofías materialistas muy diversas como puedan ser las de Popper, Bueno o Bunge atribuyen materialidad, que no necesariamente, corporeidad a realidades sociales.
El individuo nace, se desarrolla y vive en sociedades y en grupos más amplios, donde, a través de un proceso lento de inculturación, se desarrolla y puede ejercer esos derechos, muchas veces amenazados por ciertos colectivismos, como el comunista. El pensamiento comunitarista de autores como Charles Taylor ha puesto de relieve esa profunda inconsistencia de la tradición liberal a la hora de entender las fuentes sociales de la individualidad.
De ahí que cuando un liberal-libertario afirme el derecho absoluto del individuo a llevar un burka o ejercer el derecho de autodeterminación política obvie que esos derechos o supuestos derechos no son anteriores al individuo, sino que se ejercitan en el seno de una colectividad. La mujer islámica que se pone el burka no lo hace tanto por una decisión individual como en un contexto cultural, el fundamentalista islámico, que postula la subordinación de la mujer al varón. Si sólo existen individuos, y no hay valores que condicionen nuestras creencias y principios, no hay problema tampoco en aceptar el dogma multiculturalista, que en último término descansa en ese relativismo axiológico en el que recae cierta tradición liberal radical y que afirma que todas las culturas son iguales.
A finales de los años 60, el fundador del anarco-capitalismo contemporáneo, Murray Rothbard, flirteó con el anarquismo de izquierdasEn esta exaltación del individualismo extremo, el pensamiento liberal-libertario no ha tenido problema en buscar ciertas alianzas con cierta izquierda sesentayochista de inspiración libertaria. Así, a finales de los años 60, el fundador del anarco-capitalismo contemporáneo, Murray Rothbard, flirteó con el anarquismo de izquierdas opuesto a la guerra de Vietnam, en el que veía ciertos puntos de conexión en su exaltación radical del individualismo y sus posicionamientos antisistema.
Una buena parte de esa tradición libertaria capitalista parece instalada en un discurso maximalista, antipolítico y parece miope ante los verdaderos peligros para la libertad del siglo XXI, que vienen de la mano de ciertos feminismos o de un marxismo cultural hoy en día hegemónico en el ámbito de la cultura. Esos planteamientos maximalistas que llevan a abogar por la desaparición del Estado, por tener un origen histórico violento o una exaltación acrítica del mercado, llevan a hacer difícil formar frentes de acción política que permitan afrontar los peligros que el colectivismo posmoderno lleva implícitos.
Por otra parte, cierto espectro conservador recela de la tradición liberal y del libre mercado, al que acusa de todos los males económicos de la contemporaneidad, como pueden ser los salarios bajos, las deslocalizaciones de empresas o el hedonismo generalizado en nuestras sociedades. Este conservadurismo cree ver en lo antiguo, los fueros y los privilegios de las naciones étnicas, un asidero moral para sortear los desafíos que enfrentan nuestras sociedades.
En el caso español, no faltan los que reinterpretan el mito del desastre del 98 y lo atribuyen a la irrupción del liberalismo en suelo patrio, postulando una suerte de vuelta al Antiguo régimen, de una España Foral y descentralizada. Confunden la crítica a las CCAA con una suerte de reivindicación del jacobinismo francés y afirman que nunca más que en la sociedad estamental, formada por multitud de cuerpos políticos intermedios, ha estado más garantizada la libertad. Frente a este pensamiento reaccionario, de raigambre carlista, es menester reivindicar el liberalismo conservador que afirma la compatibilidad entre progreso y tradición, siempre que el cambio sea evolutivo y no fruto de ingenierías sociales conscientes, en la línea reivindicada por autores como Hayek o Aron.
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