Los artistas como intelectuales
02.04.2019
En
una sociedad como la nuestra, de consumo, opulenta para pocos, cuyo
dios es el mercado, la imagen reemplazó al concepto. Es que se dejo de
leer para mirar, aun cuando rara vez se ve.
Y así los artistas, actores, cantantes, locutores y conductores televisión han reemplazado a los intelectuales.
Este reemplazo viene de otro más profundo; cuando
los intelectuales, sobre todo a partir de la Revolución Francesa,
vinieron a remplazar a los filósofos. Es cierto que siguió habiendo
filósofos, pero el tono general de estos últimos dos siglos marca su
desaparición pública.
El progresismo, esa enfermedad infantil
de la socialdemocracia, se caracteriza por asumir la vanguardia como
método y no como lucha, como sucedía con el viejo socialismo. Aún existe
en Barcelona el viejo diario La Vanguardia.
La vanguardia como método quiere decir que para el
progresista hay que estar, contra viento y marea, siempre en la cresta
de la ola. Siempre adelante, en la vanguardia de las ideas, las modas,
los usos, las costumbres y las actitudes.
El hombre progresista se sitúa siempre en el
éxtasis temporal del futuro, ni el presente, ni mucho menos el pasado
tiene para él significación alguna, y si la tuviera siempre está en
función del futuro. No le interesa el ethos de la Nación
histórica, incluso va contra este carácter histórico-cultural. Y esto es
así, porque el progresista es su propio proyecto. Él se instala siempre
en el futuro pues ha adoptado la vanguardia como método. Nadie ni nada
puede haber delante de él, de lo contrario dejaría de ser progresista.
Así se explica que el progresista no se pueda dar un proyecto de país ni
de nación porque éste se ubicaría delante de él, lo cual implica y le
crea una contradicción.
Y como nadie puede dar lo que no tiene, el
progresista no puede darse ni darnos un proyecto político porque él
mismo es su proyecto político.
El hombre progresista, al ser aquél que dice sí a
toda novedad que se le propone encuentra en los artistas sus
intelectuales. Hoy que en nuestra sociedad de consumo donde las imágenes
han reemplazado a los conceptos nos encontramos con que los artistas
son, en definitiva, los que plasman en imágenes los conceptos. Y la
formación del progresista consiste en eso, en una sucesión de imágenes
truncas de la realidad. El homo festivus, figura emblemática
del progresismo, del que hablan pensadores como Philippe Murray o
Agulló, encuentra en el artista a su ideólogo.
El artista lo libera tanto del esfuerzo
de leer (hábito que se pierde irremisiblemente) como del mundo
concreto. El progresista no quiere saber sino solo estar enterado. Tiene
avidez de novedades. Y el mundo es “su mundo” y vive en la campana de
cristal del los viejos almacenes de barrio donde las moscas (el pueblo y
sus problemas) no podían entrar.
Los progresistas porteños viven en Puerto Madero, no en Parque Patricios.
La táctica de los gobiernos progresistas es
transformar al pueblo en “la gente”, esto es, en público consumidor, con
lo cual el pueblo deja de ser el agente político principal de toda
comunidad, para cederle ese protagonismo a los mass media, como ideólogos de las masas y a los artistas, como ideólogos de sus propias élites.
Este es un mecanismo que funciona a dos niveles: a) en los medios masivos de comunicación cientos periodistas y locutores, esos analfabetos culturales locuaces,
según acertada expresión de Paul Feyerabend (1924-1994) nos dicen qué
debemos hacer y cómo debemos pensar. Son los mensajeros del “uno anónimo” de Heidegger que a través del dictador “se”, se
dice, se piensa, se obra, se viste, se come, nos sume en la existencia
impropia. b) a través de los artistas como traductores de conceptos a
imágenes en los teatros y en los cines y para un público más restringido
y con mayor poder adquisitivo: para los satisfechos del sistema.
El artista cumple con su función ideológica dentro
del progresismo porque canta los infinitos temas de la reivindicación:
el matrimonio gay, el aborto, la eutanasia, la adopción de niños por los
homosexuales, el consumo de marihuana y coca, la lucha contra el
imperialismo, la defensa del indigenismo, de los inmigrantes, de la
reducción de las penas a los delincuentes, un guiño a la marginalidad y
un largo etcétera. Pero nunca le canta a la inseguridad en las calles,
la prostitución, la venta de niños, el turismo pedófilo, la falta de
empleo, el creciente asesinato y robo de las personas, el juego por
dinero, etc. No, de eso no se habla como la película de Mastroiani. En definitiva, no ve los padecimientos de la sociedad sino sus goces.
El artista como actor representa todas aquellas obras de teatro en donde se representa lo políticamente correcto. Y
en este sentido, como dice Vittorio Messori, en primer lugar está el
denigrar a la Iglesia, criticar al orden social, a las virtudes
burguesas de la moderación, la modestia, el ahorro, la limpieza, la
fidelidad, la diligencia, la sensatez, haciéndose la apología de sus
contrarios.
No hay actor que no se rasgue las vestiduras
hablando de las víctimas judías del Holocausto, aunque nadie representa a
las cristianas ni a las gitanas.
Así, si representan a Heidegger lo hacen como un
nazi y si a Stalin como un maestro en humanidad. Al Papa siempre como un
verdugo y a las monjas como pervertidas, pero a los prestamistas como
necesitados y a los proxenetas liberadores. Ya no más representaciones
del Mercader de Venecia, ni de la Bolsa de Martel. El director que osa
tocar a Wagner queda excomulgado por la policía del pensamiento.
En el orden local si representan al Martín Fierro
quitan la payada y duelo con el Moreno. Si al general Belgrano, lo
presentan como doctor. A Perón como un burgués y a Evita como una
revolucionaria. Aun cuando la figura emblemática de todo actor es el Che
Guevara.
Toda la hermenéutica teatral está penetrada por el
psicoanálisis teñido por la lógica hebrea de Freud y sus cientos de
discípulos. Lógica que se resuelve en el rescate del “otro” pero para
transformarlo en “lo mismo”, porque en el corazón de esta lógica “el
otro”, como Jehová para Abraham, es vivido como amenaza y por eso en el
supuesto rescate lo tengo que transformar en “lo mismo”.
Es que el artista está educado en la
diferencia, lo vemos en su estrafalaria vestimenta y conducta. Él se
piensa y se ve diferente pero su producto termina siendo un elemento más
para la cohesión homgeneizadora de todas las diferencias y alteridades.
Es un agente más de la globalización cultural.
El pluralismo predicado y representado termina en
la apología del totalitarismo dulce de las socialdemocracias que reducen
nuestra identidad a la de todos por igual.
Finalmente, el mecanismo político que está en la
base de esta disolución del otro, como lo distinto, lo diferente, es el
consenso. En él, funciona el simulacro del “como sí” kantiano. Así, le
presto el oído al otro pero no lo escucho. Se produce una demorada
negación del otro, porque, en definitiva, busco salvar las diferencias
reduciéndolo a “lo mismo”.
Esta es la razón última por la cual nosotros venimos proponiendo desde hace años la teoría del disenso,
que nace de la aceptación real y efectiva del principio de la
diferencia, y tiene la exigencia de poder vivir en esa diferencia. Y
este es el motivo por el cual se necesita hacer metapolítica: disciplina
que encierra la exigencia de identificar en el área de la política
mundial, regional o nacional, la diversidad ideológica tratando de
convertir dicha diversidad en un concepto de comprensión política, según la sabia opinión del politólogo Giacomo Marramao.
El disenso debería ser el primer paso para hacer
política pública genuina y la metapolítica el contenido filosófico y
axiológico del agente político.
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