Poder mediático, deshumanización y periodismo
El poder, el dinero y la vanidad dominan el periodismo ejercido invariablemente por los grandes corporativos de la comunicación. Lejos de reflejar la realidad, los consorcios la construyen según los intereses de quienes mejor pagan. No todo está perdido: la propia emancipación de los pueblos construye nuevos medios para el cambio social
Isabel Soto Mayedo/Prensa Latina
Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres
humanos… Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los
demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus
tragedias, afirmaba el periodista e historiador Ryszard Kapuscinski.
Esa opinión, plena de humanismo, casi queda fuera del juego en un
mundo donde priman aplastantes consorcios mediáticos y formadores de
opinión empeñados en legitimarse, sin otra preocupación que abarrotar
bolsillos y egotecas.
“Tenemos un sistema que es amnésico, que sólo vive con la rapidez, y
que además es puramente coral. Usted verá las mismas imágenes, los
mismos análisis. Entonces, para qué sirven esa cantidad de medios, si en
realidad es la misma canción”, graficó el director de la revista mensual Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet.
Las trasnacionales mediáticas y sus repetidoras nacionales hacen lo
indecible por legitimar el supuesto valor del tener por encima del ser,
lejos de contribuir a esclarecer, a reafirmar identidades o aunar
esfuerzos a favor del bien común.
Idiotizar parece ser la meta de los aparatos ideológicos de la globalización de matriz neoliberal, como los calificó Ramonet.
Parajes turbios del entramado social y escenas grotescas y plenas
de morbo obran como reservorio de donde los vasallos de los magnates de
la comunicación sacan la materia prima para hilvanar historias con las
cuales atraen al gran público.
Telenovelas, reality show, talking show, y tablazos de todo
tipo, por sólo citar algunos, son una invitación directa a enajenarse de
las causas que impulsan los problemas apremiantes de la comunidad y a
disfrutar sin recato del dolor ajeno. “Cuando se descubrió que la
información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”, explicó
Kapuscinski.
Desde entonces, el concepto de hecho noticioso se distorsionó y
ganó terreno la reproducción de discursos que expropian la posibilidad
de la palabra a los condenados en la escala de valores sacralizada por
el poder mediático.
Rasgo distintivo de esta época es el endurecimiento del discurso de
la exclusión, con la creación de héroes y antihéroes, la
criminalización de lugares y personas, y la violación del derecho a la
privacidad.
La impunidad prima en la actuación de estos difundidores de
verdades únicas, cuyos agentes pagados persiguen la posible noticia, sin
revelar las condiciones estructurales que explican, más allá del hecho,
el drama de los actores sociales involucrados.
Los más afectados en este maremoto de informaciones y
mensajes publicitarios, que circulan junto a los eslóganes de la
democracia y de la libertad de expresión, son los pobres y entre ellos,
de manera particular, las mujeres, indígenas, jóvenes y negros.
La estrategia ahora no es ocultarlos, sino reforzar su presunta
condición de víctimas de un sistema que los redujo a estereotipos o
simples representaciones de ignorante, maloliente, violento o productor
de violencia, asociado a los diversos eslabones de la cadena delictiva.
Tal imaginario actúa como resorte del miedo, con lo cual posibilita justificar políticas represivas y la opresión.
Los medios de comunicación globalizados son la expresión más visible de una estructura de desigualdad que muestra sin recato el rostro más feo de la discriminación por razones de sexo, orientación sexual, edad, raza, credo político o religioso.
Como si no bastara, éstos acuñaron hace mucho el modo en que las
personas deben vestir, mantener sus cuerpos, el cabello, oler y hasta
andar, a despecho de la heterogeneidad impuesta por la madre naturaleza.
Salirse de la regla implica una condena directa al patíbulo de los
cuestionamientos y hasta al rechazo. Por ende, a pagar el doble para
avanzar hacia las metas personales.
La mercantilización de los medios está a la orden. Todo cuanto puede hacerse por ganar es poco, en desmedro de la cacareada
objetividad o de análisis más reposados de lo que acontece para
incentivar el pensamiento a la búsqueda de soluciones a los problemas de
la comunidad.
Crisis del periodismo
A juicio de los especialistas, el periodismo está en crisis y
muchos periodistas adolecen de una falta de identidad terrible, en gran
medida debido a la crisis económica producida por la pérdida de
credibilidad que enfrentan los medios concentrados.
Mantener el lugar alcanzado en la nómina de una empresa de renombre
o al menos, bien pagada, obliga de forma constante a hacer concesiones y
poco importa lo que pueda impactar el resultado final del trabajo, para
bien de la sociedad, si arranca el aplauso de los contratistas.
El imaginario que condena a muchos y enaltece a unos pocos
triunfadores, de bolsillos llenos y presencia ceñida al parámetro
hollywoodense, es afianzado con la complicidad de los medios y aquellos
que venden su intelecto al mejor postor.
Estos promueven lecturas únicas, despojadas de historicidad, donde
los villanos y sus víctimas pueden diferenciarse sin gran esfuerzo ante
determinadas situaciones, e incitan a amar con la misma crudeza que
mueven al odio, incluso contra quienes ayer trataban como amigos.
La inmediatez es enarbolada muchas veces como paliativo de la
rigidez en las reflexiones y evaluaciones simplistas de hechos que,
divorciados de otros que contribuyeron a desencadenarlos, poco responden
a la necesidad de crear espacios de intelección más profundos.
La batalla por democratizar la información suele entenderse como la
lucha por romper con el oligopolio mediático, aunque cada vez son más
los que abogan porque esta comprenda la búsqueda de alternativas reales a
esa visión sesgada de la realidad.
El malestar con los medios genera frustraciones, miedos, soledades,
seres de cartón, atraídos por el consumo irrefrenable, sin parar
mienten en la magnitud de sus recursos monetarios para hacer frente a la
avalancha de cosas que los tientan en el mercado.
Estos entes irreflexivos, egocéntricos, apáticos respecto de
cuestiones medulares que atañen a sus congéneres, tienen un único sueño:
entrar en la lista de los más ajustados al metamorfoseado concepto de
modernidad vigente y convertirse en fetiche del resto, en modelo de
turno.
Mientras esta masa crece, atraída por los cantos de sirena de los edulcorados programas donde reverencian a un bailador de stripper
devenido estrella de cine o donde un cantante bajo la ducha gana miles
de dólares en un concurso para aficionados, otra buena parte cuestiona.
La incredulidad está en juego, pero sobrevive, a pesar de las
series plagadas de mujeres de belleza artificial, maquilladas y peinadas
hasta para dormir, luciendo atuendos fastuosos durante el día, en casas
que parecen salas de exhibición de opciones decorativas y jamás
hogares.
Los inconformes polemizan ante tanta sangre y lágrimas bañando la
pantalla, tanta publicidad insustancial, tanto sexo signado por lo
animal sin dosis de espiritualidad, y tanto fetiche inalcanzable para
seres de carne y hueso, de mundos diversos, desde todos los ángulos.
Para algunos resulta incuestionable el derecho a hacerle el juego a
esta estrategia de domesticación, mas cabe escuchar a quienes alertan
del gusto creciente por lo banal debido a la incidencia de las
corporaciones mediáticas, garantes del debatible “entretenimiento”.
Esta industria, razonada para crear adicción, creó códigos y signos
que ejercen una suerte de imperio y restan al gusto individual la
libertad para elegir.
La inocencia está descartada. Lo que llaman “guerra mediática” no
es capricho de políticos trasnochados o de intelectuales bohemios
empeñados en inventar novedades.
Los adictos a ciertos programas televisivos, publicaciones o
páginas en internet de dudosa reputación sobrepasan la media en
cualquier parte.
Quizás, sin darse cuenta de que son víctimas de lo que por cultura
llega bajo el manto de la amplitud de horizontes regalada por los
canales de la comunicación contemporáneos.
En este amanecer de siglo, en el cual el pensamiento personal y el
social surgen y dependen cada vez más del funcionamiento de los medios,
múltiples mensajes transmitidos por éstos violan los derechos humanos.
Mecanismos sutiles mal disfrazan la matriz patriarcal de la mirada
única extendida: adultos poseedores de razón y jóvenes descarriados,
mujer sujeta de goce para el macho, masculinidad sinónimo de fuerza y virilidad, jamás de delicadeza; pobres igual a marginalidad y violencia, en fin…
La satanización de las protestas populares, de líderes
políticos y otros; la deformación de hechos noticiosos, y la
manipulación de la jerarquía en la escala informativa, distinguen a este
modo de concebir la comunicación.
Para sus artífices, son meras trivialidades las masacres étnicas,
el deceso diario de miles de personas por hambre o enfermedades
curables, o el ametrallamiento de poblaciones enteras bajo cuestionables
ideales democráticos.
La crisis del modelo occidental de desarrollo impuesto y sus
detonantes –la climática, energética, hídrica, medioambiental, económica
y otras– poco importan a estos pulpos de la comunicación, y cuando son abordadas, la superficialidad reina.
Tal estado de hecho mantiene vivo el debate entre derechos humanos y
comunicación, el cual alude a una relación cultural, porque ronda en lo
esencial la polémica entre inclusión y exclusión.
El surgimiento de nuevas televisoras, radiodifusoras, productoras
de cine, proyectos editoriales y otros; así como la elaboración de
nuevas leyes sobre políticas de comunicación, apenas son pasos hacia la
solución de esta problemática.
Es válido el derecho a la comunicación, pero esta debe estar dotada
de contenido y es allí donde las cosas se complican, por la ligazón del
tema a la disputa entre los diferentes proyectos sociales que pretenden
conquistar hegemonía.
La solución de este diferendo, signado por un colosal componente
político e ideológico, definirá quienes quedarán incluidos y quienes
perderán espacio en medio de la inconformidad reinante con el desempeño
de los medios, considera la investigadora peruana Rossana Reguillo.
Esta insatisfacción responde en buena medida al modo en que la
mayoría de ellos aviva la sensación de que cuanto ocurre responde a un
orden natural inalterable y que, por mucho que hagamos, el deterioro
social seguirá cuesta abajo.
Los medios son las bombas que explotan y matan al enemigo
político, pero también a los inocentes, mediante la manipulación de la
información y a través del silencio, la censura y la propaganda,
tendientes a crear dudas, temores y zozobras.
Las enseñanzas de cómo se prepara desde estos medios el terreno
para justificar una guerra fueron constantes en este siglo y revelaron
el incalculable potencial de la información para arrastrar a un
conflicto.
En igual medida, demostraron la capacidad de la prensa y agentes
publicitarios para usar la verdad, en menoscabo de sí y a riesgo de la
credibilidad, tan reverenciada en el discurso.
El totalitarismo de los medios condiciona a veces la actuación de
los gobernantes, y los negados a seguir esta corriente terminan
descuartizados o cuando menos tambaleantes ante la opinión popular, tras
recias campañas que ponen en entredicho sus consideraciones y
trayectorias como personas.
En el desenfreno noticioso de cada día, que lejos de informar
desinforma por exceso, la tendencia es hacer invisibles o criminalizar
de igual modo a los movimientos sociales populares y a los líderes de
sus luchas.
La progresiva concentración de los medios, a partir de la absorción de los más débiles –como en la Bella époque
de fines del XIX– y su proclividad a transformar noticias en
mercancías, expresan el importante espacio alcanzado por la comunicación
en el ámbito económico.
De esta forma, se acrecienta la alienación del carácter social que
debe adoptar la actividad informativa, con lo cual se resquebraja aún
más la diversidad e independencia de las fuentes de información.
La coincidencia de intereses entre los más poderosos también
estableció una suerte de consenso mediático, cimiento de lo que motivara
al ensayista y poeta uruguayo Eduardo Galeano a distinguir esta etapa
como la de la “macdonalización del pensamiento”.
La uniformidad en los modos de decir y de fomentar opiniones
distingue a la potente maquinaria propagandística que en esta era
mediática procura apagar los vestigios de las culturas locales y amenaza
la supervivencia hasta de numerosos idiomas ancestrales.
Razones para la esperanza
El apego a las reglas del espectáculo está en el sustrato del arraigo obtenido por los pulpos mediáticos
en esta batalla de símbolos, cuyos creadores e instigadores tal vez
nunca previeron reacciones tan adversas a las constatadas por la red de
redes en el último decenio.
En ese sentido destacaron las blogoguerras o insurrecciones
mediáticas contra el proyecto estadunidense de crear un Área de Libre
Comercio en las Américas, los tratados bilaterales llamados
eufemísticamente de libre comercio y el golpe de Estado en Honduras
(2009).
La acción resuelta de movimientos sociales e individuos aislados
contra el poder de los medios en este siglo creció en el entorno de la
globalización neoliberal, en la misma medida en que la comunicación
devino un renglón de punta de la economía a escala internacional.
Esto último, emparentado con los intereses de las trasnacionales y
de otros grupos de notable fuerza, indujo a muchos a cuestionarse si el
antes identificado como “cuarto poder” superó las débiles barreras que
lo separaban de los primeros escaños.
Los medios funcionan como el principal partido articulador de las
clases dominantes y, cuando ceden una brecha a voces críticas o sectores
subalternos, los tergiversan de manera sistemática.
Cuestiones como éstas, denunciadas en varios foros internacionales,
impulsaron la creación de fuentes de información alternativas
orientadas a rescatar la heterogeneidad cultural, lingüística y
mediática.
En América Latina, en particular, batieron palmas la
creación del canal multinacional Telesur (con sede en Caracas y
corresponsalías en buena parte del mundo) y el surgimiento del Sistema
de Radiodifusoras Culturales Indigenistas, en la región purépecha de
Michoacán, México.
Propuestas como éstas, inclusivas e interactivas por esencia,
estimulan la participación ciudadana en los debates actuales, el aprecio
a las peculiaridades de las culturales locales y la aceptación de las
diferencias a partir del reconocimiento a la diversidad social.
De eso se trata la otra comunicación, como la denominan algunos
entendidos, que crece al calor de la resistencia al modelo impuesto por
el capital en sintonía con los dictados de sus organismos financieros.
Contrario a lo previsto, internet y otras tecnologías de la comunicación devinieron búmeran
para sus creadores, porque posibilitaron dialogar directamente con
productores independientes, alfabetizadores mediáticos, defensores del
software libre u observatorios de diversa índole.
Esto incidió en el proceso de recomposición gradual de las formas
organizativas de los actores sociales y en la conformación de redes de
carácter regional, interesadas en potenciar propuestas transformadoras.
El imperativo de recuperar la palabra como arma cobró fuerza en esa
coyuntura, que exigió y/o animó a muchas y muchos a convertirse en
suerte de maestros también de la escritura.
Si antes ser periodista era pertenecer a un selecto club de
hacedores de palabra o una suerte de identidad, la profesión ganó otro
sentido con la proliferación de espacios donde cualquiera puede exhibir
su pluma fácil.
El cambio radical en el plano de la comunicación redobló el desafío para los encargados de ejercer esta disciplina científica.
Sin embargo, su misión sigue siendo la definida por Kapuscinski:
más que pisar cucarachas, prender la luz, para que la gente vea cómo
éstas corren a ocultarse.
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