Al lado de Dios, cerca del diablo
El reverendo Al Sharpton lleva 40 años en primera línea del activismo político en EE UU pese a los muchos puntos oscuros de su biografía
Vicente Jiménez
Nueva York
23 AGO 2014 - 21:43 CEST4
Si no fuera por sus sermones, nada en Al Sharpton remitiría
a la imagen que cualquiera podría tener de un reverendo. Ni siquiera en
Estados Unidos, donde abundan los predicadores peculiares, tienen claro
qué o quién es Alfred Charles Sharpton Jr., de 59 años. Con una hoja de
servicios repleta de batallas por los derechos de los negros, pero
también salpicada de escándalos, sorprende en este hombre su habilidad
para sobrevivir a cualquier contratiempo, sus artes para la agitación
social y, al mismo tiempo, su promiscuidad con el poder, sea el
presidente de Estados Unidos, el alcalde de Nueva York o cualquier
político que quiera acercarse a la minoría afroamericana. Barack Obama y
Bill de Blasio han sido los últimos en pasar por caja.
Para algunos es una bendición; para otros, una pesadilla.
Para la mayoría, una incógnita. Analizar al personaje sin atender a la
complejidad de la sociedad estadounidense y sus representantes
conduciría a un maniqueo callejón sin salida. En el caso de Sharpton, la
balanza oscila de un lado a otro permanentemente. Son muchos quienes
reconocen sus servicios a la causa de los derechos civiles, y no hay
político que no cuente con él para abordar cualquier asunto de la
minoría afroamericana, pero también abundan quienes creen que 40 años en
primera línea requieren no pocos cadáveres en el armario.
“Todos hemos visto líderes ir y venir, pero cuando
encontramos a alguien que se mantiene y se convierte en alguien mejor,
más fuerte, más decidido en el trabajo año tras año, eso es una
bendición”, proclamó el alcalde De Blasio en la última convención anual
de la National Action Network, la organización de Sharpton en Harlem. El
reverendo es incombustible; sobre si es un bendito hay debate. El
sociólogo estadounidense Orlando Patterson, un experto en segregación,
le considera un “pirómano racial”. Otros van más lejos. “Hay mucha gente
llena de odio en Estados Unidos, pero Sharpton es el único que lleva
décadas vomitándolo”, escribió Stuart Stevens, escritor y consultor
político, en The Daily Beast.
Asegura que abrazó la causa de los derechos civiles con sólo 18 años, cuando conoció al rey del soul, James Brown
¿Quién es o qué es Al Sharpton? Su biografía dice que dio
su primer sermón con cuatro años y que con nueve fue ordenado ministro
pentecostal. Nunca ha dejado de creer en Dios, afirma, pero eso no le ha
impedido coquetear con el diablo. Asegura que abrazó la causa de los
derechos civiles con sólo 18 años, cuando conoció al rey del soul, James
Brown, y este le explicó cómo la policía había tiroteado su coche sin
motivo alguno. Salió vivo de milagro, lo suficiente para inocular una
indisimulada rabia en el joven Sharpton. “Eso fue hace muchos años, pero
todavía estamos en la lucha contra la brutalidad policial”, escribió en
su blog con motivo de la muerte por asfixia del afroamericano Eric
Garner a manos de la policía de Nueva York en julio pasado.
Desde aquella revelación al ritmo de la música con laca de
James Brown, el reverendo no ha cesado de denunciar abusos contra
negros. Algunos justificados, otros no tanto. En casi todos alimentando
fuegos y cometiendo no pocos excesos verbales contra judíos, mormones,
homosexuales, policías y políticos.
Uno de los más sonados fue el caso Brawley. Tawama Brawley
tenía 15 años en 1987, cuando fue hallada en su ciudad, Wappinger Falls,
al norte de Nueva York, con las palabras “puta”, “negraza” y “KKK”
escritas en el estómago, los vaqueros quemados, las zapatillas rotas y
heces en el pelo. Según dijo, había sido raptada y violada por hombres
blancos. Dos abogados negros muy radicales y el reverendo Sharpton se
hicieron cargo de su defensa.
Brawley les contó que un policía estaba entre los
agresores. Sharpton le puso nombre. ¿Qué pruebas tenía? Ninguna. Harry
Crist Jr. se había suicidado, casualmente, poco después del supuesto
ataque a la joven. Sharpton también acusó a un fiscal local, Steven
Pagones, de formar parte de los violadores. Tampoco aportó pruebas.
Después de seis meses de investigación, un jurado popular determinó,
tras oír a decenas de testigos, que todo era una patraña inventada por
la joven para evitar el castigo de su padrastro por llegar tarde a casa
tras estar con su novio.
El caso Brawley abrió una senda que el líder negro
recorrería a menudo. En 1991, sus arengas influyeron en las revueltas de
Crown Heights, en Brooklyn (Nueva York), por la muerte de un joven
negro atropellado por una ambulancia conducida por un joven judío
ortodoxo. Sharpton calificó a los judíos de “mercaderes de diamantes con
las manos manchadas de sangre de niños inocentes”. En una de las
jornadas de violencia, una turba mató a un joven judío, un estudiante
australiano.
“El reverendo rata”, tituló el sensacionalista New York Post.
“No era ni soy una rata, porque yo no estaba con las ratas. Yo soy un
gato. Cazo mafiosos, matones y malos policías”, contestó Sharpton
Años más tarde, una iglesia pentecostal afroamericana pidió
a un inquilino judío que regentaba un negocio de ropa, Freddie Fashion
Mart, que desalojará a uno de sus subarrendados, una tienda de música
negra. Sharpton encabezó las protestas: “No vamos a permitir que echen a
un hermano para que un intruso blanco amplíe su negocio”. En una
protesta, unos de los manifestantes prendió fuego a Freddie Fashion
Mart. Murieron siete empleados y el agresor.
Entre los años 1973 y 1980, Sharpton alternó su actividad
pastoral con su trabajo como productor de las giras de James Brown. Fue
esta incursión en el mundo de la música lo que le llevó a convertirse en
confidente del FBI. Tal y como recordó en su biografía, sintió la
llamada del deber cuando un tal “Sal” le amenazó de muerte. ¿La razón?
Según nuestro hombre, no someterse a las mafias del espectáculo. Según
otros, porque el FBI le quería de topo dadas sus supuestas relaciones
con el hampa. Para convencerle, los federales le mostraron un vídeo en
el que aparecía él mismo negociando una partida de coca con un narco.
Sea como fuera, Sharpton formó parte en los años 80 de un
grupo denominado Los Genoveses, que actuó con éxito contra el crimen
organizado de Nueva York. Su trabajo consistió en grabar conversaciones
con un miembro de la familia Gambino, que permitieron actuar contra los
capos mafiosos de la ciudad. Más revelaciones sobre esta vieja historia
surgieron en abril de este año, cuando Obama debía acudir a la
convención anual de la National Action Network. “El reverendo rata”,
tituló el sensacionalista New York Post. “No era ni soy una rata, porque
yo no estaba con las ratas. Yo soy un gato. Cazo mafiosos, matones y
malos policías”, colocó Sharpton en su perfil de Twitter. “El FBI le
pidió ayuda y el aceptó. Es lo que debe hacer un buen ciudadano”,
comentó el alcalde De Blasio.
Es difícil discernir si todos estos detalles y alguno más
llevaron a Tom Wolfe a inspirarse en Sharpton para su incendiario
reverendo Bacon de La Hoguera de las Vanidades. Material tenía de sobra.
Por ejemplo, el intento frustrado de asesinato de que fue objeto cuando
preparaba una protesta en Brooklyn. Sharpton denunció a la policía por
no protegerle. La demanda no prosperó porque el Ayuntamiento optó por
pagarle 200.000 dólares.
Wolfe también podría haber tenido en cuenta los problemas
con Hacienda del reverendo, o sus frustrados intentos de ser alcalde,
senador e incluso candidato demócrata a la Casa Blanca, o sus relaciones
con traficantes de cocaína o cómo se hizo vegano tras su huelga de
hombre durante su detención por protestar contra la base naval
estadounidense de Vieques, en Puerto Rico.
Hoy, 40 años después de su encuentro con el fallecido James
Brown, al que considera un padre y del que se considera un hijo,
Sharpton sigue en la brecha. La manifestación en Nueva York por la
muerte en julio de un hombre negro cuando era detenido por la policía es
una buena prueba. “Seguiremos presionando porque ningún hombre merece
morir a manos de quienes juraron protegerle”, advirtió días antes. Y en
ello está.
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