El fracaso de las políticas “contracíclicas”
5. noviembre, 2014
Autor: Marcos Chávez * @marcos_contra
El ejercicio 2014 cerrará con una tasa anual de crecimiento de 2.1 por ciento, como máximo. Lejos ha quedado la predicción de las autoridades hacendarias, que anunciaban una tasa de 4.2 por ciento. La expectativa real sólo vislumbra una economía estancada, algo que ya se refleja en el consumo y la inversión pública
A diferencia del infausto 2013, este año Luis Videgaray y sus chicos en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) se avisparon: decidieron madrugar
presupuestalmente para no repetir la desafortunada historia del primer
año del peñismo, la cual estropeó el triunfal retorno al poder del viejo
partido autoritario que, por artes de la taumaturgia, actualmente navega con la acicalada bandera de democrático.
Temprano abrieron la llave del
gasto público. Quizá para conjurar la sospecha del manejo hacendario
doloso que enturbió a la alborada restauradora del priísmo neoliberal.
Pero, sobre todo, para tratar de “inflar” artificialmente y aprovechar
mediáticamente las expectativas generadas por la aprobación de las
reformas entre los inversionistas. Así, llevan a cabo ambiciosas cuentas
con la avalancha de miles de millones de dólares esperados con las
reformas neoporfiristas que, supuestamente, ubicarán a la nación en los cuernos de la luna desarrollada, para envidia del resto de los países subdesarrollados, militen éstos o no en la internacional neoliberal como lo hace México.
Es conocido que los malpensados asociaron ese atraso a una especie de guerra sucia. Algo así como una conspiración malévola de la elite político-oligárquica para “hacer chillar
la economía” –para usar la expresión de Richard Nixon respecto del
Chile de Salvador Allende– nacional, estatal y municipal, y las hojas de
balance de los proveedores del Estado, con el objeto de doblegar y
forzar, a través del terror de la asfixia presupuestal, las voluntades
opositoras a las contrarreformas neoliberales peñistas: la
energética, la educativa, la de telecomunicaciones, la política, la
hacendaria, la financiera. Esas “reformas constitucionales en su mayoría
traicionadas, reducidas o burladas en las leyes secundarias” por los
peñistas, priístas y panistas, a decir del senador Javier Corral.
Desde el inicio del año, desde enero se superó el dinero estatal utilizado en el mismo mes pero de 2013.
A decir verdad, no fue nada difícil si se
considera que la demora del año anterior llegó a su momento más crítico
en marzo, cuando el atraso acumulado del gasto programable del sector
público (excluye las participaciones de los estados, los adeudos
fiscales anteriores y el pago de intereses de la deuda) alcanzó el 6.2
por ciento, en términos reales, con relación al primer trimestre de
2012; y el del gobierno federal el 8 por ciento, según datos de
Hacienda. El rezago, en el primer caso, fue superado hasta septiembre, y
en el segundo en el último mes del año. Pero el daño ya estaba hecho.
Al final, por inercia, el gasto real del
sector público y del gobierno federal fue aplicado precipitada y
desordenadamente para ajustarse a destiempo al presupuesto aprobado por
el Congreso de la Unión, y el primero superó en 3 por ciento al empleado
en 2012, y el otro en 4.8 por ciento. Sin embargo, los peñistas no
lograron despejar los efectos procíclicos, depresivos, del su diferimiento.
El costo fue el peor desempeño económico
(un crecimiento real de 1.1 por ciento) desde la recesión de 2009,
cuando el aparato productivo se desplomó 4.7 por ciento, la caída más
seria desde 1995 (-6 por ciento) y desde la gran depresión internacional
de la década de 1930, con sus devastadoras secuelas sobre el empleo
formal y el bienestar de las mayorías.
Luis Videgaray, Fernando Galindo –subsecretario de Egresos– y los chamacos de Hacienda mañanearon con la pródiga chequera en ristre. Dispuestos a derrochar alegremente el dinero saqueado de los bolsillos de la población, por obra y gracia del balador rebaño mayoritario que pasta
en el Congreso, conducido por Emilio Gamboa y Manlio Fabio Beltrones
–condecorado con la orden de la legión de honor francesa–, con el
amasijo de impuestos directos e indirectos inventados y los precios locos
aplicados a los bienes y servicios públicos. Abuso en el que la
Comisión Federal de Electricidad, regenteada impunemente por el Chicago Boy itamita (valga la redundancia) Enrique Ochoa Reza, se lleva la palma de oro
con los cobros indebidos: más de 26 mil denuncias la exhiben como la
mayor depredadora, según la desdentada Procuraduría Federal del
Consumidor, seguida por las empresas telefónicas Nextel, Iusacell,
Movistar y Telcel, opacando estas últimas las supuestas “bondades”
esperadas con la reforma a la ley de telecomunicaciones.
Tan descaradas han sido las tropelías
cometidas por la paraestatal –al menos en la región central del país–
desde que Felipe Calderón destruyó despóticamente a la Compañía de Luz y
Fuerza del Centro, sin que exista alguna autoridad que la someta al
estado de derecho, que hasta la remisa corte se vio obligada a salir de
su plácido y complaciente sopor institucional para tratar de proteger,
sin mucho éxito, el derecho de los consumidores, por medio del amparo.
¿Qué diferencia guarda el funcionamiento de la Comisión con las prácticas extorsionadoras del llamado crimen organizado de los Chapo, Guerreros Unidos o Caballeros Templarios, si ambos son ilegales y toleradas por el Estado?
En 2014 florece el gasto estatal
programable. La inversión pública productiva se expande como las
enredaderas en épocas de lluvia, aunque concentrada en las paredes
energéticas y de comunicaciones.
El resultado, sin embargo, es similar al registrado en 2013. Es decir, otro año de desastres.
La contribución del Estado en el
crecimiento, a través del consumo y la inversión física, no sólo se ha
vuelto intranscendente; y el empresariado, nacional y extranjero, ha
sido incapaz de sustituir al “motor” público desmantelado
premeditadamente a partir de 1983, con las políticas desinflacionarias y
las contrarreformas estructurales del Fondo Monetario
Internacional (FMI) y del Banco Mundial, lo que explica el estancamiento
crónico que priva desde ese año.
Además, la reorientación de la mayor
parte de la inversión estatal hacia la exploración y extracción de los
hidrocarburos ha implicado el castigo, el descuido y el deterioro de
otros ramos públicos, como son las comunicaciones y el transporte, la
salud o la educación, y cuyas infraestructuras se encuentran en ruinas.
Oronda, “Santa Rosario redentora de los
pobres en México” –como llama Jaime Hernández, corresponsal de El
Universal, a la titular en la Secretaría de Desarrollo Social–, dice que
Enrique Peña Nieto aspira a dejar como legado el fortalecimiento de la
clase media y la disminución de la pobreza y la desigualdad en el país
por medio de un mayor crecimiento, una mayor generación de empleo y una
mejor distribución del ingreso.
No obstante, en casi 2 años de peñismo, el país ha avanzado por el sendero contrario.
Al abjurar el Estado neoliberal a la
inversión y la oferta de los servicios como la salud o la educación, al
privatizarlos, se ha encarecido el costo de acceso de la población a los
mismos; se ha afectado su cobertura y calidad; se ha agudizado la
exclusión y la desigualdad sociales.
A principios de octubre se anunció la
postergación del sistema universal de salud peñista y se estima que no
entrará en funcionamiento en 2015 ni, quizá, en 2016, debido a la falta
de sustento financiero del proyecto y al rechazo de otras instituciones
de seguridad social para que sus presupuestos sean destinados a un fondo
único, pues su futuro se comprometería. Su retraso-fracaso no es más
que la continuidad del mismo destino sufrido por las pasadas reformas
–la del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), de 1995; y del
Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del
Estado (ISSSTE), de 2007, las cuales privatizan los fondos de pensión; y
la de la Secretaría de Salud en 2004–, que no revirtieron la crisis
estructural y financiera del sistema de salud, caracterizada por la
restricción de recursos, el deterioro de la infraestructura, los
servicios y los equipos, el desabasto de medicamentos, la sobrecarga de
trabajo de los médicos y enfermeras, entre otros factores. La situación
no mejoró con el Seguro Popular (2004) foxista ni con el Seguro Médico
para una Nueva Generación calderonista, que obliga al IMSS e ISSSTE a
asumir los servicios de dicho seguro sin subsanar sus carencias
acumuladas desde la década de 1980, como señalan los especialistas
Gustavo Leal y Cristina Laurell (G Fernández, “¿Protección social en
salud? Ni ‘seguro’, ni ?popular’”, Estudios políticos, 28, México, 2013; C Laurell, Impacto del Seguro Popular en el sistema de salud mexicano, Clacso, Buenos Aires, Argentina, 2013).
La legalización de las cuotas familiares
“voluntarias” en los niveles primario y secundario, destinadas a las
necesidades más básicas que debería cubrir el Estado, es otra expresión
del recorte del gasto público de inversión.
Los brutales asesinatos y desaparición de
los normalistas, como los de Ayotzinapa, se han vuelto paradigmáticos
de la barbarie político-delincuencial que priva en el país, y del
descarnado desprecio y la desatención estatal a la enseñanza –y de otros
servicios sociales– de los pobres, que caracteriza a los tres órdenes
de gobierno: el federal, el estatal y el municipal, ya sean gobernados
por la derecha santurrona y neoliberal o por esa aberración emasculada
que se denomina como la “izquierda” leal dentro del sistema de partidos.
Todas esas fuerzas políticas, los aparatos represivos del Estado y, en
particular los perredistas, se han lavado las manos en la sangre de los jóvenes normalistas, en un pacto de impunidad institucional.
En particular, las escuelas normales
rurales, cuyos alumnos son los hijos de los sempiternos pobres y
marginados por el “nacionalismo revolucionario” y el neoliberalismo, y
que forman parte de la estructura educativa fundada por José Vasconcelos
y de uno de los últimos residuos de la revolución mexicana que todavía
sobreviven, se han convertido en el pararrayos de las políticas antisociales de los neoliberales priístas-panistas.
Las normales son consideradas como
redundantes. Como un estorbo al modelo privatizador y de
mercantilización de la educación impuestos por los neoliberales, debido a
sus posturas críticas. Ellas han sido las más castigadas
presupuestalmente. Ellas son víctimas de la injusticia, el linchamiento
mediático, la criminalización de la protesta, la corrupción, la
impunidad cómplice, la componenda, la narcopolítica. Ellas, con
sus constantes movilizaciones, encarnan el descontento, la resistencia
social y la lucha de clases. El apoyo recibido por un amplio número de
instituciones académicas no sólo se debe a la indignación provocada por
el acto criminal y la postura asumida por las elites políticas. También
se debe a que, con diversos grados, todas han sido inmoladas al dios-austeridad presupuestal.
La feroz represión empleada por el
sistema en contra los opositores y la ausencia de mecanismos
institucionales para resolver pacíficamente los conflictos sociales,
reiteran la urgente necesidad de buscar salidas poscapitalistas.
Como dijo recientemente el francés Yvon
Le Bot: “los indignados de Estados Unidos protestaron, pero esa protesta
no desembocó en la construcción de un conflicto permanente y tangible.
Fue pura indignación y la indignación se agota si no construye un
conflicto social, político o económico”.
Las tumbas de los normalistas son el
sepulcro de la credibilidad y legitimidad del Partido de la Revolución
Democrática (PRD), que encumbró y arropa a delincuentes incrustados en
el cacicazgo guerrerense, y del Partido Revolucionario Institucional
(PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), del sistema político y su
modelo económico. Ellos son los señores de horca y cuchillo.
“Que arda lo que tenga que arder”, decía el cartel de un normalista.
El Estado parapléjico
Según Hacienda, entre enero y agosto de
2014, el gasto programable y la inversión presupuestal directa del
sector público crecieron 10.6 por ciento y 29.3 por ciento, en términos
reales, con relación al mismo lapso del año anterior. En el mismo
periodo de 2013 se habían contraído en 1.6 por ciento y 3.2 por ciento,
respectivamente. El gasto en ambos conceptos incluso supera al de 2012,
que fue de 9.6 por ciento y 7.5 por ciento.
En los 8 primeros meses de este año el
gasto social en salud y en educación aumentó 8.2 por ciento, 1.8 por
ciento y 6.3 por ciento, respectivamente, luego de haberse contraído en
0.3 por ciento, 4.7 por ciento y 2.4 por ciento en 2013. En 2012 su tasa
de variación fue de 5.6 por ciento, 11.5 por ciento y 11.6 por ciento.
Por su parte, el gasto programable y la
inversión física del gobierno federal se expandieron en 13.8 por ciento y
30.9 por ciento. En 2013 habían decrecido 4.7 por ciento y 30.9 por
ciento, en cada caso.
En términos generales, en 2014 la mayoría
de los renglones que integran el gasto estatal muestran su recuperación
luego de su contracción del primer año peñista.
Ésa es la “política contracíclica”
de la que habla insistentemente Videgaray y que mantendrá “el gasto de
inversión en niveles altos, mientras que el gasto corriente y de
operación no crece, e incluso este último, baja en términos reales”.
Gracias a esa política, Videgaray dijo chabacanamente en el Senado que
“nuestro país ya crece a una tasa de 4.2 por ciento anualizada, el
crecimiento más alto de un segundo trimestre para los países miembros de
la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)”.
Que, eventualmente, la tasa de expansión
mexicana sea más alta que la de la OCDE no sería novedad, ya que esa
área, la Unión Europea y la eurozona mostraron una sensible declinación
en el segundo trimestre de 2014 y amenazan con hundirse en otra
deflación (recesión y contracción de la inflación). De hecho, economías
como la francesa, la italiana y la japonesa, por citar a algunos países,
ya están en recesión. Pero ¿de qué chistera saca Videgaray al conejo del crecimiento mexicano de 4.2 por ciento?
Los efectos multiplicadores de la
ampliación del gasto público sobre la economía han sido irrelevantes
para que pueda superarse la fase recesiva y de estancamiento que ha
caracterizado al gobierno peñista.
En los 2 primeros trimestres de 2013, la
tasa de crecimiento fue de 0.6 por ciento y 1.6 por ciento; el promedio
semestral es de 1.1 por ciento. En 2014, las tasas en los lapsos citados
son de 1.9 por ciento, 1.6 por ciento y 1.7 por ciento. En 2012 fueron
de 4.9 por ciento, 4.5 por ciento y 4.7 por ciento. (Ver gráficas 1A y 1
B).
Por ningún lado asoma la lepórida oreja
de 4.2 por ciento festejado por Videgaray. Lo más que se puede aspirar
en lo que resta del año es que la tasa anual sea de la mitad. Similar a
la mediocre tendencia histórica neoliberal. En el bienio peñista, la
economía sigue reptando en el fango del estancamiento.
La pérdida de la contribución del gasto
público en el potencial del crecimiento puede verse del lado del consumo
y la inversión pública como componentes de la demanda agregada.
En el primer semestre de 2012 el consumo
público creció a una tasa real media semestral de 4.5 por ciento. En
2013 en 0.3 por ciento. En 2014 en 2.5 por ciento. En cambio, la
inversión pública se contrajo en 7.4 por ciento, 6 por ciento y 8.4 por
ciento en cada semestre de los años citados.
La tasa de crecimiento real media anual
de poco más de 6 por ciento registrada cuando la economía estaba
cerrada, predominaba el credo “nacionalista revolucionario” y se
enseñoreaba el despotismo del partido único, se explica, entre otros
factores a la rápida expansión del consumo estatal y la inversión
pública. Como proporción del producto interno bruto (PIB) el primero
pasó de 5 por ciento en 1950 a 11 por ciento en 1981. La segunda de 4.5
por ciento a 11 por ciento.
En el periodo en que se abrió
completamente la economía y predomina el autoritarismo neoliberal, los
indicadores se contraen. En el primer semestre de 2014, el consumo
público equivale a 11 por ciento del PIB, aunque en 1995 llegó a 14 por
ciento. La inversión estatal se reduce hasta 3.8 por ciento (ver gráfica
2).
El espacio abandonado por el Estado no es ocupado por el capital privado.
En su documento Perspectivas de la economía mundial,
del mes de octubre de 2014, dice el FMI lo siguiente: “la
infraestructura pública es un factor esencial para la producción”. El
“aumento de [esa] inversión eleva el producto a corto plazo al estimular
la demanda agregada, sobre todo en periodos en que hay capacidad
económica ociosa y cuando la eficiencia de la inversión es alta; en el
largo plazo incrementa la oferta agregada […] En una muestra de
economías avanzadas, un aumento en la inversión pública de 1 punto
porcentual del PIB eleva el producto en alrededor de 0.4 por ciento en
el mismo año y 1.5 por ciento al cabo de 4 años […] Si se realizan
inversiones eficientes para satisfacer necesidades claramente
especificadas, los proyectos financiados con endeudamiento podrían tener
efectos importantes en el producto, sin provocar aumentos de la
relación deuda/PIB. Es decir, si se realiza correctamente, la inversión
en infraestructura pública puede financiarse por sí sola. La
infraestructura pública tiene un efecto sumamente complementario con
otros insumos, como la mano de obra y el capital privado (no
correspondiente a infraestructura). La importante reducción del capital
público como proporción del producto (un indicador aproximado de la
infraestructura) registrada en los 30 últimos años en las economías
avanzadas, emergentes y en desarrollo es un síntoma de que existen
necesidades de infraestructura”.
Sin embargo, la inversión pública en
México, al igual que el consumo estatal, ha carecido de una estrategia
de amplio horizonte bajo el neoliberalismo. Ambos indicadores están
subordinados a las políticas de corto plazo: su contención para reducir
el nivel de la inflación, y la austeridad para garantizar el balance
fiscal cero, ajuste que descansa fundamentalmente en la reducción del
gasto, dada las políticas tributarias regresivas (reducción de impuestos
directos a las empresas y los sectores sociales de altos recursos).
En el largo plazo, las políticas públicas
se definen por el retiro del Estado en la economía (su desinversión,
por medio de la venta o la eliminación de empresas públicas, y la
privatización de sectores estratégicos que eran propiedad de la nación).
En la gráfica 3 se observa la tendencia errática de la inversión y el
consumo estatales. En épocas de crisis como las de 1995, 2001 o 2009 su
recorte es más que evidente, lo que contribuye a agravar la contracción
económica.
La ineficiencia de la inversión pública
también se manifiesta en su orientación. En 1996 el sector petrolero
(exploración y explotación, principalmente) concentró el 31 por ciento
de la inversión física presupuestaria. En 2008 cayó hasta casi el 9 por
ciento y en 2012 recibió el 45 por ciento. Otra actividad beneficiada es
el renglón de abastecimiento de agua potable y alcantarillado, cuyo
peso relativo se elevó de 0.1 por ciento a 5 por ciento entre 1990 y
2014, aunque en 2007 había alcanzado el 8 por ciento del total (véase
cuadros 1 y 2).
La inversión en la industria eléctrica
declinó de 23 por ciento a 4 por ciento entre 1990 y 2014. Esa situación
es consecuencia de la reprivatización de la producción de ese
energético, la cual, además, explica las bestiales tarifas
impuestas a los usuarios, en particular a los particulares. La destinada
a la educación se redujo de 10 por ciento en 1992 a 2.6 por ciento.
Ese brutal recorte es causante del malestar estudiantil en México, ya
que mantiene a la infraestructura en una franca ruina. Esas historias se
repiten, en menor medida, en la inversión de comunicaciones y
transportes. Las fracasadas autopistas concesionadas y rescatadas por el
Estado, el tren suburbano que comunica al Estado de México con la
capital o la llamada Línea Dorada del tren capitalino son algunas muestras de la pésima inversión pública-privada y su inutilidad para cumplir su papel contracíclico y de desarrollo a largo plazo, según los principios keynesianos.
Es difícil esperar que la ampliación del
gasto y la inversión públicos tenga efectos favorables sobre el
crecimiento y el empleo.
Por el contrario, es más fácil esperar que se conviertan en fuentes de corrupción y de acumulación de fortunas bajo el esquema de participación sector público-privado.
*Economista
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
Contralinea 410 / del 02 al 08 Noviembre del 2014
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