Snowden: Delatar es más que filtrar secretos, es un acto de resistencia política
26/5/2016 10:55:24
“He
estado esperando 40 años a alguien como tú”. Fueron las primeras
palabras que Daniel Ellsberg me dijo cuando nos conocimos el año pasado.
Dan y yo sentimos una afinidad inmediata; ambos sabíamos lo que
significó arriesgar tanto —y ser irrevocablemente transformado— por
revelar verdades secretas.
Uno de
los retos de ser un delator es vivir sabiendo que habrá gente que
seguirá sentada, tal como uno lo estuvo, en esos escritorios, en esa
unidad, en toda la agencia, viendo lo que viste y obedeciendo en
silencio, sin resistencia o queja. No sólo aprenden a vivir con
falsedades sino con falsedades innecesarias, falsedades peligrosas,
falsedades corrosivas. Es una tragedia doble: Lo que empieza como una
estrategia de supervivencia termina comprometiendo al ser humano que
buscaba preservar y menoscabando la democracia que supuestamente
justificaba el sacrificio.
Pero al
contrario de Dan Ellsberg, yo no tuve que esperar 40 años para
atestiguar cómo otro ciudadano rompía ese silencio con documentos.
Ellsberg dio los Papeles del Pentágono al New York Times y otros diarios
en 1971; Chelsea Manning proporcionó los diarios de guerra de Irak y
Afganistán y los documentos diplomáticos de Estados Unidos a Wikileaks
en 2010. Yo hice mi aparecimiento público en 2013. Ahora estamos aquí en
2016, y otra persona de coraje y consciencia ha puesto a disposición un
extraordinario conjunto de documentos que están publicados en The
Assassination Complex, el nuevo libro publicado hoy por Jeremy Scahill y
el personal de The Intercept. (Los documentos fueron originalmente
publicados el pasado 15 de Octubre en The Drone Papers).
Estamos
siendo testigos de un acortamiento del lapso de tiempo en el que las
malas políticas se esconden en las sombras, el lapso del tiempo en el
que actividades inconstitucionales pueden continuar antes de que sean
expuestas mediante actos de consciencia. Y este acortamiento temporal
tiene un significado que va más allá de los titulares inmediatos;
permite que la gente de este país pueda aprender acerca de acciones
gubernamentales críticas, no como parte de un record histórico sino de
forma que permite la acción directa mediante el voto —en otras palabras,
de forma que empodera a la ciudadanía informada para defender la
democracia que los “secretos de Estado” pretenden nominalmente defender.
Cuando veo individuos que son capaces de exponer información, tengo la
esperanza de que no siempre será necesario restringir las actividades
ilegales de nuestro gobierno como si fuera una tarea constante, arrancar
de raíz el quebrantamiento oficial de la ley de forma tan rutinaria
como cortamos el césped. (Curiosamente, así es como algunos han empezado
a describir las operaciones remotas de homicidio, como “cortar el
césped”).
Un único acto de denuncia
no cambia la realidad de que hay porciones significativas del gobierno
que operan bajo la superficie, donde el público no puede ver. Esas
actividades secretas continuarán a pesar de las reformas. Pero aquellos
que realizan esas acciones ahora deben vivir con el miedo de que, si se
involucran en actividades contrarias al espíritu de la sociedad —si un
ciudadano es catalizado para detener la maquinaria de injusticia— puede
que sean obligados a rendir cuentas. El hilo del que cuelga la buena
gobernanza es la igualdad ante la ley; ya que el único temor del hombre
que hace girar los engranajes es encontrarse a sí mismo frente a ellos.
La
esperanza yace más allá, cuando nos movemos de actos extraordinarios de
revelación a una cultura colectiva de rendición de cuentas dentro de la
comunidad de inteligencia. Entonces habremos tomado un paso
significativo hacia la resolución de un problema que es tan viejo como
nuestro gobierno.
No todas las
filtraciones son iguales, tampoco sus autores. El general David
Petraeus, por ejemplo, le proporcionó a su amante (ilícita) y biografa
(favorable) información tan secreta que desafió la clasificación,
incluyendo nombres de agentes secretos y pensamientos privados del
presidente en asuntos de interés estratégico. Petraeus no fue acusado de
un delito grave, como el Departamento de Justicia había recomendado al
principio, sino que se le permitió declararse culpable de un delito
menor. Si un soldado de rango modesto hubiera obtenido una pila de
cuadernos altamente clasificados para entregarselos a su novia y
asegurar algo tan pequeño como una sonrisa, estuviera viendo los
barrotes de una prisión por décadas, en lugar de un montón de
referencias del tipo “quién es quién en el Estado profundo”.
Existen
filtraciones autorizadas y también revelaciones permitidas. Es raro que
los altos funcionarios del gobierno soliciten explícitamente a un
subordinado que filtre el nombre de un oficial de la CIA para tomar
represalias en contra de su esposo, como parece haber sido el caso de
Valerie Plame. Es igualmente raro que pase un mes sin que algún alto
funcionario revele información protegida porque es beneficiosa para las
actividades políticas de los partidos a pesar de ser claramente
“perjudicial a la seguridad nacional”, bajo las definicines de nuestra
ley.
Esta dinámica puede ser vista
muy claramente en la historia de la “conference call of doom” de Al
Qaeda, en la que oficiales de inteligencia, muy probablemente tratando
de exagerar la amenaza del terrorismo y de desviar las críticas a la
vigilancia masiva, revelaron a un sitio web neoconservador información
extraordinariamente detallada sobre comunicaciones específicas que
habían interceptado, incluyendo la ubicación de los participantes y el
contenido exacto de las discusiones. Si las afirmaciones de los
oficiales eran ciertas, ellos quemaron irrevocablemente un medio
extraordinario de aprendizaje sobre las intenciones y planes precisos de
los líderes terroristas a cambio de una ventaja política de corta
duración en un ciclo de noticias. Ni una sola persona parece haber sido
disciplinada como resultado de una historia que nos costó la capacidad
de escuchar una supuesta línea directa de Al Qaeda.
Si
una filtración no es distinta debido a su carácter nocivo, o por estar
autorizada, entonces ¿cómo se explica la distinción entre una revelación
permisible y una inadmisible?
La
respuesta es control. Una filtración es aceptable si no es vista como
una amenaza, como un reto a las prerrogativas de la institución. Pero si
se asume que todos los componentes dispares de la institución —no sólo
la cabeza, sino también sus manos, pies y cada parte de su cuerpo—
tienen el mismo poder para discutir temas de interés, eso es una amenaza
existencial al monopolio político moderno del control de la
información, sobre todo si hablamos de revelaciones sobre
irregularidades graves, acciones fraudulentas, actividades ilegales. Si
no puedes garantizar que sólo tú puedes explotar el flujo de información
controlada, entonces la suma de todo aquello innombrable en el mundo
—incluído lo propio— comienza a parecer más una carga y menos un
recurso.
Las revelaciones no
autorizadas son necesariamente un acto de resistencia —eso es, si no se
hacen simplemente para que sean consumidas por la prensa, para esponjar
el aspecto público o reputación de una institución. Sin embargo, eso no
significa que todas ellas vienen de los trabajadores de niveles
inferiores. Algunas veces, sucede que los individuos que dan un paso
adelante están cerca del pináculo de poder. Ellsberg estaba en el nivel
superior; asesorando al Secretario de Defensa. No se puede llegar mucho
más alto, a menos que seas el Secretario de Defensa, y allí simplemente
no existen incentivos para que un funcionario de alto rango se involucre
en revelaciones de interés público, porque esa persona ya ejerce
influencia para cambiar directamente la política.
En
el extremo opuesto del espectro está Manning, un joven soldado que
estaba mucho más cerca de la parte inferior de la jerarquía. Yo estaba a
medio camino en la ruta de mi carrera profesional. Me sentaba en la
mesa con el director de información de la CIA, y le daba reportes; y a
su director de tecnología, mientras hacían declaraciones públicas como
“Tratamos de recolectar todo y aferrarnos a ello para siempre”, y todos
aún pensaban que eso era un buen eslogan de negocios. Mientras tanto, yo
estaba diseñando los sistemas que utilizarían para hacer precisamente
eso. Yo no estaba reportando al lado político, el secretario de Defensa,
sino que estaba reportando al área de operaciones, el director de
tecnología de la Agencia Nacional de Seguridad. Las irregularidades
oficiales pueden catalizar a todos los niveles de empleados
privilegiados a revelar información, incluso cuando se enfrentan a
grandes riesgos, siempre y cuando se les pueda convencer de que es
necesario hacerlo.
Llegar a esos
individuos, ayudarles a darse cuenta de que su lealtad como servidores
públicos está primero con el público y no con el gobierno, es el reto.
Ese, hoy en día, es un cambio significativo en el pensamiento cultural
para un funcionario del gobierno.
He
dicho a menudo que los delatores son elegidos por las circunstancias.
No es una virtud de quien eres, o tu pasado. Es una cuestión de aquello a
lo que eres expuesto, lo que ves. En ese punto la pregunta es
¿honestamente crees que tienes la capacidad de remediar este problema,
de influenciar la política? Yo no recomendaría que los individuos
revelen información, incluso si se trata de irregularidades, si no creen
que pueden ser efectivos al hacerlo, porque el momento adecuado puede
ser tan raro como la voluntad de actuar.
Esta
es sencillamente una consdieración práctica, estratégica. Los delatores
son valores atípicos de probabilidad, y si van a ser efectivos como una
fuerza política, es crítico que maximicen la cantidad de beneficio
público que pueden producir a partir de una escasa semilla. Cuando
estaba tomando mi decisión, entendí cómo una consideración estratégica
—como esperar hasta el mes previo a las elecciones— podría ser abrumada
por otra: el imperativo moral de proporcionar la oportunidad de detener
una tendencia global que ya había llegado demasiado lejos. Estaba
enfocado en lo que vi y en mi sentido de abrumadora marginación porque
el gobierno, en el que había creído mi vida entera, estaba involucrado
en un acto tan extraordinario de engaño.
En
el corazón de esta evolución es que la revelación de información es un
evento radicalizante —y por “radical” no quiero decir “extremo”; sino
más bien me refiero a su sentido tradicional de radix, la raíz de un
problema. En cierto punto, reconoces que no puedes simplemente escribir
unas pocas letras alrededor de una página y esperar lo mejor. No puedes
simplemente reportar este problema a tu supervisor, como traté de
hacerlo, porque inevitablmente los supervisores se ponen nerviosos.
Piensan acerca del riesgo estructural a su carrera. Les preocupa agitar
las aguas y “conseguir una [mala] reputación”. Sus incentivos no están
ahí para producir una reforma significativa. Fundamentalmente, en una
sociedad abierta, el cambio debe fluir desde abajo hacia arriba.
Como
alguien que trabaja en la comunidad de inteligencia, has renunciado a
muchas cosas para hacer este trabajo. Te has comprometido felizmente a
restricciones tiránicas. Voluntariamente te sometes al polígrafo; le
dices al gobierno todo acerca de tu vida. Renuncias una gran cantidad de
derechos porque crees que la bondad fundamental de tu misión justifica
el sacrificio de, incluso, lo sagrado. Es una causa justa.
Y
cuando eres confrontado con la evidencia —no en un caso marginal, no en
una peculiaridad, sino como una consecuencia central del programa— de
que el gobierno está subvirtiendo la Constitución y violando los ideales
en los que tan fervientemente crees, tienes que tomar una decisión.
Cuando ves que el programa o la política es incompatible con los
juramentos y obligaciones que has jurado a tu sociedad y a ti mismo,
entonces ese juramento y esta obligación no puede ser conciliada con el
programa. ¿A qué le debes una mayor lealtad?
Una
de las cosas extraordinarias acerca de las revelaciones de los años
pasados, y su paso acelerado, es que han ocurrido en el contexto de
Estados Unidos como una “superpotencia sin oposición”. Ahora poseemos el
más grande e indisputable aparato militar en la historia del mundo, y
está respaldada por un sistema político que cada vez más busca autorizar
cualquier uso de la fuerza en respuesta a prácticamente cualquier
justificación. En el contexto de hoy, la justificación es el terrrismo,
pero no necesariamente porque nuestros líderes estén particularmente
preocupados por el terrorismo en sí o porque piensen que es una amenaza
existencial a la sociedad. Ellos reconocen que incluso si tuviérams un
ataque como el del 9/11 cada año, todavía perderíamos más gente debido a
accidentes de tránsito y enfermedades del corazón, y no vemos el mismo
gasto de recursos para responder a aquellas amenazas mucho más
significativas.
Realmente se reduce a
que tenemos una clase política que siente que debe inocularse contra
las alegaciones de debilidad. Nuestros políticos temen más a la política
del terrorismo —la acusación de que no se toman en serio al terrorismo—
que a la propia delincuencia.
Como
resultado hemos llegado a esta capacidad incomparable, politicamente
irrestricta. Nos hemos vuelto dependientes de aquello que estaba
destinado a ser la limitación de última instancia: las cortes. Los
jueces, al darse cuenta de que sus decisiones son repentinamente
cargadas con mucha mayor importancia e impacto políticos del que se
pretendía originalmente, han hecho un gran esfuerzo en el período
post-9/11 para evitar la revisión de leyes u operaciones del Ejecutivo
en el contexto de seguridad nacional; y de sentar precedentes
restrictivos que, aunque sean totalmente adecuados, impondrían límites
al gobierno durante décadas o más. Eso significa que la institución más
poderosa que la humanidad jamás haya visto también se ha convertido en
la menos controlada. Sin embargo, esa misma institución nunca fue
diseñada para operar de tal manera. Al contrario, fue fundada de forma
explícita en el principio de equilibrio de poderes. Nuestro impulso
fundacional fue decir: “Aunque somos poderosos, nos restringimos
voluntariamente”.
La primera vez que
entras en servicio en el cuartel general de la CIA, levantas la mano y
haces un juramento —no al gobierno, no a la agencia, no al secretismo.
Haces un juramento a la Constitución. Así que existe esta fricción, este
conflicto que emerge entre las obligaciones y los valores que el
gobierno te pide que mantengas, y las actividades reales en las que se
te pide participar.
Estas
revelaciones sobre el programa de asesinato de la administración de
Obama revelan que hay una parte del carácter estadounidense que está
profundamente preocupado con el ejercicio de poder sin restricciones. Y
no hay mayor o más clara manifestación de poder sin control que asumir
por uno mismo la autoridad para ejecutar un individuo fuera del contexto
del campo de batalla y sin la participación de cualquier tipo de
proceso judicial.
Tradicionalmente,
en el contexto militar, hemos entendido que la fuerza letal en el
combate no podía nunca ser sometida, ex ante, a restricciones
judiciales. Cuando los ejércitos están disparando el uno al otro, no hay
espacio para un juez en ese campo de batalla. Pero ahora el gobierno ha
decidido —sin la participación del público, sin nuestro conocimiento ni
consentimiento— que el campo de batalla está en todas partes. Las
personas que no representan una amenaza inminente, en cualquier sentido
significativo de esas palabras, se redefinen a través de la subversión
del lenguaje, para cumplir con esa definición.
Inevitablemente,
la subversión conceptual encuentra su camino a casa, junto con la
tecnología que permite a los funcionarios promover cómodas ilusiones
acerca de la matanza [de precisión] quirúrgica y la vigilancia no
intrusiva. Tomemos, por ejemplo, el Santo Grial de la persistencia de
los drones, una capacidad que Estados Unidos ha estado aplicando desde
siempre. El objetivo es desplegar aviones no tripulados que, mediante
energía solar, puedan vagar en el aire durante semanas sin caer. Una vez
que puedes hacer eso, colocas cualquier dispositivo típico de
recolección de señales en la parte inferior del drone para supervisar,
sin parpadear, las emanaciones de, por ejemplo, las diferentes
direcciones de red de todos los computadores portátiles, teléfonos
inteligentes, y iPods. Sabes no sólo dónde está un dispositivo en
particular en la ciudad, sino que sabes en qué departamento vive cada
dispositivo, donde va en un momento determinado, y por qué ruta. Una vez
conocidos los dispositivos, se conocen sus propietarios. Cuando
empiezas a hacer esto en varias ciudades, realizas un seguimiento de los
movimientos no sólo de individuos sino de poblaciones enteras.
Aprovechándose
de la necesidad moderna de mantenerse conectado, los gobiernos pueden
reducir nuestra dignidad al nivel de aquella de los animales
etiquetados. La diferencia principal es que nosotros hemos pagado por
esas etiquetas y las llevamos en nuestros bolsillos. Suena como paranoia
fantasiosa, pero a nivel técnico es tan fácil de implementar que no
puedo imaginar un futuro en el que no se intentará. Será limitado a las
zonas de guerra en un primer momento, de acuerdo con nuestras
costumbres, pero la tecnología de vigilancia tiene la tendencia de
seguirnos a casa.
Aquí vemos el
doble filo de nuestra marca única de nacionalismo estadounidense.
Estamos educados para ser excepcionalistas, pensar que somos la mejor
nación con el destino manifiesto para gobernar. El peligro es que
algunas personas realmente creen en esta afirmación, y algunos de ellos
esperarán que la manifestación de nuestra identidad nacional, es decir,
nuestro gobierno, se comporte consecuentemente.
El
poder ilimitado puede ser muchas cosas, pero no es estadounidense. Es
en este sentido que el acto de revelar información sobre irregularidades
se ha convertido cada vez más en un acto de resistencia política. El
denunciante da la alarma y levanta la lámpara, heredando el legado de
una línea de estadounidenses que comienza con Paul Revere.
Los
individuos que hacen estas revelaciones le dan tanta importancia a lo
que han visto que están dispuestos a arriesgar sus vidas y su libertad.
Ellos saben que nosotros, el pueblo, somos en última instancia el
control más fuerte y más fiable sobre el poder del gobierno. Los
trabajadores privilegiados en los más altos niveles de gobierno tienen
capacidades extraordinarias, recursos extraordinarios, un fantástico
acceso para influenciar, y el monopolio de la violencia; pero en el
cálculo definitivo, solo una figura importa: el ciudadano individual.
Y hay más de nosotros que de ellos.
Extracto de The Assassination Complex: Inside the Government’s Secret Drone Warfare Program por Jeremy Scahill y el personal de The Intercept, con un prefacio escrito por Edward Snowden y un epílogo por Glenn Greenwald, publicado por Simon & Schuster.
El texto original en inglés apareció en The Intercept.
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