Cómo se puede ser antiamericano (I)
por Adriano Erriguel
– ¿Qué es lo que tienen en común la cabalgata del orgullo gay, las
“revoluciones de colores”, la idolatría del libre mercado, el moralismo
oenegero, las democratizaciones a bombazos, la obsesión psicótica por
las armas, la corrección política, la ideología de género, la fiesta de
Halloween y el hongo atómico de Hiroshima?
Una lata de sopa Campbell, un Mickey Mouse de peluche y un abono para la super-bowl a quien lo adivine.
Los Estados Unidos de América, el gran
atomizador de dogmas y de obsesiones, de modas y formas de vida, de
maravillas y de excrecencias sobre el resto del mundo. Una hegemonía
cultural que corre paralela a una supremacía musculada que, lo largo de
décadas, ha venido generando todo tipo de resistencias. Las denuncias
del “imperialismo norteamericano” son –ya desde los albores de la guerra
fría– un tópico recurrente del discurso político, ya sea en el tercer
mundo como entre los izquierdistas occidentales. Y a medida que
el orden americano se envuelve en las promesas de una “globalización
feliz”, las protestas también se globalizan. Pero la mayoría de ellas –
especialmente aquellas que se expresan desde la izquierda radical – se
enredan en la superficie del fenómeno. No remontan hasta las fuentes del
mal.
¿El enemigo americano? Está claro que aquí no hablamos de un país. Al menos no sólo de un país. Se trata más bien de una forma de estar en el mundo. O mejor: de un hecho social total. Para identificarlo se requiere un radicalismo disidente. Porque sólo desde la radicalidad – en el sentido de ir a la raíz
– y desde la disidencia es posible tomar distancia para diseccionar
este fenómeno del que todos formamos parte. Porque todos somos, de un
modo u otro, americanos. Si bien hay maneras distintas de serlo.
Americanos de izquierdas, americanos de derechas
Tomemos por ejemplo a los antiamericanos
de receta: a la extrema izquierda, a los comunistas más o menos
reciclados, a los progresistas, eco-pacifistas y alter-mundialistas de
toda laya. También ellos son americanos. Y seguramente los más
recalcitrantes.
Porque ¿qué es toda la homilía progresista sino una reclamación aquí y ahora
de más igualitarismo, más universalismo, más materialismo, más
mestizaje… es decir, de los ingredientes originarios del “sueño
americano”? ¿Acaso ambos – los Estados Unidos y sus críticos
neomarxistas – no comparten la misma creencia en un “Bien” universal?
¿Qué son las invocaciones de la extrema izquierda a la “ciudadanía
universal” – al nomadismo, a la hibridación, a las “multitudes”– sino la
apología indirecta de una unificación mundial que sólo podría alzarse,
en último término, sobre los valores “liberadores” del Mercado? Un mundo
global, reconciliado y festivo. Y a su servicio un radicalismo de diseño; un radicalismo Mac World
que hunde sus raíces – como no podía ser menos – en el humus ideológico
americano, hecho de frenesí moralizante, de individualismo desarraigado
y de un mesianismo de impronta bíblica.
La izquierda suele reivindicar con
orgullo la “utopía”. Pero ¿qué hay de más americano que el pensamiento
utópico? América – como muy bien decía Jean Baudrillard – es la única utopía realizada de la historia. El punto final de encuentro de todas las fantasías progresistas. La tabula rasa
donde los recién llegados pueden aligerarse de su pasado, de sus
atavismos culturales y religiosos, para reinventarse en una identidad de
carácter contractual. La identidad como free choice y
como bien de consumo. El carácter agresivo de esa utopía – del “sueño
americano” – deriva del hecho de que sus defensores no puedan comprender
– no pueden aceptar – que otras partes del mundo no la quieran como
propia.
Frente al americanismo inconsciente de la izquierda se alza el americanismo militante de la derecha: el atlantismo.
Esta corriente descansa sobre tres simplezas: Europa tiene una deuda
moral permanente con Norteamérica; Europa y América forman una comunidad de valores;
Europa sólo es viable bajo la tutela protectora de los Estados Unidos.
Este americanismo servil – doctrina oficial de los liberal-conservadores
europeos – se enroca en una foto fija de la historia: la América
victoriosa de la segunda guerra mundial; la América de la Carta del
Atlántico, del Plan Marshall, de Roosevelt y de Eisenhower; la América
próspera y generosa, portadora de los valores del “mundo libre”. La foto
de 1945 encuentra su corolario lógico en 1989, el año de la caída del
comunismo. Aquí es cuando la historia debe terminar. Pax americana, pax anglosajona.
Este americanismo dogmático tiene un epígono radicalizado: el neoconservadurismo. Se trata éste de un americanismo intervencionista, de un americanismo de cruzada
que parte de un axioma arrogante: sólo hay un mundo posible, el
nuestro, pero éste es un proceso que conviene acelerar porque hay
demasiados idiotas que todavía no se han enterado. El frenesí activista neocon
tiene una impronta trotskista que explica, en parte, su poder de
captación entre ex progres deseosos de arrimarse a los poderes
hegemónicos. América como instigadora de revoluciones de colores, de
primaveras sangrientas,de bombardeos en defensa de los derechos humanos.
Entre ambos extremos – el americanismo
inconsciente de la extrema izquierda y el americanismo militante de la
derecha – se sitúa el americanismo de la mayoría: un americanismo
reflejo, cotidiano, sumergido en la espuma de los días. Un americanismo
capilar – más sociológico que ideológico, más difícil por tanto de
percibir – que forma parte de nuestra identidad, porque es expresión
rotunda de la modernidad misma.
América, o la modernidad en crudo
En la carrera por la modernidad y sus
mutaciones América llevará siempre muchos cuerpos de ventaja a Europa.
Por eso Europa está condenada a la imitación, a la parodia de América.
“América es la versión original de la
modernidad – decía Jean Baudrillard –. Nosotros somos la versión doblada
o subtitulada. América exorciza la cuestión de los orígenes, no cultiva
un origen o autenticidad mítica, no tiene pasado ni verdad fundadora
(…) Al no haber conocido una acumulación primitiva del tiempo, vive en
una actualidad perpetua. América no tiene problema de identidad (…)
ellos son, desde el umbral de su historia, una cultura de la
promiscuidad, de la mezcla, del mestizaje nacional y racial, de la
rivalidad y de la heterogeneidad”.[1]Del pasado hacer tabla rasa. He ahí la ideología norteamericana.
Nacida con la modernidad y desvinculada
de la historia europea, América se nutrió de todo aquello que no
encontraba acomodo en el viejo continente. Puerto de destino de los
inadaptados, de los fracasados, de los perseguidos; último refugio de
minorías religiosas refractarias, América – nacida del rechazo a Europa y
bajo la impronta de un biblismo sectario – se conforta bajo una
advocación mesiánica: construir la nueva Jerusalén de una humanidad
reconciliada, la Ciudad en la cima. América es la modernidad en estado puro.
La modernidad nació en Europa. Pero lo
hizo como un trauma y como una fractura. Porque Europa arrastra el peso
de demasiado pasado, de demasiada historia. Y por eso, por mucho que nos
empeñemos, Europa sigue instalada en la negatividad, en las
contradicciones que derivan de la irrupción traumática de la modernidad.
Toda la cultura europea a partir del Renacimiento puede explicarse
desde de esa cesura. Por el contrario, América nace precisamente del
deseo de escapar de la historia, de “edificar una utopía al abrigo de la
historia”. El optimismo, la potencia y el encanto americanos nacen
precisamente de esa falta de cultura, mientras a nosotros, europeos, nos
falta “el espíritu y la audacia de eso que podría llamarse el grado
cero de la cultura, el poder de la incultura”.[2]
Todo lo que en Europa ve la luz a través
de un parto doloroso – a través del conflicto social, a través del
desenvolvimiento dialéctico de la Idea – en América se reduce a cuestión
empírica y se realiza por la fuerza tranquila del pragmatismo. América
es la tierra de la inmanencia de las ideas, de la materialización de los
valores. Obsesión por la acumulación, por lo cuantitativo y por la
estadística, todo lo que no tenga una traslación material no cuenta,
todo lo que no se traduzca en una realización práctica no existe. Y de
la conciencia de encarnar como nadie esa aspiración de progreso –
aspiración que, según la ideología moderna, responde a la intemporal
universalidad humana – deriva el triunfalismo del hombre americano.
Pero el triunfalismo suele ir parejo al
conformismo. Y el conformismo suele ser manifestación de la simpleza. La
reivindicación del “sentido común” y de la simplicidad como antídoto
frente a filosofías elitistas adquirió en Norteamérica, desde fecha bien
temprana, el rango de un programa político. Así se demuestra en el
célebre panfleto “Common sense” de Thomas Payne. Y también en la
Declaración de Independencia de 1776, con su proclamación de la
“aspiración a la felicidad” como “derecho inalienable”. Conviene tener
presente que este texto recoge la influencia de John Locke, un filósofo
para quien el primer objetivo de toda sociedad política es proteger la
propiedad, la vida y la libertad. Una tríada en la que los padres de la
independencia sustituyeron la palabra “propiedad” por la palabra
“felicidad”, en identificación implícita entre ambos conceptos. Esa es
la primera formulación del “sueño americano”:hacia la acumulación de
bienes como vía suprema a la plenitud humana.[3]
Un paraíso de aire acondicionado
A lo largo de toda su historia los
europeos han imaginado la utopía. Pero en el fondo nunca la han querido.
La utopía nunca ha dejado de ser, para ellos, un mero revulsivo
dialéctico, una posibilidad siempre latente pero nunca realizada; su
esencia radica, precisamente, en que nunca se cumple. La utopía conduce en Europa a sangrientos fracasos.
A diferencia de los europeos, los americanos no sólo quieren la utopía, sino que la construyen. La
realizan frente a nuestros ojos. Si Europa vive en la contradicción –
subraya Baudrillard – “América vive en la paradoja”, porque ¿qué hay de
más paradójico que una utopía realizada? La tan traída y llevada ingenuidad
de los americanos responde a una convicción candorosa, la de que ellos
son “la realización de todo lo que los demás han soñado – justicia,
abundancia, derecho, riqueza, libertad –. Ellos lo saben, ellos se lo
creen y finalmente todos los demás acaban por creérselo”.
Una “revolución feliz”. Frente al
recuerdo de las revoluciones europeas – con su reguero de sangre y de
traumas sin cicatrizar – se alza la memoria de la revolución americana:
la única que, según afirmaba Hanna Arendt, se ha saldado con éxito. La
“búsqueda de la felicidad” está la cúspide de sus principios fundadores.
En la línea del pensamiento religioso puritano, la revolución americana
dio forma al sueño de los desheredados del viejo mundo: la prosperidad
económica como signo de bendición divina, la riqueza material como ruta
segura hacia la felicidad. La Biblia y el dólar, iconos
inconfundibles de la ideología americana. Es muy lógico que los Estados
Unidos, formados por un aluvión heterogéneo de gentes diversas, sitúen
su gran elemento de cohesión social en el denominador común más
primario: en la promesa de enriquecimiento material. Una ideología
elemental que se expresa en el tono nivelador y monocorde de las formas
sociales norteamericanas. El “sueño americano” como reclamo de una
historia de éxito, como publicidad de un modelo optimista, como
escaparate de una realidad exuberante. Una realidad cuya imagen en
negativo, sin embargo, deja entrever un panorama diferente…
Porque el “sueño americano” es también la
versión risueña de un mundo estandarizado, de un “paraíso de aire
acondicionado” (Henry Miller) hecho de repliegue sobre la vida privada y
de conformismo. El individualismo americano, tras el pluralismo
engañoso de la diversidad de life-styles, encubre un gregarismo
de masa que se manifiesta en la aquiescencia acrítica hacia la ideología
de base, hacia las formas de manipulación social, hacia la lógica del
consumo. ¿El sueño americano?: un presentismo despojado de
trascendencia, un despotismo algodonoso ajeno a la negatividad, a la
ironía y al descreimiento que son tan comunes en Europa. Todas las
sociedades – observa Braudillard – “están marcadas por alguna herejía,
por alguna disidencia, por alguna desconfianza frente a la realidad, por
la superstición en alguna voluntad maligna… en América no hay
disidencias, no hay sospechas, el rey está desnudo, los hechos están a
la vista”.[4] Adiós a la parte maldita. La utopía no admite herejías.
Con lucidez visionaria Tocqueville lo vio
en su día. Al elegir la simplicidad, el hombre americano eligió la
vulgaridad. Al elegir el confort individual, el hombre americano eligió
el conformismo. Al elegir el igualitarismo, el hombre americano eligió
someterse a la opinión de la mayoría. No en vano la “corrección
política” es un fenómeno típicamente norteamericano. En La democracia en América
el autor francés describe la vida en la joven República como una
“monotonía tumultuosa”. Tumultuosa porque, como decía Pascal, el hombre
que se aburre se agita sin cesar.[5]
Otro visionario, Thomas Carlyle, decía que en su corta historia los
Estados Unidos han aportado al mundo la mayor acumulación de tedio jamás
vista. Henos aquí, finalmente, ante el paraíso.
Jean Braudillard: “¿Y en ésto consistía
una utopía realizada? ¿En ésto consiste una revolución ‘exitosa’?… ¡Pues
sí! ¡Ésto es! ¿Y qué queríais que fuera? Es el paraíso: Santa Bárbara
es un paraíso; Disneylandia es un paraíso; los Estados Unidos son un
paraíso. El paraíso es lo que es, eventualmente fúnebre, monótono y superficial. Pero esto es lo que es el paraíso. Y no hay otro”.[6] Melancolía de los tiempos poshistóricos, toda utopía cumplida es algo esencialmente lúgubre.
¿Europa y América, mismo combate?
El dogma atlantista repite machaconamente
el argumento de la “comunidad de valores” entre Europa y América (los
derechos humanos, la democracia, la economía de mercado, la “sociedad
abierta”, etcétera) como cemento de una supuesta identidad común. El
objetivo es afirmar que Europa y Norteamérica –los dos retoños del
tronco “judeocristiano”, los dos pilares de la civilización occidental–
están abocadas a una alineación política, militar, económica y cultural
dirigida por Washington. Desde un modelo de “globalización feliz” y
convocación mesiánica de expandirse a todo el mundo. Servida por una
hegemonía mediática y cultural abrumadora, la idea de una identidad
sustancial entre Europa y América ha sido interiorizada, hasta el punto
que no se considera un objeto de debate. ¿Propaganda o realidad
profunda?
Cabe en primer lugar preguntase sobre la
idoneidad de los términos “judeocristianismo” y “judeocristiano” para
definir las raíces de la civilización europea. El cristianismo surgió
como una ruptura dentro del mundo judío, y desde sus comienzos concitó
la hostilidad del judaísmo ortodoxo. Al asentarse en Europa el
cristianismo, adquirió un sesgo propio, modelado por milenios de
politeísmo. Cristianismo y judaísmo pasaron a configurarse como dos
polos en coexistencia precaria, siempre entre la tolerancia y el
enfrentamiento. La improbable amalgama “civilización judeocristiana”
–tan difundida por la propaganda neocon –responde en realidad a
un interés táctico: blindar las aquiescencias hacia un bloque
estratégico compuesto por Europa, Estados Unidos e Israel.[7]
En contraste con Europa, la impronta judaica es parte en América de la ideología fundadora. El fundamentalismo puritano de los Pilgrim Fathers
se inspiraba en el Antiguo Testamento y defendía un cristianismo
purgado de adherencias paganas. Como religiosidad esencialmente
moralista, el puritanismo incidía en los aspectos externos de la
religión y promovía un “mensaje cristiano reducido a los preceptos
morales elementales de buena conducta” (Tomislav Sunic)[8].
El énfasis calvinista en el éxito material como signo de bendición
divina permite explicar que, con el paso del tiempo, las sectas
norteamericanas hayan derivado en un cristianismo práctico,
procedimental, adaptado a la mentalidad del selfmademan. Un
cristianismo que, en vez de luchar contra el pecado, lucha contra los
“pensamientos negativos”, y en el que los predicadores evangélicos son
“managers y entrenadores motivacionales que difunden el evangelio del
rendimiento y la optimización sin límite”.[9]
Un cristianismo en píldoras, en recetas y en fórmulas de éxito, en el
que Dios Creador sería la proyección inconsciente de un próspero
empresario y Jesucristo se asemejaría a un especialista en coaching. El maridaje perfecto entre la Biblia y el dólar.
Frente a la inercia de las ideas
recibidas, es preciso afirmar que Estados Unidos no es una “Europa del
otro lado del Atlántico”. Y Europa tampoco es la cuna de una supuesta
“civilización judeocristiana” cuyo adalid serían los Estados Unidos. La
realidad es que, como vió en su día Tocqueville, los Estados Unidos son, en relación a Europa, algo profundamente nuevo y diferente.
Europa es un conjunto de pueblos, de gentes moldeadas por la historia. Y
de la conciencia (o del exceso de conciencia) de esa historia deriva su
sentido de la mesura, la ironía, la cultura y todo lo bueno que Europa
puede ofrecer, así como los lastres que hoy la atenazan – léase la
parálisis de voluntad y el etnomasoquismo.
Por el contrario, los Estados Unidos–
señalaba el escritor húngaro Thomas Molnar –“no saben exactamente si son
un pueblo, si son un crisol o si son eventualmente una iglesia que
reúne a sus fieles de cualquier parte del mundo”. Tal vez sean
simplemente una gran anarquía, un “sálvese quien pueda”
vertebrado por una ambición compartida de prosperidad individual. Los
Estados Unidos – añadía Molnar – “representan la anti-historia y
seguramente por eso proponen el ‘fin de la historia’, esto es, la
mecanización de la existencia a un grado cualitativamente insuperable
(aunque mejorable en términos cuantitativos: más bienestar, más
derechos, más democracia, etcétera), la substitución de las
incertidumbres, de los actos espontáneos y de los grandes enigmas del
alma por recetas seguras, por simplificaciones científico-mágicas, por
el embotellamiento de lo imposible”.[10] El americanismo es un empobrecimiento del sentido de la existencia.
¿El “fin de la historia”? Esta idea
americana – triunfalmente proclamada tras el fin de la guerra fría–es
una vieja ilusión progresista. Pero desde la mentalidad liberal ¿qué es
el “progreso”, sino una sucesión triunfal de emancipaciones? Para
mantener su épica el liberalismo necesita siempre “algo” de lo que
liberarse. En el plano individual la “liberación” –apuntaba Baudrillard–
“deja a todo el mundo en estado de indefinición (siempre es lo mismo:
una vez liberado, uno está obligado a preguntarse quién es). La
liberación sexual es un caso paradigmático. Después de una fase
triunfalista, la aserción de la sexualidad femenina deviene tan frágil
como la de la masculina. Nadie sabe ya donde se encuentra”.[11]
Y lo que es cierto en el plano individual, lo es también en el plano
colectivo:“la supresión de las raíces – decía Christopher Lasch – ha
sido siempre percibida en los Estados Unidos como una condición esencial
para el aumento de las libertades”. El americanismo es la alienación de
toda identidad genuina.
Deconstrucción de las identidades
individuales, deconstrucción de las identidades colectivas: síntomas
inequívocos de la americanización del mundo. En el arsenal ideológico de
los Estados Unidos, el mito de los “valores judeocristianos” es una
cobertura más del nihilismo.
¿Europa y América, mismo combate? Si
América se hizo desde el rechazo a Europa, Europa sólo podrá construirse
desde la distancia con América. Desde su emancipación del redil del
atlantismo.
[1] Jean Braudillard, Amérique, Grasset/Le Livre de Poche 2008, pags. 76 y 81.
[2] Jean Braudillard, Amérique, Grasset/Le Livre de Poche 2008, pag. 78.
[3] La fórmula del “derecho inalienable a la vida, libertad y la aspiración a la felicidad” recogida en la Declaración de Independencia de 1776 se inspira en la fórmula contenida en el Segundo Tratado del Gobierno Civil
(1690) del filósofo británico John Locke, quien señala que todos tienen
el derecho a la “vida, libertad y propiedad”. Se trata de una conexión
encubierta entre la libertad y la propiedad que confirma lo que otro de
los “padres fundadores”,Benjamin Franklin, venía predicando a lo largo
de toda su obra: el verdadero camino a la alegría en esta tierra reside
en la acumulación de bienes (Eric G. Wilson: Againsthappiness. In praise of melancholy. Sarah Crichton Books. Kindle Edition, 2009).
[4] Jean Braudillard: Obra citada,pag 84
[5] Citado en: Thomas Molnar, Americanologie, triomphed’unmodèleplanétaire. L’Aged’Homme 1991.
[6] Jean Braudillard, Obra citada.pág. 96.
[7]
Como señala el filósofo italiano ConstanzoPreve “hoy se prefiere hablar
de un canon unitario judeo-cristiano, que en realidad no existe y no ha
existido jamás; salta a los ojos que la ruptura del Nuevo Testamento es
radical y cualitativa, y que con ella se habre un campo de
universalidad que se sustrae a la idea de endogamia tribal”.
ConstanzoPreve, La quatrièmeguerremondiale, éditionsAstrée 2013, pag,
184.
[8]TomislavSunic: Homo Americanus, Child of thepostmodernAge. www.booksurge.com, 2007.
[9]Byung-Chul Han, Psicopolítica. Herder 2014, pag. 49.
[10] Thomas Molnar, Americanologie, triomphed’unmodèleplanétaire. L’Aged’Homme 1991, pag. 24, pag. 30.
[11] Jean Braudillard, pag. 48
Fuente: El Manifiesto.
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