Cómo se puede ser antiamericano (II)
por Adriano Erriguel – En las raíces del “sueño americano”
Sin América, Europa se siente desamparada. Por eso Europa se somete, se aferra a los Estados Unidos como a la nación indispensable.
Cabe preguntarse por qué Europa, frente a América, se siente permanentemente acomplejada.
Más allá de su inferioridad económica, militar y tecnológica evidente,
puede que exista una razón más profunda. ¿Y si América fuera todo lo que
Europa nunca se atrevió a ser?
Sociedad de aluvión, de promiscuidad y de
mezcla; sociedad sin tradición, sin aristocracia, sin tronos ni
altares, América se organiza exclusivamente en torno a una ideología.
América es – señalaba Thomas Molnar – “una ideología encarnada en un
pueblo”. Contradicción suprema: el país más pragmático del globo es
también el más ideológico. ¿En qué consiste esa ideología”? ¿Cuál es la
raíz del “sueño americano”?
América, o la venganza de Edipo
América se construye en torno a una
afirmación: la de la ilimitada autonomía del individuo. Es la idea de
que el hombre sólo se pertenece a sí mismo, y de que cualquier horizonte
de sentido compartido – nación, raza, creencias, idioma, fronteras –
debe ceder ante una realización individual que, en el fondo, se define
en términos materiales. Acumulación de objetos y de placeres: la
finalidad colectiva – el Télos – de la sociedad americana se
asimila a la maximización del disfrute individual. No es de extrañar que
la apología de la “sociedad civil” sea el leitmotiv propagandístico del
modelo americano. En su penetrante análisis de los Estados Unidos,
Thomas Molnar situaba precisamente en este punto – en la hipertrofia de la sociedad civil – el meollo de dicho modelo.
En tanto espacio en el que se
desenvuelven las actividades privadas – negocios, servicios,
transacciones, etcétera – la sociedad civil siempre ha existido, si bien
“a causa de su multiplicidad y de su ilimitación – correspondientes a
la variedad misma de las necesidades humanas – sus funciones nunca
habían obtenido un reconociento político oficial, como sí lo tenían la iglesia, el Estado, la familia o el ejército”. La sociedad civil existía, sí, pero encastrada en
un entramado institucional, estatal, político y religioso. Sin embargo
“lo que a partir del siglo XV llamamos ‘modernidad’ – continúa Molnar –
consiste precisamente en el refuerzo de la sociedad civil en detrimento
primero de la Iglesia, y tres siglos más tarde del Estado”.[1] Estados Unidos, que nace de la modernidad pura, nace también como sociedad civil en estado puro.
Autonomía de la sociedad civil, expansión ilimitada del individuo, la igualdad como principio universal.
El “sueño americano” es la fantasía reprimida de Europa, en el sentido
de que los Estados Unidos son “la proyección de ciertas tentaciones a
las cuáles Europa, en el pasado, había sabido resistir: la tentación de
construir la utopía, la tentación del materialismo como principio de
vida, del economismo como sustituto de la política, de la sociedad civil
como absorción del resto de las instituciones”[2].
Lastrada por el peso de su historia, por la inercia de sus estructuras o
por sus demonios familiares, Europa no llevó la apuesta hasta sus
últimas consecuencias. Y como en una venganza edípica, América, refugio
de los prófugos del viejo continente, aplasta a Europa con la misma
universalidad que ésta había inventado. ¿América, el parricida de
Europa?
Democracia de accionistas
Novedad radical en relación a Europa:
como heredera de los puritanos perseguidos en sus países de origen, la
sociedad americana nace de una desconfianza congénita hacia el poder
político, de un impulso individualista y anárquico, de una animadversión
esencial ante el Estado.
El sistema americano no es una fórmula política sino una forma de vida: el american way of life.
Estados Unidos hace suya la visión puritana que hace de la política una
aplicación de la moral. En contraste con la política europea – con su
asunción “maquiavélica” de la realidad y su visión “trágica” de la
historia– el objetivo de los Pilgrim fathers será moralizar la
vida pública, a través de un biblismo social que actúa como magma
ideológico de la nueva sociedad. Desde la fundación del país, todo
concurre por tanto para difuminar la política; para reconducirla a la moral, al poder de los jueces, a la economía, al management,
a la gobernanza o a los usos y prácticas mercantiles. No es extraño que
en la mentalidad americana el Estado sea de entrada un mal necesario,
un gestor del orden público o un simple árbitro de intereses
particulares. En buena lógica, la exigencia de “menos Estado” es una
cantilena en la que concurren neoliberales, neoconservadores,
libertarios y todos aquellos que se reclaman de las esencias prístinas
de Norteamérica.
En ese prejuicio contra el Poder y el
Estado radica la diferencia entre las culturas políticas europea y
norteamericana. La “política con mayúsculas” (Politics) – en
tanto instrumento de cambio y de enfrentamiento entre concepciones
ideológicas y sociales– es preterida en el nuevo mundo en favor de las
“políticas con minúscula” (policies) en tanto técnicas de gestión
de un sistema socioeconómico que se mantiene básicamente inalterable.
No deja de sorprender que un sistema que hace de la libertad su señal de
identidad, presente al mismo tiempo tan alto grado de conformismo. En
realidad, el sistema americano se sustenta sobre la despolitización en
toda regla del cuerpo social. Lo cuál explica que escasamente un 50% de
los ciudadanos participen en los procesos electorales, o que la vida
política esté acaparada por dos partidos tan similares que – como señala
Alain de Benoist – “no es exagerado considerar que los americanos
viven, en el plano ideológico, en un régimen de partido único”. La
contestación al sistema, de haberla, es remitida a los márgenes (lunatic fringe)
o “constantemente reconducida hacia la sociedad, y suele adoptar la
forma de “jeremiadas” que mezclan la crítica social con las llamadas a
la renovación moral y espiritual”.[3]
Pragmatismo y gusto por la acción: dos
rasgos americanos que enlazan con el tradicional espíritu anglosajón,
utilitario, empirista y despreciativo de ideologías y doctrinas. Llevada
hasta su extremo, la impronta de este espíritu explica la pobreza de
ideas dentro del debate político en Norteamérica. Republicanos y
demócratas son ante todo maquinarias electorales que arrastran a los
electores en base a criterios de índole sociológica (tradición familiar,
pertenencia étnica, religión, poder adquisitivo, hábitat rural o
urbano) antes que ideológica; más en base a criterios de gusto o de
afinidad (identificación con una “marca”) que en función de opiniones o
valores. La contienda electoral se reduce al show de unos
partidos que funcionan como empresas, puesto que son sus accionistas
quienes “definen el programa electoral, seleccionan al candidato,
financian las campañas, logran los votos, desembarcan a sus hombres en
la administración ganadora y aplican las políticas deseadas. Una
sociedad empresarial en toda regla.”[4]
Un panorama que, solamente en las
elecciones presidenciales de 2016, parece empezar a resquebrajarse. La
sorprendente irrupción de Donald Trump recoge un malestar acumulado
entre amplios sectores de la población. Un populismo de nuevo cuño que
puede interpretarse como una rebelión contra la constitución real del país – mucho más cercana a la oligarquía que a la democracia–.
Pero ese populismo recoge también factores más complejos.[5]
Arcaísmo posmoderno
Estados Unidos es un país “excepcional”,
afirman sus dirigentes. Ciertamente. Pero una de sus mayores
excepcionalidades consiste en que, siendo como es el laboratorio de la
posmodernidad, la sociedad americana presenta rasgos que, a ojos
europeos, pueden parecer no ya “tradicionales” sino abiertamente
arcaicos. Existe una religiosidad, una intolerancia y un culto a la
violencia que son específicamente americanos, pero que resultan
explicables si atendemos a los fundamentos ideológicos de la “ciudad en
la cima”. Al fin y al cabo, la Europa que sirvió de contramodelo a los
Estados Unidos era la Europa del Renacimiento, del humanismo y del libre
arbitrio, conceptos en los cuáles la nueva nación de raíces calvinistas
no creía. “La Europa que los primeros americanos llevaban consigo era,
ya en su época, una Europa anterior. Los americanos son, en muchos aspectos, europeos de antes”.[6]
Es en esa mezcla de arcaísmo y posmodernidad donde reside la
“excepcionalidad” americana. ¿Hasta que punto los Estados Unidos son,
verdaderamente, un Estado “posmoderno”?
Un Estado posmoderno es aquél donde “el
consumismo individual ha reemplazado a la gloria colectiva como tema
dominante en la vida nacional” (Robert Cooper). Es el caso de Europa,
donde la democracia, el bienestar individual y los derechos humanos
asumen el carácter sacrosanto que antes tenía la soberanía, la cuál no
cesa de transferirse a instancias internacionales y supranacionales.[7]
En ese sentido los Estados Unidos son escasamente posmodernos. El
pueblo americano todavía cultiva un patriotismo de “nación elegida”:
está dispuesto a aceptar sacrificios para mantener su estatus de
superpotencia y defender la idea que se hace de sí mismo. Y no admite,
en cuestiones de soberanía, aquello que sus dirigentes predican para
otros: apertura, transparencia e interferencia mutua.
El filósofo italiano Constanzo Preve definía el sistema americano como “una especie de democracia plebeya
de un tipo inédito, en la cuál la soberanía, denegada de hecho a los
otros pueblos del mundo, es reivindicada únicamente para el pueblo
americano”.[8] América, el gendarme universal, el único pueblo soberano del mundo.
El país de Forrest Gump
La fabricación del consentimiento; con esta fórmula (manufacture of consent)
Noam Chomsky resume el funcionamiento real de la democracia americana.
La expresión fue acuñada en su día por el periodista Walter Lippman,
quien defendía que el funcionamiento de la democracia moderna hace
aconsejable que las mayorías incapaces consientan en ser dirigida por
las élites responsables: algo que solo puede ser posible a través la
conversión de los ciudadanos en espectadores, dentro de un “consenso
democrático” sostenido en la publicidad. La omnipresencia del
espectáculo deviene así el único vínculo social en una sociedad
crecientemente desestructurada.
En el caso americano, el espectáculo está al servicio de un credo que refunde a sus conversos en la masa acrítica del homo americanus:
la promesa de una movilidad social ilimitada, el señuelo de una
infinita libertad de iniciativa. En América todo se deriva de ese
señuelo: la ausencia de formalidad en las relaciones, la impresión de
rapidez y dinamismo, la sensación física de espacio infinito. América es
“una civilización del espacio, no del tiempo. Su mito fundador no son
los orígenes sino la “frontera”” (Alain de Benoist). De lo que se trata
es de alcanzar el éxito material, de no quedar orillado entre los
patéticos losers. Y alcanzar el éxito está al alcance de
cualquiera, basta con aplicar la fórmula adecuada. Candorosa simplicidad
de la ideología norteamericana: el american way of life – señalaba Thomas Molnar – es ante todo una sucesión de fórmulas, una bienaventuranza en recetas, una cuestión de “cómos” (“how to…”).Cómo hacer amigos e inluir en la vida de las demás personas (Dale Carnegie 1937): la felicidad, como la riqueza, está a la vuelta de la esquina.
En América, el sistema siempre es bueno e
incuestionable. Los fracasos nunca revierten en el cuestionamiento del
orden de cosas, sino que se reconducen a la “responsabilidad individual”
y a la contextura subjetiva del individuo. En la manufacturación del
conformismo, el fondo moral puritano acude al rescate. Es preciso
levantarse pronto, trabajar duro, “pensar en positivo”, ser un buen
ciudadano, amar a los niños y a los pájaros, defender la democracia y
extender la Buena Nueva a todos los pueblos de la tierra. Y el sistema
proveerá con creces, aunque uno sea un retrasado mental. El país de
Forrest Gump.
Nación de predicadores
Fórmulas simples, espíritu gregario,
moralismo: las coordenadas ideológicas de todo un modelo. En torno a
ellas discurre la irradiación del American way of life. De entre las tres, es sin duda el moralismo el elemento determinante. Un hiper-moralismo
que, en todas sus mutaciones, conserva su característica esencial: la
de ser un agente activo de estandarización americana del mundo.
América es, desde su creación, el país más “moral” del mundo. Bible and business:
enfasis en el trabajo duro, disciplina social, decencia cívica; una
ética protestante que se avenía perfectamente – como decía Max Weber –
con el espíritu del capitalismo. El camino hacia la Salvación –igual que
el de la riqueza – está hecho también de fórmulas. Si algo caracteriza
al moralismo es su preferencia por los códigos de conducta. Con una
peculiaridad en el caso americano: lo importante no es tanto el
contenido de la fórmula sino la fórmula en sí. Dicho de otra manera: lo
importante es el encapsulamiento de la realidad en fórmulas.
Predisposición hacia las recetas normativas y uso abusivo de la conciencia fiscal: el hipermoralismo americano puede ser definido ante todo como “un pret à porter intemporal, apto para cada ocasión y para cada estilo de vida” (Tomislav Sunic).[9] Una evolución que discurre en varias fases.
Los padres de la independencia – hombres de la Ilustración– retomaron el puritanismo de los pilgrim fathers,
pero le dieron un sesgo progresista: los Estados Unidos como embrión de
una “República universal” que vendría a regenerar a la humanidad.
Posteriormente, ese mesianismo se apartaría de sus orígenes teológicos
para centrarse en la defensa del sistema liberal, de la economía de
mercado y del evangelio de los derechos humanos. Pero siempre desde la
identificación de los intereses de Norteamérica con la defensa del
“Bien” y con la mejora de la humanidad. Lo que es bueno para General Motors es bueno para América, y lo que es bueno para América es bueno para el mundo.
A partir de estas premisas, todo vale. La
ideología americana ha pasado de las celestiales virtudes protestantes
al desbocado hedonismo consumista; de la castidad puritana a la
cabalgata del orgullo gay; de la “libertad de expresión” en la
Constitución de 1787 hasta la “corrección política” de hoy en día; de
atacar a Rusia por no creer en Dios a atacar a Rusia por creer demasiado
en Dios. Esta metamorfosis no se debe a que los “tradicionales valores
americanos” hayan sufrido el asalto de la “contracultura” – como tal vez
persistan en creer algunas almas cándidas –, sino por la lógica interna
del sistema. Como explicó en su día Daniel Bell: “la quiebra del
sistema valorativo burgués tradicional, de hecho, fue provocada por el
sistema económico burgués: por el mercado libre, para ser precisos. Esta
es la fuente de la contradicción del capitalismo en la vida americana”.
Se trata de una evolución que estaba inscrita en el ADN americano. Una
“sociedad civil” en estado puro, una sociedad contractual concebida no
como una polis, sino como un compuesto de individuos atómicos que
buscan su propia gratificación. “Lo que define a la sociedad burguesa –
subrayaba Daniel Bell – no son las necesidades sino los deseos. Los deseos son psicológicos, no biológicos, y son también ilimitados”.[10] Es la Hubris del capitalismo: el rechazo a cualquier idea de límite. Pero siempre desde un moralismo adaptado a la ocasión.
La obsesión americana por la moral explica también la buena conciencia que
acompaña a Estados Unidos en todas sus empresas. Todas sus
intervenciones político-militares – aunque sean ejecutadas al más viejo
estilo realpolitik – han de llevar el marchamo de una cruzada
contra el Mal. Todas sus exportaciones ideológicas – tales como la
“ideología de género”– han de estar aliñadas de intolerancia moralista.
Toda su planetarización del america way of life ha de estar
imbuida de la idea de progreso moral generalizado. Desde su buena
conciencia de predicadores los americanos aman sinceramente a la
humanidad. A condición de que la humanidad se transforme en América.
Como decía el oficial de marines en el film La Chaqueta Metálica (Stanley Kubrik 1987): “dentro de cada amarillo hay un americano dentro; nosotros debemos ayudarle a salir a la superficie”.[11]
Mesianismo sin complejos
Muchos observadores de la historia americana afirman que Estados Unidos es una superpotencia a su pesar. Es
lugar común hacer referencia al testamento de George Washington – con
su recomendación de mantener al país apartado de los asuntos de Europa
–, así como a la “doctrina Monroe”, con su aislacionismo frente al viejo
continente. Suele también recordarse el carácter mercantil y
antipolítico del sueño americano, con su rechazo de las cínicas
“políticas de poder” de los Estados europeos. Abonados a esta tesis, los
apologetas del atlantismo afirman que, al mantener su presencia en todo
el mundo, los Estados Unidos estarían contrariando su vocación; y ello
en aras de la defensa de unos valores universales – democracia,
libertad, dignidad humana, respeto de la legalidad internacional,
etcétera – que de otro modo quedarían desamparados. Por eso los Estados
Unidos son “la nación indispensable”. Y por eso Europa debe
corresponderles con una subordinación agradecida.
Es cierto que la pulsión aislacionista responde a los valores fundadores de los pilgrim fathers
– la voluntad de “no contaminarse” de las prácticas corruptas del viejo
mundo –. Pero su extremo contrario, el hiperactivismo intervencionista,
también forma parte integrante de la identidad americana. En realidad,
la contradicción entre el intervencionismo y la tentación de repliegue
es tan sólo aparente. Responde a una lógica interna que fue sintetizada
hace tiempo por el periodista italiano Giorgio Locchi, en una incisiva
disección del “planeta americano”.[12]
“Para entender cómo la “misión mundial”
de los Estados Unidos se reconcilia con su pulsión aislacionista – decía
Locchi –, es preciso situarse en dos planos diferentes. Digamos, para
resumir, que los Estados Unidos son aislacionistas en política pero intervencionistas en moral,
y que es inevitable que las “intervenciones morales” adopten las formas
de la política. Pero estas intervenciones no tienen más que una
apariencia política. No responden a ningún proyecto preciso, a ningún
diseño susceptible de fundar un destino. No están motivadas más que por
su confianza en alcanzar alguna forma de conformidad con el “bien”.[13]
¿Idealismo norteamericano? Es frecuente
considerar que los americanos son ingénuos. En cierto sentido lo son, en
cuanto suelen ser los primeros sorprendidos al comprobar el rechazo que
generan muchas de sus intervenciones “benéficas”. Esa ingenuidad deriva
de la tendencia a interpretar el mundo como si éste fuera una extensión
de los Estados Unidos, lo cuál explica sus frecuentes fiascos en
política exterior. Pero tampoco exageremos: ingenuidad sí, ma non troppo. El beatífico propósito de extender la democracia suele coincidir con la defensa de groseros intereses materiales. ¿Hipocresía?
Lo que ocurre es que los norteamericanos
tienen la autocomplaciente certeza de que sus intereses materiales – y,
por ende, la extensión del american way of life–coinciden con el
bien general de la humanidad. “El americano auténtico – señala el
escritor estadounidense Russell Banks – es cínico, materialista y ávido
(la fiebre del oro), pero también es alguien que se siente investido de
una misión idealista, es decir religiosa. Los norteamericanos –añade
Banks– buscamos los medios de reducir el conlicto intrínseco entre el
materialismo y el idealismo. Pero a veces la contradicción puede hacer
de nosotros soñadores sanguinarios. En la aventura norteamericana todo
deriva de ese dualismo identitario que es la clave para comprender el
carácter americano”.[14]
Mesianismo sin complejos. Los Estados
Unidos exportan democracia. O lo que es lo mismo: exportan Virtud. Por
eso cada vez que entran en guerra nunca pueden figurar como agresores
(eso no sería virtuoso) sino que indefectiblemente han de defenderse
ante una agresión alevosa. Maestros consumados en el arte de las “falsas
banderas” – esto es, en la fabricación de pretextos para endosar al
otro la responsabilidad moral – los americanos necesitan que cada
guerra en la que intervienen sea “justa”. La guerra nunca es para ellos
“la continuación de la política por otros medios” (un punto de vista
que reconoce la dignidad del enemigo) sino que, vaciada de toda esencia
política, la guerra se presenta: o bien como una operación de
gendarmería – con su ejército asimilado a la policía y el enemigo a un
maleante o “Estado gamberro” (Rogue State) –, o bien como una
“cruzada” moral. Y es bien sabido que en las cruzadas no basta con
obtener la victoria, sino que “es preciso llegar hasta el aniquilamiento
de un enemigo al que invariablemente se considera no como un adversario
del momento, sino como la encarnación del Mal”.[15]
La guerra como empresa moral forma
parte del “sueño americano”. De la creencia en que “el Mal puede ser
definitivamente erradicado, en que es posible suprimir el carácter
trágico de la condición humana”.[16]
Pero la historia y la política constituyen el radio de acción de lo
trágico. Por eso los americanos quieren suprimir la política, por eso
América, - como decía Octavio Paz – fue constituída para salir de la historia.
Sin pasado y sin futuro, América sólo quiere vivir en un eterno presente. Y con ello la “nación indispensable” revela su falta de alma, la insustancialidad última del sueño americano.
¿Puede un Imperio carecer de alma? ¿Cómo definir ese Imperio?
[1] Thomas Molnar, Americanologie, triomphe d’un modèle planétaire. L’Age d’Homme 1991 Obra citada, páginas 39-40.
[2] Thomas Molnar, Obra citada, pags. 24, 29 y 57.
[3]
“En las universidades americanas, una gran parte de la ciencia política
se centra en una interminable discusión sobre la obra de los Padres
fundadores, presentada como un logro insuperable. El eterno debate entre
federalistas y antifederalistas, entre hamiltonianos y jeffersonianos –
debate que, dicho sea de paso, no carece de interés – no deja de ser,
en la mayoría de sus aspectos, una querella de familia que no cuestiona
jamás el consenso político de base”. Alain de Benoist, l’Amerique, en Critiques Théoriques, l’Age d’Or 2002, págs. 143-144.
[4] Pascual Serrano, La farsa electoral en Estados Unidos. En Rebelión, http://www.rebelion.org.
[5]
En las elecciones presidenciales de 2016, las mayores fortunas del país
se movilizaron contra Donald Trump. El especulador George Soros es el
principal donante de Hillary Clinton, a través de su apoyo a los PAC
(Comités de Acción Política) liberales reunidos en el “Priorities USA Action”,
un comité fundado en 2011 para combatir “los obsoletos puntos de vista
de la extrema derecha que amenazan la democracia”. Paul Singer
(responsable del “fondo buitre” que llevó Argentina a la suspensión de
pagos en 2014) volcó su apoyo en el candidato Marco Rubio. El
multimillonario Robert Mercer, responsable de Rennaissance Technologies, el mayor hedge fund del país, concentró su apoyo en Ted Cruz. (Fuente: El Mundo, 18-marzo-2016).
[6] Así lo explica el historiador francés Jean-Philippe Immagerion en la entrevista: La chute de la maison Amérique, en la revista Krisis nº 43, mars 2016, pags. 17-18.
[7] Robert Cooper, The Post-Modern State and the World Order. London, Demos 1996. Citado en: Sabine Feiner, Weltordnung durch US-leadership? Die Konzeption Zbigniew K. Brzezinskis. Springer Fachmedien Wiesbaden GmbH. 2000, pags 155-156.
[8] Constanzo Preve, La quatrième guerre mondiale, Éditions Astrée 2013, pags. 142-143.
[9] Tomislav Sunic: Homo Americanus, Child of Postmodern Age, Booksurge 2007, pag. 90.
[10] Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo. Alianza Universidad 1982, pags 64 y 34.
[11] “La Chaqueta Metálica” (Full Metal Jacket). Stanley Kubrik 1987.
[12] Giorgio Locchi (seudónimo Hans-Jürgen Nigra) y Alain de Benoist: Il était une fois l’Amerique. Publicado en la revista Nouvelle École, numéro 27-28, automne-hiver 1975 (pags. 44-45). Traducción española: El enemigo americano. Ediciones Fides 2016.
[13] Giorgio Locchi: Obra citada (pags. 44-45).
[14] Russell Banks, Amérique. Notre Histoire, Acte Sud. Citado en: Martin Legros: “Pourquoi l’Amérique se prend-elle pour une nation élue?, Philosophie Magazine, nº 24, novembre 2008, pag. 36.
[15] Alain de Benoist, Alain de Benoist, « L’Amerique », en Critiques Théoriques, l’Age d’Or 2002, pág. 148.
[16] Alain de Benoist, Obra citada, pag 147.
Fuente: El Manifiesto.
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