Hilda Krüger, la espía que se acostaba por Hitler y su Reich
Una biografía desentraña los devaneos sexuales de la actriz alemana que usó la cama para obtener información secreta del que sería presidente de México, Miguel Alemán
Los ojos azules de Hilda Krüger (1912-1991) adoraron al más negro de
los imperios. Actriz mediocre en una Alemania bárbara, su carrera habría
acabado en el olvido si no fuera por su íntima connivencia con el
Tercer Reich. Por su causa abandonó a su marido judío y por su causa
alcanzó un papel estelar, mucho más que el de sus películas, trabajando
para su servicio de espionaje. Fue esta veneración hacia Hitler
pero también al oro y el poder, los que empujaron a esta perturbadora
artista a tejer en Estados Unidos y en México una tupida red de
conexiones con la oligarquía económica y política que le permitió
entregar puntualmente a la Abwehr información confidencial de primer
nivel. Como espía no tuvo reparos en usar su cama o lo que fuera para
obtener su mercancía. Rubia, curvada y valquirial, en sus brazos cayeron
personajes como el multimillonario Jean Paul Getty
y el futuro presidente de México, Miguel Alemán, a la sazón
todopoderoso ministro de Interior. Una jugosa biografía (editorial
Debate) del especialista Juan Alberto Cedillo reconstruye el esplendor y
miseria de Krüger y da un repaso sobre el poco conocido juego de espías
que se libró en el México de los años cuarenta.
Nadie hubiera dicho que Krüger tenía mimbres para ser estrella. Ni era alta ni poseía el encanto anguloso de divas como Marlene Dietrich.
Los tugurios del Berlín de entreguerras o la primera línea de un buen
cabaret parecían ser su destino. Pero en su poder retuvo una carta más
poderosa. Su íntima relación con el ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels.
Gracias a él ascendió y multiplicó sus intervenciones cinematográficas,
aunque también por él tuvo que salir de Alemania, debido a los celos de
su esposa, la terrible Magda.
El adiós a Europa fue el inicio de su aventura. En la efervescencia
de Los Ángeles buscó el papel de su vida. No lo encontró. Pero tampoco
importó mucho. Rápidamente destacó en las fiestas y cócteles de la urbe
californiana. Simpática y seductora, sobre ella cayeron los ojos voraces del multimillonario petrolero Jean Paul Getty.
De su brazo áureo entró en el universo de las portadas y de grandes
plutócratas como los Rhodes y los Hastings. Convertida en habitual de
sus reuniones, con puntualidad germana, empezó a filtrar todo lo que
veía al servicio de inteligencia. “Hilda se convirtió en un enlace que
proveía de información difícil de obtener fuera de esos selectos
círculos, aunque también a veces se sacaba de los lugares tradicionales
como cabarets, confesionarios y, más ocasionalmente, de la cama”, señala
Cedillo en su obra.
En esos cenáculos, la alemana escuchó a William Rhodes Davis decir que desde 1938 compraba inmensas cantidades de petróleo para enviarlo a la Alemania nazi. Y que en la operación participaban, a través de subsidiarias, Getty y Rockefeller. Ahí fue cuando México y su petróleo entraron de lleno en el tablero del Tercer Reich. En febrero de 1941, Hilda Krüger cruzaba el río Bravo rumbo a la capital mexicana.
Su misión, para el Führer, tenía trascendencia histórica. El régimen
nazi, obsesionado en la ultrasecreta Operación Barbarroja, se preparaba
para invadir la Unión Soviética. Iba a ser el mayor despliegue militar
de la historia y el que, a la postre, marcaría el principio del fin del
poderío alemán. La necesidad de asegurar el combustible era vital.
México era un productor neto. Y su Gobierno, después de la
nacionalización decretada por Lázaro Cárdenas, mantenía la distancia con
Estados Unidos. Además, una nutrida comunidad filonazi habitaba en el
país, y en las élites, el brillo de la uniformidad hitleriana y su
discurso de hierro, causaba estragos. Los servicios de espionaje
mexicanos eran conscientes de esta efervescencia y temían que, en caso
de guerra con Japón, el conflicto pudiese alcanzar tierras americanas.
La quinta columna alemana empezó a ser atentamente vigilada.
La entrada en la escena mexicana de Krüger recibió un doble apoyo. La Abwehr, a través de sus contactos, le preparó el acercamiento a altos funcionarios del Gobierno del general Manuel Ávila Camacho (1940-1946). Y el millonario Getty la presentó en sociedad. Las puertas se abrieron de par en par. “Fue una agente vocacional y nazi, pero se sabía mover en los círculos intelectuales y escribió tres libros sobre mujeres, La Malinche, Sor Juana y Elisa Lynch”, recuerda Cedillo.
Su primer éxito fue seducir a Ramón Beteta, que había sido
subsecretario de Exteriores y estaba vinculado al banco central. Con él
deambuló por pulquerías y cabarets, y se sumergió, según el libro, en el
lumpen feroz del México de los años cuarenta. En sus horas íntimas,
Beteta le confesó la admiración que sentía el presidente Ávila Camacho
por Hitler y también que la disposición de México a vender crudo al
Tercer Reich se enfrentaba a la oposición frontal de Estados Unidos. Un
obstáculo para el que dio un remedio: que los empresarios
estadounidenses lo comprasen a nombre de terceros y que a través de
sociedades pantallas de otros países lo exportasen a Europa.
Tras este primer paso, Hilda buscó ascender otro escalón. Esta vez, su víctima fue el amigo de Beteta, el secretario de Gobernación, Miguel Alemán Valdés. Descrito en el libro como “un macho insaciable”, no fue difícil tender puentes. Alemán enloqueció ante aquella perdición rubia y dio rienda suelta a sus apetitos. En su frenesí combinaba detalles de petimetre, como dejar una rosa a la entrada de habitación de su amante o beber vino francés sólo en cristalería porfiriana, con un salvajismo de alcoba que le llevaba a “tratar a las mujeres como los proxenetas a sus prostitutas”.
Krüger, hitleriana hasta la médula, soportó la humillación (otra más) y con ello logró abrirse paso en las más altas instancias del Gobierno mexicano. Como amante del ministro de Interior, pudo relacionarse con generales y funcionarios y proporcionar datos estratégicos sobre la producción petrolera y de metales. Ese fue el momento estelar del servicio de espionaje hitleriano en México. Su ocaso no tardaría en llegar.
El 8 de diciembre de 1941, después del ataque japonés a Pearl Harbour, Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. Lo que hasta entonces habían sido presiones se transformaron en obligaciones. Washington, cuyos agentes de inteligencia no se habían quedado quietos, exigió la expulsión de los cabecillas de la quinta columna nazi: 22 nombres entre los que figuraba Hilda Krüger. El presidente Ávila Camacho aprobó su detención. Una tras otro fueron cayendo. Hilda se libró por un último favor de su amante.
El golpe supuso su fin como espía. México se apartó para siempre de
la Alemania hitleriana. Y la vida, aunque en un mundo en llamas, siguió
su curso. Miguel Alemán se convirtió en presidente en 1946, y su amigo
Beteta, en ministro de Hacienda. La actriz intentó rehacer su carrera
con un par de películas en México y contrajo matrimonio con el dandy
Nacho de la Torre, emparentado con la familia del expresidente Porfirio
Díaz. Se divorció y volvió a casarse. Nada le funcionó. Abandonó
México e incluso trató en 1958 de reactivar su carrera en Suiza con otro
filme. Pero sin los apoyos de antaño, no tuvo éxito. A paso lento se
fue apagando hasta quedar en el olvido. Nadie la condenó nunca y solo
una vez regresó a México para descubrir que nada era como antes. El 8 de
mayo de 1991 murió en Lichtenfels (Baviera). Su memoria es ahora parte
de la historia de la infamia.
En esos cenáculos, la alemana escuchó a William Rhodes Davis decir que desde 1938 compraba inmensas cantidades de petróleo para enviarlo a la Alemania nazi. Y que en la operación participaban, a través de subsidiarias, Getty y Rockefeller. Ahí fue cuando México y su petróleo entraron de lleno en el tablero del Tercer Reich. En febrero de 1941, Hilda Krüger cruzaba el río Bravo rumbo a la capital mexicana.
La entrada en la escena mexicana de Krüger recibió un doble apoyo. La Abwehr, a través de sus contactos, le preparó el acercamiento a altos funcionarios del Gobierno del general Manuel Ávila Camacho (1940-1946). Y el millonario Getty la presentó en sociedad. Las puertas se abrieron de par en par. “Fue una agente vocacional y nazi, pero se sabía mover en los círculos intelectuales y escribió tres libros sobre mujeres, La Malinche, Sor Juana y Elisa Lynch”, recuerda Cedillo.
Tras este primer paso, Hilda buscó ascender otro escalón. Esta vez, su víctima fue el amigo de Beteta, el secretario de Gobernación, Miguel Alemán Valdés. Descrito en el libro como “un macho insaciable”, no fue difícil tender puentes. Alemán enloqueció ante aquella perdición rubia y dio rienda suelta a sus apetitos. En su frenesí combinaba detalles de petimetre, como dejar una rosa a la entrada de habitación de su amante o beber vino francés sólo en cristalería porfiriana, con un salvajismo de alcoba que le llevaba a “tratar a las mujeres como los proxenetas a sus prostitutas”.
Krüger, hitleriana hasta la médula, soportó la humillación (otra más) y con ello logró abrirse paso en las más altas instancias del Gobierno mexicano. Como amante del ministro de Interior, pudo relacionarse con generales y funcionarios y proporcionar datos estratégicos sobre la producción petrolera y de metales. Ese fue el momento estelar del servicio de espionaje hitleriano en México. Su ocaso no tardaría en llegar.
El 8 de diciembre de 1941, después del ataque japonés a Pearl Harbour, Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. Lo que hasta entonces habían sido presiones se transformaron en obligaciones. Washington, cuyos agentes de inteligencia no se habían quedado quietos, exigió la expulsión de los cabecillas de la quinta columna nazi: 22 nombres entre los que figuraba Hilda Krüger. El presidente Ávila Camacho aprobó su detención. Una tras otro fueron cayendo. Hilda se libró por un último favor de su amante.
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