Colombia ha vivido en un carrusel de emociones
desde que el pasado 2 de octubre el Gobierno perdiera el plebiscito
sobre el acuerdo de paz que había firmado unos días antes con las FARC
en un escenario de película en Cartagena de Indias.
El plebiscito lo ganó el 'No' por algo más de 55.000 votos animado por las iglesias evangélicas –convencidas de que el acuerdo acababa con la familia heteropatriarcal– y por las mentiras del partido del expresidente Álvaro Uribe, que indujo a pensar a miles de colombianos que el acuerdo era el anuncio de "una dictadura castro-chavista". No hacía falta un análisis sesudo para darse cuenta de la falacia, pero ahora el Consejo de Estado ha dictaminado que su campaña estuvo plagada de engaños y alarmismos infundados.
Tras el plebiscito, el performance. Una parte de la clase media urbana se echó a las calles con velas y flores en una toma del espacio público que tuvo poco impulso; las FARC organizaron vigilias ecuménicas y difundieron vídeos y memes en los que los guerrilleros pasaban a ser futbolistas, ornitólogos o, en general, "constructores de paz"; el Gobierno se encontró con el regalo de la década con el premio Nobel de paz que Oslo otorgó sólo a su presidente, Juan Manuel Santos; las víctimas del conflicto tomaron aire después del bajón anímico y le apostaron a sacar el acuerdo adelante como fuera, y en La Habana se renegoció el papel con el sello de la paz con mayores concesiones por parte de las FARC, y con algunos premios para los militares encarcelados por crímenes de guerra o los evangélicos que tantas piedras en forma de votos pusieron en las urnas ese 2 de octubre.
Cada mañana todo parecía estar a punto de estallar. Cada tarde se lanzaban mensajes de esperanza. Y en el territorio, mientras los guerrilleros se movían hacia las "zonas de preconcentración" –un invento para el mientras tanto–, los paramilitares y los frentes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) tomaban los espacios (y los negocios) que las FARC iban dejando en su camino.
El resultado ha sido un incremento inusitado de amenazas y atentados contra líderes sociales y campesinos que, según la oficina en Colombia del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, a 30 de noviembre ya había supuesto el asesinato de 52 de ellos. Cumbre Agraria eleva el número a 94. Muchos de ellos pertenecen a Marcha Patriótica, una red de movimientos sociales y campesinos que, desde 2012, ha perdido a 127 de sus militantes.
El siguiente paso fue lograr que la Corte Constitucional avalara un mecanismo parlamentario para el trámite acelerado del paquete legislativo imprescindible para la implementación de lo acordado y, ante todo, para la concentración y desarme de las FARC.
Eso se logró el 13 de diciembre y, a partir de ahí, aunque el país está en clave navideña y ya no hay vigilias ni marchas masivas de apoyo a lo que acontece, lo cierto es que los pasos son acelerados.
El lunes 19 de diciembre entraban al Congreso los seis observadores que, en nombre de un nuevo movimiento denominado Voces por la Paz y la reconciliación, ejercerán de observadores de lo que se tramite en el Parlamento. Ocupan los puestos con voz pero sin voto negociados por las FARC para este trámite.
En pocas horas se aprobó la ley de Amnistía e Indultos, condición de la guerrilla para dar pasos en su desarme, se creó el Concejo de Reintegración para facilitar el tránsito hacia la legalidad de los insurgentes, y ya está en curso el mecanismo para proteger a los exmiembros de las FARC y comenzar a desmontar el fenómeno del paramilitarismo, la principal amenaza al proceso.
Aunque hay diversos grupos paramilitares, el que se está haciendo notar con especial intensidad es el autodenominado como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), una nueva marca que antes fue conocida como el Clan Úsuga, el Clan del Golfo o Los Urabeños: una compleja combinación de crimen organizado, narcotráfico, fanatismo antisubversivo, y disputa del poder económico y político en alianza, en unas ocasiones, o con la omisión, en otras, de gamonales locales y miembros de las fuerzas armadas.
La dura realidad en los territorios hace que en la base se pase de la esperanza al desasosiego en segundos. “Para nosotros el acuerdo de paz no cambia nada en cuanto a las amenazas a los procesos campesinos”, explica un líder de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. "Se viene un manto grande de impunidad para el Estado… y si en veinte años no hemos visto nada de Justicia, por qué la deberíamos esperar ahora".
Otros líderes, como los de las comunidades étnicas (afro e indígenas) mantienen un discurso más optimista, aunque Richard Moreno, que forma parte de la Mesa Étnica por la Paz, matiza: "La construcción de la paz no tiene que ser lo que el Estado defina. Yo creo que nuestro mayor reto es ahí, porque realmente viene la puja del poder entre la sociedad civil y los grupos económicos y los grupos políticos. El debate es en torno a qué tipo de paz queremos. La represión social que se va a producir en el marco de la implementación de los acuerdos va a ser fuerte. Porque cuando empecemos a hablar de territorios o tierras en manos de empresarios, paracos o de la guerrilla, para devolvérselo a las comunidades… eso va a ser complicado".
Eso es lo que oculta un debate mediático que se enquista en la polarización política Santos-Uribe, y que entrará pronto en la batalla preelectoral de cara a los comicios presidenciales de mediados de 2018. Pero, en el territorio, los movimientos de base saben que lo que se juegan ahora es mucho más.
En la mesa de negociación de La Habana el Gobierno dejó claro que el modelo económico no era negociable, pero en realidad es ese modelo el que genera la mayoría de los conflictos y de las brechas sociales en el país: megaproyectos energéticos o mineros, reprimarización, un modelo fiscal que castiga a las clases medias y bajas, una legislación laboral que alimenta la informalidad en el trabajo...
Hay más temas en la agenda social que van a ser espinosos: el privatizado sistema de salud y pensiones, el establecimiento de Zonas de Reserva Campesina, la restitución de los 8 millones de hectáreas robados a los campesinos en la guerra, el destino de los 7 millones de desplazados internos reconocidos por el Gobierno, la búsqueda de los cuerpos de los 60.000 desaparecidos (una persona desaparecida cada ocho horas), el respeto a la autonomía en los territorios colectivos de afros e indígenas...
Piedad Córdoba, una de las políticas que más ha batallado por la paz y que más estigmatizada ha sido por las élites en Colombia, insistía hace unos días ante militantes de las izquierdas en que el acuerdo de paz con las FARC, y el que se sigue intentando con el ELN, son sólo una pequeña parte del reto que tiene el país por delante.
Córdoba apela a una Colombia más allá de la reconciliación, que sepa "convivir, más laica y politizada", con pensamiento crítico y un desarrollo "al servicio de la humanidad y no del bolsillo de unos pocos". Una sociedad que "inicie la descolonización del pensamiento, que abandone la ruta de asesinatos a líderes sociales y políticos, que acabe con la pandemia de los feminicidios. Ésta es una sociedad enferma y reconstruirla va a costar mucho esfuerzo".
El plebiscito lo ganó el 'No' por algo más de 55.000 votos animado por las iglesias evangélicas –convencidas de que el acuerdo acababa con la familia heteropatriarcal– y por las mentiras del partido del expresidente Álvaro Uribe, que indujo a pensar a miles de colombianos que el acuerdo era el anuncio de "una dictadura castro-chavista". No hacía falta un análisis sesudo para darse cuenta de la falacia, pero ahora el Consejo de Estado ha dictaminado que su campaña estuvo plagada de engaños y alarmismos infundados.
Tras el plebiscito, el performance. Una parte de la clase media urbana se echó a las calles con velas y flores en una toma del espacio público que tuvo poco impulso; las FARC organizaron vigilias ecuménicas y difundieron vídeos y memes en los que los guerrilleros pasaban a ser futbolistas, ornitólogos o, en general, "constructores de paz"; el Gobierno se encontró con el regalo de la década con el premio Nobel de paz que Oslo otorgó sólo a su presidente, Juan Manuel Santos; las víctimas del conflicto tomaron aire después del bajón anímico y le apostaron a sacar el acuerdo adelante como fuera, y en La Habana se renegoció el papel con el sello de la paz con mayores concesiones por parte de las FARC, y con algunos premios para los militares encarcelados por crímenes de guerra o los evangélicos que tantas piedras en forma de votos pusieron en las urnas ese 2 de octubre.
Cada mañana todo parecía estar a punto de estallar. Cada tarde se lanzaban mensajes de esperanza. Y en el territorio, mientras los guerrilleros se movían hacia las "zonas de preconcentración" –un invento para el mientras tanto–, los paramilitares y los frentes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) tomaban los espacios (y los negocios) que las FARC iban dejando en su camino.
El resultado ha sido un incremento inusitado de amenazas y atentados contra líderes sociales y campesinos que, según la oficina en Colombia del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, a 30 de noviembre ya había supuesto el asesinato de 52 de ellos. Cumbre Agraria eleva el número a 94. Muchos de ellos pertenecen a Marcha Patriótica, una red de movimientos sociales y campesinos que, desde 2012, ha perdido a 127 de sus militantes.
Los avances
Lo cierto es que Santos y las FARC decidieron seguir adelante y lograron firmar el 24 de noviembre un acuerdo de paz renegociado en tiempo récord. Esta vez lo hicieron sin tanta alharaca y con una ruta para su ratificación que logró culminarse el 30 de noviembre, cuando el Congreso de la República dio luz verde por mayoría a lo pactado.El siguiente paso fue lograr que la Corte Constitucional avalara un mecanismo parlamentario para el trámite acelerado del paquete legislativo imprescindible para la implementación de lo acordado y, ante todo, para la concentración y desarme de las FARC.
Eso se logró el 13 de diciembre y, a partir de ahí, aunque el país está en clave navideña y ya no hay vigilias ni marchas masivas de apoyo a lo que acontece, lo cierto es que los pasos son acelerados.
El lunes 19 de diciembre entraban al Congreso los seis observadores que, en nombre de un nuevo movimiento denominado Voces por la Paz y la reconciliación, ejercerán de observadores de lo que se tramite en el Parlamento. Ocupan los puestos con voz pero sin voto negociados por las FARC para este trámite.
En pocas horas se aprobó la ley de Amnistía e Indultos, condición de la guerrilla para dar pasos en su desarme, se creó el Concejo de Reintegración para facilitar el tránsito hacia la legalidad de los insurgentes, y ya está en curso el mecanismo para proteger a los exmiembros de las FARC y comenzar a desmontar el fenómeno del paramilitarismo, la principal amenaza al proceso.
Las dificultades
Pero es precisamente el paramilitarismo el que está complicando las cosas en los territorios. Las amenazas se multiplican y los atentados también. El control territorial en zonas tradicionalmente gobernado por las FARC es apetecido no sólo por ganar espacios, sino por los cultivos para uso ilícito que hay en esas áreas.Aunque hay diversos grupos paramilitares, el que se está haciendo notar con especial intensidad es el autodenominado como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), una nueva marca que antes fue conocida como el Clan Úsuga, el Clan del Golfo o Los Urabeños: una compleja combinación de crimen organizado, narcotráfico, fanatismo antisubversivo, y disputa del poder económico y político en alianza, en unas ocasiones, o con la omisión, en otras, de gamonales locales y miembros de las fuerzas armadas.
La dura realidad en los territorios hace que en la base se pase de la esperanza al desasosiego en segundos. “Para nosotros el acuerdo de paz no cambia nada en cuanto a las amenazas a los procesos campesinos”, explica un líder de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. "Se viene un manto grande de impunidad para el Estado… y si en veinte años no hemos visto nada de Justicia, por qué la deberíamos esperar ahora".
Otros líderes, como los de las comunidades étnicas (afro e indígenas) mantienen un discurso más optimista, aunque Richard Moreno, que forma parte de la Mesa Étnica por la Paz, matiza: "La construcción de la paz no tiene que ser lo que el Estado defina. Yo creo que nuestro mayor reto es ahí, porque realmente viene la puja del poder entre la sociedad civil y los grupos económicos y los grupos políticos. El debate es en torno a qué tipo de paz queremos. La represión social que se va a producir en el marco de la implementación de los acuerdos va a ser fuerte. Porque cuando empecemos a hablar de territorios o tierras en manos de empresarios, paracos o de la guerrilla, para devolvérselo a las comunidades… eso va a ser complicado".
Eso es lo que oculta un debate mediático que se enquista en la polarización política Santos-Uribe, y que entrará pronto en la batalla preelectoral de cara a los comicios presidenciales de mediados de 2018. Pero, en el territorio, los movimientos de base saben que lo que se juegan ahora es mucho más.
En la mesa de negociación de La Habana el Gobierno dejó claro que el modelo económico no era negociable, pero en realidad es ese modelo el que genera la mayoría de los conflictos y de las brechas sociales en el país: megaproyectos energéticos o mineros, reprimarización, un modelo fiscal que castiga a las clases medias y bajas, una legislación laboral que alimenta la informalidad en el trabajo...
Hay más temas en la agenda social que van a ser espinosos: el privatizado sistema de salud y pensiones, el establecimiento de Zonas de Reserva Campesina, la restitución de los 8 millones de hectáreas robados a los campesinos en la guerra, el destino de los 7 millones de desplazados internos reconocidos por el Gobierno, la búsqueda de los cuerpos de los 60.000 desaparecidos (una persona desaparecida cada ocho horas), el respeto a la autonomía en los territorios colectivos de afros e indígenas...
Piedad Córdoba, una de las políticas que más ha batallado por la paz y que más estigmatizada ha sido por las élites en Colombia, insistía hace unos días ante militantes de las izquierdas en que el acuerdo de paz con las FARC, y el que se sigue intentando con el ELN, son sólo una pequeña parte del reto que tiene el país por delante.
Córdoba apela a una Colombia más allá de la reconciliación, que sepa "convivir, más laica y politizada", con pensamiento crítico y un desarrollo "al servicio de la humanidad y no del bolsillo de unos pocos". Una sociedad que "inicie la descolonización del pensamiento, que abandone la ruta de asesinatos a líderes sociales y políticos, que acabe con la pandemia de los feminicidios. Ésta es una sociedad enferma y reconstruirla va a costar mucho esfuerzo".
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