En los últimos años se ha tratado de dar a conocer la articulación de
los diversos instrumentos represivos que forman parte del engranaje punitivo que es la Ley de Extranjería del Estado español. Así, se han puesto en marcha campañas contra los CIE y los vuelos de deportación, y en menor medida contra las redadas racistas necesarias para llenar ambos dispositivos. Sin embargo, en pocas ocasiones se ha conseguido poner el propio régimen de deportación en el centro de la cuestión.
La deportación es una herramienta estatal que permite sacar a una persona a la fuerza, contra su voluntad, de un territorio delimitado. En su adaptación a la actualidad española se presenta como un castigo legal que se puede imponer a una persona extranjera cuando no cumple los requisitos de la ley en materia de extranjería o asilo, o cuando se ve atrapada por el entramado del Código Penal, que le cierra todas las puertas al acceso o renovación del permiso de residencia. Al categorizar a determinadas personas como potencialmente deportables, el Estado despliega una forma de control directa sobre la vida de estas personas y, a su vez, éstas pasan a estar sometidas por un engranaje mayor que permite al Estado transmitir una serie de mensajes coercitivos al conjunto de la población.
La lucha contra la deportación requiere de su compresión como una de las piezas de la reproducción del racismo. Es necesario desentrañar la estructura legal en la que se sustenta dicho régimen, ya que es la dimensión jurídica la que abre la veda para categorizar como subhumanas, y en este caso como sujetos deportables, a personas migrantes a través de las leyes de extranjería, de asilo o penales. Pero es importante realizar al mismo tiempo una lectura que desvele al sistema de control migratorio, no como una herramienta para el control de flujos poblacionales al uso, sino como un sistema de institucionalización y reproducción del racismo y del control social, inherentes al capitalismo.
La violencia socioeconómica y laboral desplegada a través de la Ley de Extranjería, probablemente más sutil que los otros mecanismos de represión, sigue siendo la consecuencia más cotidiana de la deportabilidad. La eficacia real de esta maquinaria consiste en su capacidad para intensificar –a través de la amenaza de la deportación– el sometimiento vinculado al régimen de permisos de dicha ley. La exigencia de la cotización para renovar los permisos obliga a toda una serie de trabajadores y trabajadoras migrantes a mantener contratos laborales de explotación salarial y servidumbre para poder renovar las tarjetas de residencia. Éste es el pulmón que regula los precios de la mano de obra del mercado laboral, sobre todo en los sectores más precarios y menos regulados del Estado, como la construcción, la hostelería, el trabajo de cuidados y la agricultura. A pesar de que el Estado sabe que éstos son los nichos laborales ocupados por una gran parte de la población migrante, la supervisión del código laboral en estos espacios es casi nula. Podríamos alegar que se da una implementación selectiva de la legalidad: allá donde haya vendedores ambulantes, trabajadoras del sexo y demás ocupantes del espacio público haciendo un uso contranormativo y, ante todo, perjudicial para el orden capitalista, es donde se despliega el control policial y adonde se dirigen los esfuerzos de la publicidad de la regulación y el “cumplimiento de la ley”.
A través de las redadas racistas y la persecución y detención de personas extranjeras en la vía pública –miles de operativos cada año, difícilmente cuantificables tanto en número como en su trascendencia simbólica–, se activa uno de los mecanismos legitimadores del sistema de deportación. Los componentes de este régimen, esto es, las redadas, las detenciones y los internamientos en los CIE, son el potenciador del imaginario criminal en clave racista. Actúan como prueba de cargo en el discurso que liga inseguridad con inmigración o inseguridad con negros, moros, sudakas y gitanos. No es casual que veamos a personas racializadas en nuestros barrios rodeadas de policía y pensemos "¿qué habrán hecho?". Así, en la exhibición de la detención pública y el encierro de personas deportables nos encontramos ante un despliegue de poder estatal con una alta carga simbólica “para todos los públicos”.
Por un lado, a la población 'autóctona' se le comunica que las fuerzas de seguridad protegen a sus ciudadanos (blancos y occidentales) ante las amenazas de la inmigración (escenificada por cuerpos que reproducen la categorización racial vinculada a la identidad de los Estados-nación). Y, por otro lado, a las personas migrantes se les recuerda su condición de personas deportables. Estas prácticas, que inevitablemente delimitan usos del espacio público, las relaciones, la participación social, cultural y política, etc., son tanto un mandato a la obediencia y la sumisión de los otros, como una política que potencia la construcción de la alteridad en clave racial.
Como vemos, la violencia simbólica es indisociable del aparato de la deportabilidad. Pero también es necesario abordar la violencia más explícita, la física, como inherente a la institucionalización del racismo; en este caso, a través de la propia deportación forzada. La construcción legal de la alteridad ha proporcionado el marco ideal para la violencia normativizada. El maltrato físico está legitimado en protocolos de la Policía Nacional tales como el de 'Normas de actuación en las repatriaciones y traslados de detenidos (…)', que ampara la utilización de la fuerza física y la sedación forzosa para garantizar la expulsión en casos de resistencia de la persona durante su deportación. En este documento encontramos frases que indican a los policías –tal es la violencia prevista– que no se puede matar a las personas expulsadas: “En ningún caso la aplicación de las medidas coercitivas podrá comprometer las funciones vitales del repatriado”.
De hecho, este documento fue puesto en circulación por primera vez meses después de la muerte por asfixia de Osamuyi Aikpitanyi en el vuelo comercial de Iberia que lo repatriaba –rodeado de turistas– en el año 2007. Existen varias denuncias de maltrato, tortura e incluso muerte en las deportaciones, tanto en el Estado español como en Europa. Entre otras, el caso de torturas denunciado por Alfredo en Barcelona en el 2014 y el caso de Sandra en Madrid, así como el caso de Jimmy Mubenga en el Reino Unido, también asfixiado hasta la muerte en octubre del 2010, igual que Semira Adamu hace ya 18 años en Bélgica. Si bien los casos de Osamuyi y Mubenga llegaron a juicio, la decisión del juzgado en el caso de Osamuyi fue condenar a seiscientos euros de multa a los policías encargados de este operativo por una “falta de imprudencia leve”. En el caso de Mubenga fueron absueltos.
El régimen de deportación de los Estados modernos se asienta así sobre una serie de prácticas y legislaciones discriminatorias aparentemente propias de periodos históricos reconocidos como vergonzantes y discursivamente condenados. Sin embargo, jamás sus métodos han sido llevados a juicio, ni mucho menos reparados de ninguna forma. Más aún, estas técnicas de gobierno se han sofisticado hasta aceptarse como inherentes al ejercicio legítimo de la soberanía, y como solución natural a algunos de los problemas que plantean los Estados-nación modernos. Un claro ejemplo es el último acuerdo de la Unión Europea con Turquía respecto a las personas refugiadas.
En una realidad social y económicamente cada vez más precaria donde es la emigración la que configura el mapa de la movilidad española actual, deberíamos preguntarnos: ¿qué implica deportar a la fuerza a miles de personas al año cuando la irregularidad no alcanza al 1% de la población total? En términos de regulación de flujos, realmente, nada. En términos de coste humano, así como de herramienta de legitimación del racismo institucionalizado, control social y castigo ejemplarizante, todo.
La deportación es una herramienta estatal que permite sacar a una persona a la fuerza, contra su voluntad, de un territorio delimitado. En su adaptación a la actualidad española se presenta como un castigo legal que se puede imponer a una persona extranjera cuando no cumple los requisitos de la ley en materia de extranjería o asilo, o cuando se ve atrapada por el entramado del Código Penal, que le cierra todas las puertas al acceso o renovación del permiso de residencia. Al categorizar a determinadas personas como potencialmente deportables, el Estado despliega una forma de control directa sobre la vida de estas personas y, a su vez, éstas pasan a estar sometidas por un engranaje mayor que permite al Estado transmitir una serie de mensajes coercitivos al conjunto de la población.
La lucha contra la deportación requiere de su compresión como una de las piezas de la reproducción del racismo. Es necesario desentrañar la estructura legal en la que se sustenta dicho régimen, ya que es la dimensión jurídica la que abre la veda para categorizar como subhumanas, y en este caso como sujetos deportables, a personas migrantes a través de las leyes de extranjería, de asilo o penales. Pero es importante realizar al mismo tiempo una lectura que desvele al sistema de control migratorio, no como una herramienta para el control de flujos poblacionales al uso, sino como un sistema de institucionalización y reproducción del racismo y del control social, inherentes al capitalismo.
La violencia socioeconómica y laboral desplegada a través de la Ley de Extranjería, probablemente más sutil que los otros mecanismos de represión, sigue siendo la consecuencia más cotidiana de la deportabilidad. La eficacia real de esta maquinaria consiste en su capacidad para intensificar –a través de la amenaza de la deportación– el sometimiento vinculado al régimen de permisos de dicha ley. La exigencia de la cotización para renovar los permisos obliga a toda una serie de trabajadores y trabajadoras migrantes a mantener contratos laborales de explotación salarial y servidumbre para poder renovar las tarjetas de residencia. Éste es el pulmón que regula los precios de la mano de obra del mercado laboral, sobre todo en los sectores más precarios y menos regulados del Estado, como la construcción, la hostelería, el trabajo de cuidados y la agricultura. A pesar de que el Estado sabe que éstos son los nichos laborales ocupados por una gran parte de la población migrante, la supervisión del código laboral en estos espacios es casi nula. Podríamos alegar que se da una implementación selectiva de la legalidad: allá donde haya vendedores ambulantes, trabajadoras del sexo y demás ocupantes del espacio público haciendo un uso contranormativo y, ante todo, perjudicial para el orden capitalista, es donde se despliega el control policial y adonde se dirigen los esfuerzos de la publicidad de la regulación y el “cumplimiento de la ley”.
A través de las redadas racistas y la persecución y detención de personas extranjeras en la vía pública –miles de operativos cada año, difícilmente cuantificables tanto en número como en su trascendencia simbólica–, se activa uno de los mecanismos legitimadores del sistema de deportación. Los componentes de este régimen, esto es, las redadas, las detenciones y los internamientos en los CIE, son el potenciador del imaginario criminal en clave racista. Actúan como prueba de cargo en el discurso que liga inseguridad con inmigración o inseguridad con negros, moros, sudakas y gitanos. No es casual que veamos a personas racializadas en nuestros barrios rodeadas de policía y pensemos "¿qué habrán hecho?". Así, en la exhibición de la detención pública y el encierro de personas deportables nos encontramos ante un despliegue de poder estatal con una alta carga simbólica “para todos los públicos”.
Por un lado, a la población 'autóctona' se le comunica que las fuerzas de seguridad protegen a sus ciudadanos (blancos y occidentales) ante las amenazas de la inmigración (escenificada por cuerpos que reproducen la categorización racial vinculada a la identidad de los Estados-nación). Y, por otro lado, a las personas migrantes se les recuerda su condición de personas deportables. Estas prácticas, que inevitablemente delimitan usos del espacio público, las relaciones, la participación social, cultural y política, etc., son tanto un mandato a la obediencia y la sumisión de los otros, como una política que potencia la construcción de la alteridad en clave racial.
Como vemos, la violencia simbólica es indisociable del aparato de la deportabilidad. Pero también es necesario abordar la violencia más explícita, la física, como inherente a la institucionalización del racismo; en este caso, a través de la propia deportación forzada. La construcción legal de la alteridad ha proporcionado el marco ideal para la violencia normativizada. El maltrato físico está legitimado en protocolos de la Policía Nacional tales como el de 'Normas de actuación en las repatriaciones y traslados de detenidos (…)', que ampara la utilización de la fuerza física y la sedación forzosa para garantizar la expulsión en casos de resistencia de la persona durante su deportación. En este documento encontramos frases que indican a los policías –tal es la violencia prevista– que no se puede matar a las personas expulsadas: “En ningún caso la aplicación de las medidas coercitivas podrá comprometer las funciones vitales del repatriado”.
De hecho, este documento fue puesto en circulación por primera vez meses después de la muerte por asfixia de Osamuyi Aikpitanyi en el vuelo comercial de Iberia que lo repatriaba –rodeado de turistas– en el año 2007. Existen varias denuncias de maltrato, tortura e incluso muerte en las deportaciones, tanto en el Estado español como en Europa. Entre otras, el caso de torturas denunciado por Alfredo en Barcelona en el 2014 y el caso de Sandra en Madrid, así como el caso de Jimmy Mubenga en el Reino Unido, también asfixiado hasta la muerte en octubre del 2010, igual que Semira Adamu hace ya 18 años en Bélgica. Si bien los casos de Osamuyi y Mubenga llegaron a juicio, la decisión del juzgado en el caso de Osamuyi fue condenar a seiscientos euros de multa a los policías encargados de este operativo por una “falta de imprudencia leve”. En el caso de Mubenga fueron absueltos.
Llueve sobre mojado…
Si analizamos la genealogía histórica de la deportación, se pueden enumerar prácticas análogas tan atroces como el exilio y la exclusión en el imperio romano y la polis griega, la expulsión de los moriscos y los judíos del incipiente estado español, el destierro y las leyes de transporte de convictos a las colonias en la temprana modernidad desde Inglaterra, el comercio transnacional de esclavos durante la colonización, o la deportación a campos de exterminio de determinados grupos étnicos –como los gitanos y los judíos– en la Alemania nazi, entre muchas otras.El régimen de deportación de los Estados modernos se asienta así sobre una serie de prácticas y legislaciones discriminatorias aparentemente propias de periodos históricos reconocidos como vergonzantes y discursivamente condenados. Sin embargo, jamás sus métodos han sido llevados a juicio, ni mucho menos reparados de ninguna forma. Más aún, estas técnicas de gobierno se han sofisticado hasta aceptarse como inherentes al ejercicio legítimo de la soberanía, y como solución natural a algunos de los problemas que plantean los Estados-nación modernos. Un claro ejemplo es el último acuerdo de la Unión Europea con Turquía respecto a las personas refugiadas.
Hasta el día de hoy no ha habido coste legal, político ni social para los gobiernos por conservar sus Regímenes de Deportación. Dicho régimen ha conseguido sostener su disfraz como un mecanismo regulador de flujos migratorios en una sociedad donde se ha orquestado la percepción de la inmigración como amenaza al Estado de bienestar y a una pretendida identidad nacional. Sin embargo, si comprendemos que la irregularidad administrativa ha sido creada por el propio Estado, es justo decir que hay una articulación interesada del "problema de la inmigración irregular". Esto se debe a que el discurso oficial narrado a través del aparato mediático y político es una puesta en escena necesaria para la legitimación de aquellas leyes y acciones que, de otro modo, serían claramente percibidas como extremadamente violentas y racistas.
En una realidad social y económicamente cada vez más precaria donde es la emigración la que configura el mapa de la movilidad española actual, deberíamos preguntarnos: ¿qué implica deportar a la fuerza a miles de personas al año cuando la irregularidad no alcanza al 1% de la población total? En términos de regulación de flujos, realmente, nada. En términos de coste humano, así como de herramienta de legitimación del racismo institucionalizado, control social y castigo ejemplarizante, todo.
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