revistaañocero.com
¿Qué han descubierto en el Santo Sepulcro?
Lo
que en apariencia era una «simple» restauración se ha convertido en una
campaña arqueológica que trata de desvelar si el Santo Sepulcro de
Jerusalén es o no la verdadera tumba de Cristo.
Por Josep Guijarro
Por Josep Guijarro
So pretexto de reparar las serias fallas
estructurales después de siglos expuesta a la humedad y al humo de las
velas, la conservadora de la Universidad Técnica Nacional de Atenas,
Antonia Moropoulou, convenció a los ortodoxos griegos, la Iglesia
católica y las autoridades armenias de la necesaria intervención en el
Santo Sepulcro de Jerusalén.
En el mes de junio se iniciaron estos trabajos que pretendían, además, dotar al lugar más sagrado de la cristiandad de un sistema de resistencia que evitara el riesgo de ser destruido por un terremoto.
De hecho, cuando el pasado mes de julio visité Tierra Santa, uno de mis objetivos residía en conocer la situación en que se encontraba la basílica. Sabía que los peregrinos podían visitar el lugar durante los ocho meses que los expertos preveían durarían las obras y, así las cosas, me dirigí a este lugar sagrado a través del bazar de la ciudad vieja.
Como un peregrino más, me interné en el templo, ascendí por las escaleras hasta el martyrion, que es donde –supuestamente— se situaba el Gólgota y, después, seguí hasta el centro del anastasis donde, según la tradición, fue sepultado Jesús y resucitó al tercer día. Pero, a diferencia de otras ocasiones, no había colas, apenas un puñado de peregrinos.
Rodeado por las dieciocho columnas que sostienen el ornamentado techo en forma de cúpula, se extendían andamios y plásticos que los técnicos de la Universidad de Atenas habían colocado para proteger el edículo, un templete que sirve de tabernáculo o relicario, a la losa donde fue depositado el cuerpo de Cristo.
Una losa medieval
Su construcción se remonta a 1555. Ese año, el padre franciscano Bonifacio de Ragusa, a la sazón custodio de los Santos Lugares, conseguía permiso de Solimán el Magnífico para restaurarlo, ya que databa de la época de las Cruzadas y se encontraba en un estado deplorable.
Los franciscanos se dedicaron a excavar en el edículo donde aseguraron hallar parte del antiguo enterramiento de Constantino. Sobre la tumba de Cristo se encontró, además, un trozo de madera que se dividió en tres partes: uno fue enviado al Papa Pío IV, otro al emperador Carlos I de España y V de Alemania, y el tercero se conserva en la Custodia Franciscana de Jerusalén.
No fue el único hallazgo que sobrecogió a los allí reunidos. En su Liber de perenni cultu Terrae Sanctae (1577), Bonifacio explica que también encontraron en la roca sobre la que –presuntamente— yació el cuerpo sin vida de Cristo, unos frescos que se desintegraron al entrar en contacto con el aire. El relato del franciscano no puede ser más elocuente: “Se ofreció a nuestros ojos el sepulcro del Señor de modo claro, excavado en la roca. En él vimos representados dos ángeles, uno de ellos con una inscripción que decía: ‘Ha resucitado, no está aquí’, mientras que el otro, señalaba al sepulcro y proclamaba: ‘He aquí el lugar donde fue depositado’”.
No soy quién para juzgarlo. En todo caso, cuando hinqué las rodillas en el suelo y apoyé mis brazos en la losa de mármol que de Ragusa colocó allí para evitar el expolio de los peregrinos –ávidos de recuerdos— me embargó la emoción; no tanto por las palabras que pronunció el fundador de la actual Iglesia, Pablo de Tarso: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra esperanza”, sino por toda la sangre derramada a lo largo de la historia por preservar este lugar emblemático. No cabe duda que posee una energía muy especial.
¿Restauración o arqueología?
Poco podía imaginar entonces lo que, escasamente tres meses más tarde, acontecería en este escenario de apenas tres metros cuadrados. Frederik Hiebert, arqueólogo de National Geographic Society llenaría de grúas y poleas este lugar santo para retirar la losa de mármol en busca de la roca original donde, según la tradición, estuvo el cuerpo de Cristo. La operación –en cierto modo— trajo a mi memoria la incursión que la fundación estadounidense llevó a cabo en la Gran Pirámide de Gizá, en Egipto, para explorar los mal llamados «canales de ventilación» de la Cámara de la Reina. La construcción destinada a albergar la momia del rey Keops estuvo cerrada al público so pretexto de restaurar su interior por el impacto del turismo pero, en realidad estaban realizando en su interior labores arqueológicas; buscaban cámaras secretas en la pirámide.
En 1993, durante la instalación de un sistema de aire acondicionado en la Cámara de la Reina, el ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink descubrió que, a 65 metros de profundidad, estos «canales de ventilación» que recorren unos pocos metros en horizontal, antes de dar un brusco giro y emprender un pronunciado ascenso, con ángulos de inclinación distintos, para el que figura en el Norte y el que está en la pared Sur, no comunicaban al exterior. El pequeño robot con el que el ingeniero alemán los exploró, reveló que terminaban en una puertecita con dos pernos de metal, derretidos por el paso del tiempo.
Gantenbrink estaba convencido que aquella portezuela conducía a una cámara secreta pero, pese a la trascendencia del hallazgo, nunca consiguió los permisos para seguir explorando.
Hubo que esperar nueve largos años para desvelar qué escondía la puerta. El 17 de septiembre de 2002, un robot de National Geographic Channel perforaba la puerta de Gantenbrink y deslizó un ojo de fibra óptica por un orificio de dos centímetros. La retransmisión fue realizada para 115 millones de hogares de 141 países y traducida a 23 idiomas.
Pese a que los trabajos de restauración se demorarán aún hasta la primavera de 2017, como sucedió con la Gran Pirámide, National Geographic Channel prevé estrenar a finales de este año un documental sobre la Tumba de Dios. En él veremos, por primera vez en 800 años la roca sobre la que –presuntamente— yació el cuerpo de Jesús.
Para ello no escatimaron en medios tecnológicos. Un dron sobrevoló el edículo para proporcionar planos aéreos mientras el equipo de investigación sondeaba la capilla y la tumba con georádares y escáneres láser que penetraron la losa.
Al caer la tarde del pasado 26 de octubre, sin publicidad ni ceremonia alguna, aún con algunos turistas sorprendidos por el temprano cierre de la iglesia, representantes de las tres principales confesiones que guardan el Santo Sepulcro de Jerusalén —franciscanos, greco-ortodoxos y armenios, el arqueólogo Frederik Hiebert y el equipo griego de restauración, se dispusieron a levantar la lápida de mármol que había colocado allí el franciscano de Ragusa en 1555.
“Nos dijeron que durante algunos días no podríamos oficiar misa en el interior de la tumba”, confirmó el padre Artemio Vítores, que fue vicecustodio franciscano. «El viernes por la mañana [por el día 28] yo ya pude hacer culto con total normalidad…» y con la lápida en su sitio.
Habían transcurrido sesenta horas de trabajo minucioso que pusieron al descubierto material de relleno, compactado por el paso de los siglos. Tras su retirada, los investigadores se toparon con otra losa de mármol que tenía grabada una cruz cristiana que –estiman— podría datar de la época de las Cruzadas. Al fin, la noche del 28 de octubre, unas horas antes del sellado definitivo de la tumba, apareció intacta la cama sepulcral labrada en la roca caliza.
¿Qué más esperan encontrar?
National Geographic aseguró que este hallazgo supone una prueba visible de que la localización de la tumba no ha cambiado a lo largo de los siglos. ¿Es que hay en Jerusalén otras localizaciones? (ver recuadro) ¿Puede haber algún otro hallazgo significativo?
Es una incógnita. El arqueólogo británico Martin Biddle, que estudió el lugar en la década de los noventa, especuló que podría haber antiguas pintadas dejadas en la cueva por los primeros peregrinos ya sea alrededor de la roca o en el suelo, debajo de la rotonda; «tal vez garabatos de ¡Ha resucitado!»
Otros rumores son más evocadores y nos dan qué pensar, como el sugerido por el escritor y periodista Juan Arias, autor de Jesús, ese gran desconocido. Como si fuera una escena más de la evocadora película The Body, protagonizada por Antonio Banderas, cree que numerosos cristianos temen que los científicos puedan revelar algún misterio, como encontrar restos del cadáver del Nazareno. Esta circunstancia haría tambalear la piedra angular de la fe cristiana: la resurrección.
Por eso no es extraño que, tras la aproximación científica a la tumba de Cristo, algunos teólogos se hayan apresurado a precisar que la resurrección habría sido más bien simbólica, significaría que la vida no acaba con la muerte. La Iglesia oficial y ortodoxa del Vaticano, sin embargo, sigue defendiendo la resurrección de Jesús en “cuerpo y alma”.
Aunque no nos engañemos. Por muy avanzados métodos de exploración es difícil que tras un terremoto, dos incendios y el paso de los siglos hayan podido conservar restos de quién fue enterrado allí. Y es que los arqueólogos no pueden demostrar si se trata en realidad de la tumba de Jesús de Nazaret. Tan sólo comprender las razones que llevaron a Santa Helena a señalar en el 326 este lugar como el enterramiento de Cristo. De hecho, junto al trocito de madera que mencioné al principio, fue encontrado un pergamino en el que se leían las palabras “Helena Magni”, inscripción que algunos estudiosos interpretan como parte de un texto en el que podría leerse “Helena, madre del gran Constantino”.
Las fuentes históricas sugieren que el emperador Adriano levantó un templo sobre la tumba de Cristo para reivindicar el poder de la religión estatal romana en un sitio que veneraban los cristianos desde hacía años. Constantino, el defensor del cristianismo, ordenó la demolición del templo y levantó una basílica que ha sufrido numerosas destrucciones y reconstrucciones a lo largo de la historia.
Que el lugar fue un cementerio del siglo I no lo duda casi nadie. En el interior de la capilla de José de Arimatea y Nicodemo, con las paredes estaban ennegrecidas por el incendio de 1810 son visibles dos orificios destinados a soportar urnas funerarias. Se trata de sepulcros tipo kokhim que muestran cómo debió ser aquella cueva mausoleo.
Este artículo fue publicado en el nº318 de AÑO CERO.
En el mes de junio se iniciaron estos trabajos que pretendían, además, dotar al lugar más sagrado de la cristiandad de un sistema de resistencia que evitara el riesgo de ser destruido por un terremoto.
De hecho, cuando el pasado mes de julio visité Tierra Santa, uno de mis objetivos residía en conocer la situación en que se encontraba la basílica. Sabía que los peregrinos podían visitar el lugar durante los ocho meses que los expertos preveían durarían las obras y, así las cosas, me dirigí a este lugar sagrado a través del bazar de la ciudad vieja.
Como un peregrino más, me interné en el templo, ascendí por las escaleras hasta el martyrion, que es donde –supuestamente— se situaba el Gólgota y, después, seguí hasta el centro del anastasis donde, según la tradición, fue sepultado Jesús y resucitó al tercer día. Pero, a diferencia de otras ocasiones, no había colas, apenas un puñado de peregrinos.
Rodeado por las dieciocho columnas que sostienen el ornamentado techo en forma de cúpula, se extendían andamios y plásticos que los técnicos de la Universidad de Atenas habían colocado para proteger el edículo, un templete que sirve de tabernáculo o relicario, a la losa donde fue depositado el cuerpo de Cristo.
Una losa medieval
Su construcción se remonta a 1555. Ese año, el padre franciscano Bonifacio de Ragusa, a la sazón custodio de los Santos Lugares, conseguía permiso de Solimán el Magnífico para restaurarlo, ya que databa de la época de las Cruzadas y se encontraba en un estado deplorable.
Los franciscanos se dedicaron a excavar en el edículo donde aseguraron hallar parte del antiguo enterramiento de Constantino. Sobre la tumba de Cristo se encontró, además, un trozo de madera que se dividió en tres partes: uno fue enviado al Papa Pío IV, otro al emperador Carlos I de España y V de Alemania, y el tercero se conserva en la Custodia Franciscana de Jerusalén.
No fue el único hallazgo que sobrecogió a los allí reunidos. En su Liber de perenni cultu Terrae Sanctae (1577), Bonifacio explica que también encontraron en la roca sobre la que –presuntamente— yació el cuerpo sin vida de Cristo, unos frescos que se desintegraron al entrar en contacto con el aire. El relato del franciscano no puede ser más elocuente: “Se ofreció a nuestros ojos el sepulcro del Señor de modo claro, excavado en la roca. En él vimos representados dos ángeles, uno de ellos con una inscripción que decía: ‘Ha resucitado, no está aquí’, mientras que el otro, señalaba al sepulcro y proclamaba: ‘He aquí el lugar donde fue depositado’”.
Bonifacio de Ragusa restauró el edículo y colocó sobre él una cúpula de estilo renacentista que perduró hasta el 12 de octubre de 1808, cuando un misterioso incendio destruyó la práctica totalidad del Santo Sepulcro.Se desplomó la cúpula de la Basílica, aunque “milagrosamente” permaneció incólume el interior de la Tumba de Cristo. ¿Casualidad o milagro?
No soy quién para juzgarlo. En todo caso, cuando hinqué las rodillas en el suelo y apoyé mis brazos en la losa de mármol que de Ragusa colocó allí para evitar el expolio de los peregrinos –ávidos de recuerdos— me embargó la emoción; no tanto por las palabras que pronunció el fundador de la actual Iglesia, Pablo de Tarso: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra esperanza”, sino por toda la sangre derramada a lo largo de la historia por preservar este lugar emblemático. No cabe duda que posee una energía muy especial.
¿Restauración o arqueología?
Poco podía imaginar entonces lo que, escasamente tres meses más tarde, acontecería en este escenario de apenas tres metros cuadrados. Frederik Hiebert, arqueólogo de National Geographic Society llenaría de grúas y poleas este lugar santo para retirar la losa de mármol en busca de la roca original donde, según la tradición, estuvo el cuerpo de Cristo. La operación –en cierto modo— trajo a mi memoria la incursión que la fundación estadounidense llevó a cabo en la Gran Pirámide de Gizá, en Egipto, para explorar los mal llamados «canales de ventilación» de la Cámara de la Reina. La construcción destinada a albergar la momia del rey Keops estuvo cerrada al público so pretexto de restaurar su interior por el impacto del turismo pero, en realidad estaban realizando en su interior labores arqueológicas; buscaban cámaras secretas en la pirámide.
En 1993, durante la instalación de un sistema de aire acondicionado en la Cámara de la Reina, el ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink descubrió que, a 65 metros de profundidad, estos «canales de ventilación» que recorren unos pocos metros en horizontal, antes de dar un brusco giro y emprender un pronunciado ascenso, con ángulos de inclinación distintos, para el que figura en el Norte y el que está en la pared Sur, no comunicaban al exterior. El pequeño robot con el que el ingeniero alemán los exploró, reveló que terminaban en una puertecita con dos pernos de metal, derretidos por el paso del tiempo.
Gantenbrink estaba convencido que aquella portezuela conducía a una cámara secreta pero, pese a la trascendencia del hallazgo, nunca consiguió los permisos para seguir explorando.
Hubo que esperar nueve largos años para desvelar qué escondía la puerta. El 17 de septiembre de 2002, un robot de National Geographic Channel perforaba la puerta de Gantenbrink y deslizó un ojo de fibra óptica por un orificio de dos centímetros. La retransmisión fue realizada para 115 millones de hogares de 141 países y traducida a 23 idiomas.
La exclusiva reportó pingües beneficios al gobierno egipcio que antepuso el show televisivo a la arqueología más académica. ¿Podía suceder algo parecido en el Santo Sepulcro?Una operación con ¿luz y taquígrafos?
Pese a que los trabajos de restauración se demorarán aún hasta la primavera de 2017, como sucedió con la Gran Pirámide, National Geographic Channel prevé estrenar a finales de este año un documental sobre la Tumba de Dios. En él veremos, por primera vez en 800 años la roca sobre la que –presuntamente— yació el cuerpo de Jesús.
Para ello no escatimaron en medios tecnológicos. Un dron sobrevoló el edículo para proporcionar planos aéreos mientras el equipo de investigación sondeaba la capilla y la tumba con georádares y escáneres láser que penetraron la losa.
Al caer la tarde del pasado 26 de octubre, sin publicidad ni ceremonia alguna, aún con algunos turistas sorprendidos por el temprano cierre de la iglesia, representantes de las tres principales confesiones que guardan el Santo Sepulcro de Jerusalén —franciscanos, greco-ortodoxos y armenios, el arqueólogo Frederik Hiebert y el equipo griego de restauración, se dispusieron a levantar la lápida de mármol que había colocado allí el franciscano de Ragusa en 1555.
“Nos dijeron que durante algunos días no podríamos oficiar misa en el interior de la tumba”, confirmó el padre Artemio Vítores, que fue vicecustodio franciscano. «El viernes por la mañana [por el día 28] yo ya pude hacer culto con total normalidad…» y con la lápida en su sitio.
Habían transcurrido sesenta horas de trabajo minucioso que pusieron al descubierto material de relleno, compactado por el paso de los siglos. Tras su retirada, los investigadores se toparon con otra losa de mármol que tenía grabada una cruz cristiana que –estiman— podría datar de la época de las Cruzadas. Al fin, la noche del 28 de octubre, unas horas antes del sellado definitivo de la tumba, apareció intacta la cama sepulcral labrada en la roca caliza.
¿Qué más esperan encontrar?
National Geographic aseguró que este hallazgo supone una prueba visible de que la localización de la tumba no ha cambiado a lo largo de los siglos. ¿Es que hay en Jerusalén otras localizaciones? (ver recuadro) ¿Puede haber algún otro hallazgo significativo?
Es una incógnita. El arqueólogo británico Martin Biddle, que estudió el lugar en la década de los noventa, especuló que podría haber antiguas pintadas dejadas en la cueva por los primeros peregrinos ya sea alrededor de la roca o en el suelo, debajo de la rotonda; «tal vez garabatos de ¡Ha resucitado!»
Otros rumores son más evocadores y nos dan qué pensar, como el sugerido por el escritor y periodista Juan Arias, autor de Jesús, ese gran desconocido. Como si fuera una escena más de la evocadora película The Body, protagonizada por Antonio Banderas, cree que numerosos cristianos temen que los científicos puedan revelar algún misterio, como encontrar restos del cadáver del Nazareno. Esta circunstancia haría tambalear la piedra angular de la fe cristiana: la resurrección.
Por eso no es extraño que, tras la aproximación científica a la tumba de Cristo, algunos teólogos se hayan apresurado a precisar que la resurrección habría sido más bien simbólica, significaría que la vida no acaba con la muerte. La Iglesia oficial y ortodoxa del Vaticano, sin embargo, sigue defendiendo la resurrección de Jesús en “cuerpo y alma”.
Aunque no nos engañemos. Por muy avanzados métodos de exploración es difícil que tras un terremoto, dos incendios y el paso de los siglos hayan podido conservar restos de quién fue enterrado allí. Y es que los arqueólogos no pueden demostrar si se trata en realidad de la tumba de Jesús de Nazaret. Tan sólo comprender las razones que llevaron a Santa Helena a señalar en el 326 este lugar como el enterramiento de Cristo. De hecho, junto al trocito de madera que mencioné al principio, fue encontrado un pergamino en el que se leían las palabras “Helena Magni”, inscripción que algunos estudiosos interpretan como parte de un texto en el que podría leerse “Helena, madre del gran Constantino”.
Las fuentes históricas sugieren que el emperador Adriano levantó un templo sobre la tumba de Cristo para reivindicar el poder de la religión estatal romana en un sitio que veneraban los cristianos desde hacía años. Constantino, el defensor del cristianismo, ordenó la demolición del templo y levantó una basílica que ha sufrido numerosas destrucciones y reconstrucciones a lo largo de la historia.
Que el lugar fue un cementerio del siglo I no lo duda casi nadie. En el interior de la capilla de José de Arimatea y Nicodemo, con las paredes estaban ennegrecidas por el incendio de 1810 son visibles dos orificios destinados a soportar urnas funerarias. Se trata de sepulcros tipo kokhim que muestran cómo debió ser aquella cueva mausoleo.
Este artículo fue publicado en el nº318 de AÑO CERO.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario