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La burbuja de Mariano Rajoy y la ballena de Jonás
Esteban Ordóñez
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El 26 de julio vivimos por unas horas dentro del vientre de
Mariano Rajoy como Jonás en la ballena. Desde la salida de la estación,
a quince minutos a pie de la Audiencia Nacional, se percibía un tráfico
de furgones policiales inhabitual. El perímetro acordonado era
extensísimo. San Fernando de Henares era el pueblo de las vallas
amarillas. Traspasar el cerco nos permitió sentir el mundo como lo hace
el presidente del Gobierno y averiguar cómo funciona su sistema
cognitivo. Se oían proclamas, protestas, pero sonaban tan lejos que
parecían pertenecer a otra dimensión. Los gritos reflejaban las
consecuencias sociales de la podredumbre del PP y del sistema
democrático, la materialización del desencanto, pero uno llegaba a dudar
de si sucedían en la realidad o no. Así es como se oye al pueblo desde
el vientre de Rajoy. De ese modo se compone el ecosistema del
presidente: su séquito cerca y un decorado de periodistas agolpados (hoy
más de 300) a los que resulta facilísimo ignorar. Aun así, el entorno
se asemeja al mundo real y nos confunde: allá adónde va, el presidente
transporta una burbuja construida solo para él. Será necesaria por
seguridad; sin embargo, también confecciona una forma de existir. En
esta burbuja iba a fundamentarse gran parte de su comparecencia.
Ese gusto por el aislamiento llegó al extremo. Rajoy
llegaba de dos días de encierro en Doñana para preparar la
comparecencia, y lo hizo en coche, sin asomar la cara, entrando por una
puerta lateral del edificio. Esa separación entre la vida y él incluso
se reflejó en el aspecto escenográfico. Aunque acudía en calidad de
‘ciudadano’, disfrutó de privilegios. Se le preparó una mesa que nunca
había estado allí: al costado del tribunal, encima de la tarima,
distinguido en orientación y altura de los acusados y testigos que
previamente han pasado por la sala (parecía un juez suplente o un
taquígrafo). El tiro de cámara lo mostraba solitario: no se veía a su
espalda el banquillo de los procesados. Cuando pasen los años, la
fotografía, por sí misma, no dirá nada. Le han ganado algo a la
historia.
Ese trato exclusivo contradecía el discurso del PP de los últimos tiempos, a saber: que la declaración del presidente formaba parte de la normalidad democrática
Ese trato exclusivo contradecía el discurso del PP de los
últimos tiempos, a saber: que la declaración del presidente formaba
parte de la normalidad democrática y del respeto y la colaboración de
los conservadores con la Justicia. Pero el argumentario no soporta una
revisión de la hemeroteca: habían intentado que el presidente declarara
por escrito o por videoconferencia. Y antes de eso, fueron expulsados de
la acusación por entorpecer el desarrollo del proceso y el primer día
de vista oral se habían sumado al resto de acusados para pedir la
nulidad del proceso.
— ¿Está usted de acuerdo con la petición de nulidad del
proceso por parte del PP?—le interrogó Benítez de Lugo, de la acusación
popular de ADADE.
No obstante, el juez Ángel Hurtado no consintió la
pregunta. Rajoy no se refirió a esto verbalmente, como tampoco dijo nada
sobre aquella idea de que el caso Gürtel era un complot contra el PP;
pero sí demostró por otras vías que sigue repudiando el proceso. Cuando
Benítez de Lugo se interesó por las afirmaciones de Correa sobre el
dinero que llevó a Génova, el popular se puso gallego: “Las cosas son
como son y a veces no son como a uno le gustaría que fueran”. Con esa
frase atribuía a las partes una voluntad ajena a los hechos y la
justicia. Días antes, Fernández Maíllo ya se había dedicado a cebar esta
idea de la intencionalidad política insistiendo en que ADADE actuaba al
dictado del PSOE.
Rajoy desplegó su tono de campaña: el infantilismo
gramatical, los chascarrillos. Por ejemplo, cuando le cuestionaron sobre
si había percibido cantidades de la caja B: “No me parece un
razonamiento muy brillante”. También llegó a sugerir: “Creo que se ha
equivocado usted de testigo”. Entonces daba unos botecitos minúsculos en
la silla y se le enjugascaban las gafas. Ángel Hurtado tuvo
que reconvenir su actitud en varias ocasiones. En pleno subidón, el
micrófono dejó de funcionar y el tribunal hizo un receso. Cinco minutos.
Suficientes para que Mariano Rajoy recibiera algún consejo, le
recordaran dónde estaba y regresara con un tono más sosegado. Era normal
el desvarío. Su colocación en la sala lo llevó a pensar que más que
ante jueces y abogados, se encontraba ante el público de una
conferencia.
La estrategia para mantener esa imagen de colaboración con
la justicia se basaba en recurrir lo menos posible a las clásicas
evasivas: “no lo sé”, “no lo recuerdo”, “no me consta”. Necesitaban
transformar las negativas en explicaciones positivas con contenido. Para
ello, dividieron el partido en dos compartimentos estancos sin
comunicación entre sí: el político y el económico. Hasta siete veces,
Rajoy afirmó que su papel era estrictamente político y que no tenía
idea, porque no le correspondía enterarse (ahí está la clave, el muro de
contención), de nada de lo relativo al funcionamiento económico del PP.
Hay poca distancia entre decir no me consta y escudarse hasta la
extenuación en un parapeto orgánico difícil de tragar. La corrupción es
política, pero se mide en cifras, en millones: con esta táctica, el
presidente quedaba desvinculado de los montos, es decir, de su
responsabilidad sobre las pruebas. La argucia se llevó al extremo:
“Llevo muchos años en el Comité. Ahí venían los presupuestos y las
cuentas finales. Jamás he asistido a un debate sobre ello”. De esta
manera, despejó la bola hacia el extesorero Álvaro Lapuerta (incapaz de
defenderse por su demencia).
Pero el blindaje del presidente en la parcela política quedó en entredicho con el relato de la expulsión de Rafael Correa del corral genovés
Pero el blindaje del presidente en la parcela política
quedó en entredicho con el relato de la expulsión de Rafael Correa del
corral genovés. En una entrevista en RNE, cuando empezaba a desvelarse
el pastel gürteliano, Rajoy aseguró por un lado que no conocía a Correa,
y por otro que lo había expulsado del círculo después de que le
hablaran de ciertas negligencias. En aquel momento no venía de un
estudioso retiro en Doñana y se lió. Ahora, preguntado por la acusación,
contó cómo Lapuerta le avisó de que Don Vito andaba utilizando el
nombre del PP para conseguir contratos. El ‘ciudadano-testigo’ preguntó
si había algo ilícito y su interlocutor le dijo que no tenía pruebas.
“No había pruebas”, pero sí indicios, sospechas. ¿Por qué no decidió
investigar, por qué no puso al tanto a los tribunales? En este punto la
parte económica se unió a la política; lo económico entraba en su área
de conocimiento y de deber, le incumbía. Su decisión, en cambio, fue
cortar lazos con Correa. No usó las mismas tijeras con las que recorta
prestaciones sociales, sino unas sin filo, como las que usan los niños
para partir la plastilina: en Valencia siguieron trabajando con Gürtel,
incluso le encargaron la organización del Congreso que lo reeligió como
presidente. Por si acaso, el testigo desvió la responsabilidad política
hacía Esperanza Aguirre. Aseveró que aquello de Madrid no era de “su
competencia”.
Los papeles de Bárcenas y su declaración de enero sugieren
otra historia. Joaquín Molpeceres (empresario “de la casa” que sólo en
2013 obtuvo 7,7 millones en contrataciones y levantó las sospechas en el
juez Ruz) se había quejado por no recibir adjudicaciones por culpa de
Correa. Según esta explicación, se cortó con Correa para reabrir paso a
Molpeceres, que, además, por esos días había ingresado 60.000 euros en
la caja B. Sobre este empresario, Rajoy fue tajante: “No conozco a ese
señor, no tengo ninguna relación con él”. Si nos metemos en una mente
liberal, esta decisión resulta lógica: no es bueno depender de un solo
corrupto, hay que diversificar los proveedores.
Bárcenas no acudió a la sesión, había cambiado de opinión
durante la noche anterior. Por una vez, no trabajó a favor del morbo. Su
letrado defendió al Partido Popular, y no aprovechó su turno para
interpelar al testigo. Nunca se le había visto tanto empecinamiento
tratando de evitar preguntas relativas a los papeles de la contabilidad
“extracontable” (en los que aparecen anotaciones como Mariano R. o
M.R.). Quizás se sentía en deuda con el favor que le hicieron Arenas,
Acebes, Mayor Oreja y Cascos atribuyendo, de nuevo, al indefenso
Lapuerta toda responsabilidad.
El excelentísimo abandonó el edificio en coche, oculto.
Después de su marcha, esa burbuja en la que vive duró pocos minutos. Se
retiraron unas cuantas vallas amarillas, a los señores con traje y
pinganillo se les desconstriñó la cara. Los policías se relajaron, unos
cuantos se retiraron ordenaditos en fila india. Para cuando volvimos al
mundo real, el descontento, los gritos de la manifestación se habían
apagado, probablemente de pura frustración.
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