miércoles, 26 de julio de 2017

La burbuja de Mariano Rajoy y la ballena de Jonás


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La burbuja de Mariano Rajoy y la ballena de Jonás

 

 

 

Esteban Ordóñez

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El 26 de julio vivimos por unas horas dentro del vientre de Mariano Rajoy como Jonás en la ballena. Desde la salida de la estación, a quince minutos a pie de la Audiencia Nacional, se percibía un tráfico de furgones policiales inhabitual. El perímetro acordonado era extensísimo. San Fernando de Henares era el pueblo de las vallas amarillas. Traspasar el cerco nos permitió sentir el mundo como lo hace el presidente del Gobierno y averiguar cómo funciona su sistema cognitivo. Se oían proclamas, protestas, pero sonaban tan lejos que parecían pertenecer a otra dimensión. Los gritos reflejaban las consecuencias sociales de la podredumbre del PP y del sistema democrático, la materialización del desencanto, pero uno llegaba a dudar de si sucedían en la realidad o no. Así es como se oye al pueblo desde el vientre de Rajoy. De ese modo se compone el ecosistema del presidente: su séquito cerca y un decorado de periodistas agolpados (hoy más de 300) a los que resulta facilísimo ignorar. Aun así, el entorno se asemeja al mundo real y nos confunde: allá adónde va, el presidente transporta una burbuja construida solo para él. Será necesaria por seguridad; sin embargo, también confecciona una forma de existir. En esta burbuja iba a fundamentarse gran parte de su comparecencia.
Rajoy llega en coche a la Audiencia Nacional /Manolo Finish
Rajoy llega en coche a la Audiencia Nacional /Manolo Finish
Ese gusto por el aislamiento llegó al extremo. Rajoy llegaba de dos días de encierro en Doñana para preparar la comparecencia, y lo hizo en coche, sin asomar la cara, entrando por una puerta lateral del edificio. Esa separación entre la vida y él incluso se reflejó en el aspecto escenográfico. Aunque acudía en calidad de ‘ciudadano’, disfrutó de privilegios. Se le preparó una mesa que nunca había estado allí: al costado del tribunal, encima de la tarima, distinguido en orientación y altura de los acusados y testigos que previamente han pasado por la sala (parecía un juez suplente o un taquígrafo). El tiro de cámara lo mostraba solitario: no se veía a su espalda el banquillo de los procesados. Cuando pasen los años, la fotografía, por sí misma, no dirá nada. Le han ganado algo a la historia.
Ese trato exclusivo contradecía el discurso del PP de los últimos tiempos, a saber: que la declaración del presidente formaba parte de la normalidad democrática
Ese trato exclusivo contradecía el discurso del PP de los últimos tiempos, a saber: que la declaración del presidente formaba parte de la normalidad democrática y del respeto y la colaboración de los conservadores con la Justicia. Pero el argumentario no soporta una revisión de la hemeroteca: habían intentado que el presidente declarara por escrito o por videoconferencia. Y antes de eso, fueron expulsados de la acusación por entorpecer el desarrollo del proceso y el primer día de vista oral se habían sumado al resto de acusados para pedir la nulidad del proceso.
— ¿Está usted de acuerdo con la petición de nulidad del proceso por parte del PP?—le interrogó Benítez de Lugo, de la acusación popular de ADADE.
No obstante, el juez Ángel Hurtado no consintió la pregunta. Rajoy no se refirió a esto verbalmente, como tampoco dijo nada sobre aquella idea de que el caso Gürtel era un complot contra el PP; pero sí demostró por otras vías que sigue repudiando el proceso. Cuando Benítez de Lugo se interesó por las afirmaciones de Correa sobre el dinero que llevó a Génova, el popular se puso gallego: “Las cosas son como son y a veces no son como a uno le gustaría que fueran”. Con esa frase atribuía a las partes una voluntad ajena a los hechos y la justicia. Días antes, Fernández Maíllo ya se había dedicado a cebar esta idea de la intencionalidad política insistiendo en que ADADE actuaba al dictado del PSOE.
Rajoy desplegó su tono de campaña: el infantilismo gramatical, los chascarrillos. Por ejemplo, cuando le cuestionaron sobre si había percibido cantidades de la caja B: “No me parece un razonamiento muy brillante”. También llegó a sugerir: “Creo que se ha equivocado usted de testigo”. Entonces daba unos botecitos minúsculos en la silla y se le enjugascaban las gafas. Ángel Hurtado tuvo que reconvenir su actitud en varias ocasiones. En pleno subidón, el micrófono dejó de funcionar y el tribunal hizo un receso. Cinco minutos. Suficientes para que Mariano Rajoy recibiera algún consejo, le recordaran dónde estaba y regresara con un tono más sosegado. Era normal el desvarío. Su colocación en la sala lo llevó a pensar que más que ante jueces y abogados, se encontraba ante el público de una conferencia.
La estrategia para mantener esa imagen de colaboración con la justicia se basaba en recurrir lo menos posible a las clásicas evasivas: “no lo sé”, “no lo recuerdo”, “no me consta”. Necesitaban transformar las negativas en explicaciones positivas con contenido. Para ello, dividieron el partido en dos compartimentos estancos sin comunicación entre sí: el político y el económico. Hasta siete veces, Rajoy afirmó que su papel era estrictamente político y que no tenía idea, porque no le correspondía enterarse (ahí está la clave, el muro de contención), de nada de lo relativo al funcionamiento económico del PP. Hay poca distancia entre decir no me consta y escudarse hasta la extenuación en un parapeto orgánico difícil de tragar. La corrupción es política, pero se mide en cifras, en millones: con esta táctica, el presidente quedaba desvinculado de los montos, es decir, de su responsabilidad sobre las pruebas. La argucia se llevó al extremo: “Llevo muchos años en el Comité. Ahí venían los presupuestos y las cuentas finales. Jamás he asistido a un debate sobre ello”. De esta manera, despejó la bola hacia el extesorero Álvaro Lapuerta (incapaz de defenderse por su demencia).
Pero el blindaje del presidente en la parcela política quedó en entredicho con el relato de la expulsión de Rafael Correa del corral genovés
Pero el blindaje del presidente en la parcela política quedó en entredicho con el relato de la expulsión de Rafael Correa del corral genovés. En una entrevista en RNE, cuando empezaba a desvelarse el pastel gürteliano, Rajoy aseguró por un lado que no conocía a Correa, y por otro que lo había expulsado del círculo después de que le hablaran de ciertas negligencias. En aquel momento no venía de un estudioso retiro en Doñana y se lió. Ahora, preguntado por la acusación, contó cómo Lapuerta le avisó de que Don Vito andaba utilizando el nombre del PP para conseguir contratos. El ‘ciudadano-testigo’ preguntó si había algo ilícito y su interlocutor le dijo que no tenía pruebas. “No había pruebas”, pero sí indicios, sospechas. ¿Por qué no decidió investigar, por qué no puso al tanto a los tribunales? En este punto la parte económica se unió a la política; lo económico entraba en su área de conocimiento y de deber, le incumbía. Su decisión, en cambio, fue cortar lazos con Correa. No usó las mismas tijeras con las que recorta prestaciones sociales, sino unas sin filo, como las que usan los niños para partir la plastilina: en Valencia siguieron trabajando con Gürtel, incluso le encargaron la organización del Congreso que lo reeligió como presidente. Por si acaso, el testigo desvió la responsabilidad política hacía Esperanza Aguirre. Aseveró que aquello de Madrid no era de “su competencia”.
Los papeles de Bárcenas y su declaración de enero sugieren otra historia. Joaquín Molpeceres (empresario “de la casa” que sólo en 2013 obtuvo 7,7 millones en contrataciones y levantó las sospechas en el juez Ruz) se había quejado por no recibir adjudicaciones por culpa de Correa. Según esta explicación, se cortó con Correa para reabrir paso a Molpeceres, que, además, por esos días había ingresado 60.000 euros en la caja B. Sobre este empresario, Rajoy fue tajante: “No conozco a ese señor, no tengo ninguna relación con él”. Si nos metemos en una mente liberal, esta decisión resulta lógica: no es bueno depender de un solo corrupto, hay que diversificar los proveedores.   
Bárcenas no acudió a la sesión, había cambiado de opinión durante la noche anterior. Por una vez, no trabajó a favor del morbo. Su letrado defendió al Partido Popular, y no aprovechó su turno para interpelar al testigo. Nunca se le había visto tanto empecinamiento tratando de evitar preguntas relativas a los papeles de la contabilidad “extracontable” (en los que aparecen anotaciones como Mariano R. o M.R.). Quizás se sentía en deuda con el favor que le hicieron Arenas, Acebes, Mayor Oreja y Cascos atribuyendo, de nuevo, al indefenso Lapuerta toda responsabilidad.
El excelentísimo abandonó el edificio en coche, oculto. Después de su marcha, esa burbuja en la que vive duró pocos minutos. Se retiraron unas cuantas vallas amarillas, a los señores con traje y pinganillo se les desconstriñó la cara. Los policías se relajaron, unos cuantos se retiraron ordenaditos en fila india. Para cuando volvimos al mundo real, el descontento, los gritos de la manifestación se habían apagado, probablemente de pura frustración.

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