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Quién gana y quién pierde: sobre las clases sociales
Esteban Hernández
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Hoy los asuntos de clase parecen estar ausentes de la
gran mayoría de los análisis acerca de la transformación de nuestras
sociedades. Se habla de las personas que generan valor y de las que no,
las que se quedan atrasadas y las que se actualizan, las que aprovechan
las oportunidades y las que se anclan al pasado, como si la historia, el
lugar de procedencia o los recursos de que se disponen fueran elementos
accesorios a la hora de construir los futuros individuales. Los
estudios de otras épocas sobre las élites ponían el énfasis en la clase
como un elemento decisivo, ya que el capital del que se disponía, la
educación y las conexiones con los actores sociales de más peso eran
definitivos a la hora de integrar o de expulsar a alguien de los
espacios de privilegio. El modelo dominante en nuestro tiempo señala a
las élites como aliadas con la innovación y el mérito, aspectos que
explicarían y justificarían su ventajosa posición; el de resistencia
simplemente repite las ideas de otros tiempos y señala a las clases
altas como la mera continuación de los ricos franquistas, sólo que ahora
forman parte de los consejos de administración de bancos y eléctricas
en lugar de copar la administración del Estado.
Ninguna de las dos es cierta, aunque algunos de sus
elementos respondan a aspectos de la realidad. Por una parte, porque los
indicadores clásicos de clase y las formas de acumulación de capital no explican completamente la ventaja de la élite contemporánea.
Y, sobre todo, porque no responden a la naturaleza de nuestro sistema.
La clave en este nuevo mercado no está en la producción o en el consumo,
sino en la intermediación y en las transacciones, lo cual establece un
entorno más móvil que en el pasado. Esto se nota particularmente en las tensiones entre las élites globales y las nacionales,
donde las primeras están tratando de ingresar en la primera categoría, o
al menos, de no ser desterradas de los espacios de privilegio. Pero de
las élites hablaremos otro día, porque hoy tocan el resto de clases.
Del mismo modo que han existido transformaciones en lo
más alto de la escala social, se han producido en todos los demás
estratos, y de un modo especialmente intenso. A pesar de ello, la
cuestión de clase no es tomada suficientemente en serio; unos porque ven
en la educación, en el mérito y en la formación algo que surge del
vacío, otros porque creen que segmentando a los perdedores y hablando de
cognitariado, precariado, riders o trabajadores de los
cuidados se define mejor la sociedad actual y otros porque cuando surge
el término clase aplican la misma plantilla que llevan décadas
empleando. El resumen que realiza Víctor Lenore
de la presentación del libro de Nega y Arantxa Tirado que realizó Pablo
Iglesias en el Círculo de Bellas Artes es un buen ejemplo de esos
entornos políticos que siguen pensando en términos que ya no existen, o
cuya realidad ha quedado sobrepasada por los acontecimientos.
El capitalismo actual tiene poco que ver con el de hace 40 años; funciona de otro modo, tiene aliados distintos y fija sus dianas en nuevos lugares
Ahí están todos los clichés: mis abuelos se partieron
el lomo, Cañamero, el cortijo y la lucha con la Duquesa de Alba, las
cacerías, los señoritos y Los santos inocentes, las
teleoperadoras, las cuotas en los partidos para gente de clase
trabajadora, y sobre todo una clase media intelectual que ha engañado a
la clase obrera con su terminología oscura. Es un poco lo de siempre,
como si hubiéramos vuelto cuarenta años atrás y en lugar de tener a las
limpiadoras de hogar que van a casa de los ricos tuviéramos a las
teleoperadoras, en lugar de a los heavies de barrio a la gente
que escucha trap, en lugar de la gente que ha venido del pueblo a la que
ha venido de otro país, y de fondo la oligarquía de siempre, los
señoritos, que siguen campando a sus anchas, solo que en lugar de estar
en el cortijo están en las eléctricas. Coges el esquema, lo arrojas al
aire y miras a ver dónde cae. Pero las cosas no funcionan de este modo. Y
no porque algunas de estas afirmaciones no se correspondan con la
realidad, sino porque no son más que una parte, pero no la decisiva. El
capitalismo actual tiene poco que ver con el de hace 40 años; funciona
de otro modo, tiene aliados distintos y fija sus dianas en nuevos
lugares.
Tomar esto en consideración es necesario si se quiere
examinar el asunto de las clases desde una perspectiva materialista. La
clase social tiene que ver con el lugar que se ocupa respecto de los
medios de producción y con la articulación social que de esa posición se
hace. Es un asunto material, pero también cultural y relacional, como
sabemos. Pero tampoco vamos a entrar en discusiones académicas, con sus
pequeñas parcelas, sus matices interminables y sus discusiones
semánticas. Prefiero centrarme en lo básico: quién pone hoy el capital,
quién el trabajo, cómo, de dónde y de quiénes se obtiene el beneficio.
Esa respuesta, que nos situaría en la estructura, sólo puede darse desde
el análisis concreto de la realidad concreta.
Como señalé en Los límites del deseo, nuestra
época está dirigida por la economía financiarizada, algo de lo que no
terminan de entenderse las consecuencias reales que tiene para nuestra
vida cotidiana. Existe una gran masa de capital, entre real y ficticio,
que se desplaza allí donde encuentra una opción de extraer beneficio.
Constituye una suerte de tribu nómada siempre en tránsito que se detiene
cuando percibe una oportunidad de aumentar su caudal. Desde el punto de
vista económico, el mapa no está constituido por países o por regiones,
sino por puntos de debilidad y espacios fortificados, por lugares
(empresas, firmas, sistemas informáticos, países, mercados, materias
primas, modelos de negocio) que pueden resistir a la velocidad y la
potencia de los flujos de capital y los que se encuentran limitados a
consecuencia de su tamaño, de las escasas fuerzas que pueden movilizar o
de la posición débil que ocupan en la red global.
En este escenario, las cosas funcionan así: gente que
posee capital, o que tiene acceso a él y puede pedirlo prestado, lo
invierte en una empresa, en acciones especulativas, en operaciones de
arbitraje o en montar una infraestructura de trading de alta
frecuencia. Va buscando opciones de negocio por todas partes, de forma
que el dinero genere más dinero. En lo que toca al mundo productivo,
esas inversiones suelen focalizarse en dos clases de apuestas. Por una
parte, el capital vive de grandes expectativas, y por eso canaliza
enormes cantidades hacia empresas digitales, como Amazon, Google,
Facebook o Uber, a pesar de que en sus inicios puedan ser ampliamente
deficitarias. La promesa de conseguir un monopolio, y con él enormes
ganancias, alimenta sus esperanzas. Este tipo de empresas también
suponen la reorganización de los modos de producción social precedentes y
de muchas de las normas que sustentaban las interacciones comerciales y
legales. Como subraya Eric Peters, jefe de inversiones del hedge fund
One River, estas firmas “no son más que mecanismos de reducción de los
salarios a meros niveles de subsistencia”. Cambios del mismo tenor
promueven en el terreno fiscal o en la reorganización de los operadores
en la cadena de producción del servicio.
Con las compañías que están consolidadas, y al igual
que los integristas religiosos perseguían cualquier rastro de pecado,
los financieros husmean dinero cuando entienden que las empresas o
Estados no se gestionan de manera ortodoxa, y se dedican a aplicarles la
penitencia adecuada. Toman algo que ya existe (un sector comercial o
profesional, una firma, un grupo de Estados) y lo reestructuran de un
modo que sea provechoso para quienes aportan el capital; no trabajan
desde la innovación, sino desde una gestión ligada al corto plazo.
El objetivo de esta clase de gestión, en esencia,
consiste en transferir mayores cantidades de los recursos de la empresa
hacia los accionistas, y hay muchos modos de hacerlo. Se pueden reducir
costes, despedir personal, rebajar salarios, sustituir mano de obra por
otra más barata, racionalizar los sistemas de producción o de prestación
de servicios de modo que los empleados asuman más tareas o las
realicen en menos tiempo, o incrementar el número de servicios
prestados; también pueden aumentar el precio de los bienes y servicios o
reducir la calidad. Mediante esos ajustes, mayores cantidades de
dinero quedan libres, que son destinadas no a la reinversión en la
compañía o en la mejora de la misma, en ofrecer un mejor producto, en
contratar talento o en mejorar las condiciones de sus asalariados, sino
en la mejor retribución a los accionistas, y a menudo al equipo
directivo vía dividendos, recompra de acciones, o venta de partes de la
empresa o de la empresa misma.
En ese contexto, la clase obrera, esa que produce el
valor del que otros se apropian, se hace mucho más indefinida. Y en
términos estrictos, mucho más amplia. Comparemos varios momentos en esa
transición. El terrateniente cultivaba tomates; los campesinos a su
servicio labraban el campo y le proporcionaban una materia prima que él
vendía a precios muy superiores a los retribuidos a los trabajadores.
Pero después el sector se conformó a partir de pequeñas empresas, que
contrataban ocasionalmente a temporeros, y que vendían lo cultivado a
bajo precio a grandes firmas de distribución que por su situación sólida
en el mercado obtenían el rendimiento real. Más tarde, los
distribuidores, conocedores de su posición dominante, comenzaron a
apretar a sus proveedores, y a pagarles cantidades escasísimas. Y hoy,
incluso las empresas de distribución se han convertido en mercancías en
sí mismas fruto de la financiarización.
En este tránsito es más difícil delimitar quiénes son
los que producen algo que tiene valor y quiénes obtienen la
rentabilidad. Pongamos el caso de un hospital, (público o privado, es
poco relevante para el capitalismo financiarizado, porque de ambos
extrae ganancias). Cuando el equipo directivo decide, como ha ocurrido
de manera insistente en los últimos tiempos, que la esencia del negocio
no es prestar un mejor servicio sino ganar más ajustando costes, ya sea
porque no hay recursos (en el caso público) o porque los accionistas lo
exigen (en el privado), se produce una reacción en cadena que afecta a
los salarios y a los tiempos de atención que los médicos dedican a cada
paciente, al número de enfermeras contratadas, a sus sueldos y a la
cantidad de pacientes que cada una de ellas debe atender, a los recursos
administrativos con que se cuentan, a la disponibilidad de las máquinas
adecuadas para realizar pruebas diagnósticas, a los medicamentos
disponibles, a la presión sobre los proveedores para que reduzcan
costes, a la atención que se presta a los pacientes y a la misma
calidad de realización del trabajo, entre otros elementos.
Un tercer ejemplo: cuando un fondo activista adquiere
una pequeña parte de las acciones de una empresa y presiona a los
accionistas principales para que exijan más rentabilidad, o cuando el
private equity adquiere una empresa para venderla tiempo después, los
efectos suelen ser los mismos: despido de parte de los trabajadores, ya
sean de los escalones inferiores o más habitualmente de los intermedios,
la presión por la mejora de productividad, los horarios más exigentes,
la externalización de servicios, la reducción de salarios, la vuelta
de tuerca a la relación con los proveedores, y a menudo una menor
calidad en el bien fabricado o en el servicio prestado.
La deuda de los países básicamente es esto, la
reestructuración de ingresos y gastos con el objetivo de destinar cada
vez más dinero a los acreedores, en forma de devolución de capital y de
intereses, y menos a las necesidades institucionales. España es un
ejemplo apropiado de esta lógica, ya que los recursos destinados a
pensiones, prestaciones de desempleo, contratación y salarios de
empleados públicos y realización de servicios, así como los destinados a
inversión, menguan sustancialmente al mismo tiempo que aumentan las
cantidades destinadas a hacer frente una deuda que no para de crecer. Si
el Estado español fuera una persona, pertenecería a la clase obrera, al
estar sometido a una lógica que le obliga a producir dinero y a
destinarlo a cumplir con las exigencias de rentabilidad de quienes
aportaron capital (ese que, a muchos de ellos, les prestó el BCE a un
interés inferior, por otra parte), en lugar de a atender a sus
nacionales.
Estos son algunos ejemplos de cómo funciona el mundo
financiarizado, pero hay muchos otros y no son mejores. En esencia, el
capitalismo actual discrimina poco, porque obtiene su rentabilidad de
cualquier espacio. Funciona a partir de la reestructuración de las bases
sociales que teníamos establecidas en Occidente, obteniendo su
rentabilidad del viejo proletariado, del autónomo, de las clases medias
propietarias, de la pyme nacional, de las estructuras estatales o de las
grandes empresas en situaciones débiles. Esa es su materia prima: unos
sectores a los que señala como anticuados y apegados a las tradiciones,
que no han evolucionado, a los que hay que reconvertir y a los que
gestionan afinando el modelo productivo hasta que consiguen extraer el
máximo capital posible. Desde su perspectiva, da igual el entorno del
que provengamos, ya sea clase obrera, media o media alta. Todo es una
oportunidad para que las rentas fluyan en su dirección.
Y ese es el papel también que nos toca cumplir. No
sólo los ingresos de una mayoría de españoles han descendido desde la
crisis, sino que nos vemos obligados a pagar más: ya sea en forma de
impuestos para saldar la deuda de los bancos; por la hipoteca o por el
alquiler de vivienda, que siguen aumentando; por la factura de la luz;
por el transporte; por la menor prestación de servicios estatales o por
el encarecimiento de los privados; por la formación, más cara y con
menos becas. Cuando hablamos de que la desigualdad crece, hablamos en
esencia de este reestructuración social que está provocando que las
cantidades fluyan de abajo hacia arriba. Y este es el efecto definitivo
que estamos viviendo en nuestras sociedades. Se puede atribuir al
capitalismo de toda la vida, a una expresión concreta de este instante, a
la necesaria adaptación a los nuevos tiempos de los países
occidentales, al adelgazamiento preciso para combatir en el mundo global
o a lo que se quiera. La realidad es que así están las cosas: ganamos
menos, pagamos más y tenemos menos seguridad, nuestras opciones vitales
se reducen y estamos seguros de que la jubilación será muy dura, si es
que llega. Esto le sucede a la clase obrera, a la media, a vuestros
padres y a mis hijos; a una mayoría amplia de la población.
Este es el escenario. Pasarlo por alto, o poner el
foco en una sola de las partes no es pragmático ni tampoco refleja lo
que está sucediendo. Hay que poner encima de la mesa respuestas, y ahí
es donde entra en juego la ideología, porque según el tipo de sociedad
que se desee se ofrecerán unas u otras. La derecha, por ejemplo, ha
ofrecido dos salidas: una es la de Macron que, al dar por sentado este
contexto, ofrece la esperanza de situarse bien en él a través de esas
reformas que quieren convertir a su país en una start-up nation;
la otra es la del populismo de derechas, que ha entendido bien la
transversalidad de los perjudicados, esos que, por su posición salen
perdiendo, y les ha sugerido otra posibilidad. La izquierda española no
ha hecho nada de esto; en parte porque cuando ha hablado de
transversalidad quería decir “juntémonos con el PSOE” (o, en una
vertiente más ambiciosa, “seamos el nuevo PSOE”), y en otro sentido,
porque ha preferido buscar una traslación a los nuevos tiempos del
esquema proletario de la época fordista o simplemente ha obviado lo
material y ha priorizado las cuestiones culturales.
Lo siento, las cosas ya no funcionan así. Podéis
seguir pensando en términos de mérito, de innovación o creer que la
gente que se prepare en STEMS tendrá la vida resuelta, o seguir
señalando a los canis, los teleoperadores y los reggaetoneros como los
grandes perdedores a los que todos los demás oprimimos. Pero la realidad
es que el mundo occidental se está partiendo y hay una línea que separa
a los que ganan de los que ven sus opciones vitales deterioradas; hay
sectores sociales que pierden más que otros, pero la realidad es que las
filas de los perjudicados, de aquellos que están sirviendo para
proporcionar beneficios a los vencedores de la financiarización, son
mucho más amplias. Existe un nuevo reparto de posiciones producto de un
mundo financiarizado en el que pensar desde lo material y desde el lugar
que se ocupa en la estructura ya no es cuestión de blanco y negro.
Obviar este hecho es trabajar gratis para quienes extraen los
beneficios.
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