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El asco se amotina en la garganta tras ver la serie documental The Keepers.
No hay tregua. Es otra historia más de pederastia. Pero empiezan a ser
demasiadas. El año pasado medio mundo se inyectó en vena a James Rhodes, autor de la autobiografía Instrumental. Memorias de música, medicina y locura,
donde él mismo detallaba cómo un profesor le arruinó la vida violándole
durante años y cómo la música le ayudó a sobrevivir. Su caso fue
singular porque sentó un precedente sobre libertad de expresión ya que
su ex mujer quiso prohibir la publicación del libro para evitar que el
hijo de ambos lo leyera y el Tribunal Supremo británico reconoció su
derecho “a contar la verdad de la forma en que él desee contarla”.
Además Rhodes se ha convertido en un fenómeno musical con lista propia
en Spotify y auditorios llenos a lo largo y ancho del mundo.
Sobreviviendo a sí mismo, a las adicciones y desastres que ser víctima
de aquellos abusos le provocó, Rhodes, que se ha instalado en Madrid,
se expresó sin censuras en su libro contando hasta los detalles más
escabrosos, esos que te hacen vomitar y apretar los puños hasta hincarte
las uñas si piensas que aquel niño podría haber sido tu hijo.
The Keepers, que ha sido candidata a mejor serie
documental en los premios Emmy, se adentra en un mundo tan pornográfico
como el de Rhodes, pero los desnudos no son frontales, aunque pueden
incluso doler más: la serie se centra en los intentos (exitosos) de la
iglesia católica por ocultar durante años la verdad sobre uno de sus
mayores depredadores con sotana, el padre Joseph Maskell, que se cebó
con docenas –probablemente cientos-- de niños, niñas y adolescentes de
Baltimore durante varias décadas. Spotlight se llevó un oscar a
la mejor película en 2016 por una historia similar que desenmascaró
cientos de abusos de sacerdotes en Boston pero aquella película se
centraba en los periodistas heroicos que destaparon las vergüenzas
católicas y en The Keepers lo que tenemos son varias mujeres
abriéndose en canal ante la cámara y descubriendo prácticamente a la vez
que el espectador cómo la iglesia, esa en la que ellas y 1.200 millones
de personas creen con fervor, permitió que las violaran durante años
gracias a su connivencia con el criminal.
No es nada nuevo: ocurre más cerca de lo que uno se
imaginaría. Por ejemplo en el colegio Maristas de Sants Les Corts de
Barcelona, donde básicamente hicieron lo mismo durante décadas. Lo
sabemos gracias a una investigación de El Periódico por
la que sus reporteros ganaron el premio Ortega y Gasset de Periodismo
este año. Su trabajo destapó la existencia de múltiples pederastas entre
el profesorado de aquel centro.
Varias mujeres, abiréndose en canal ante la cámara, descubren a la vez que el espectador cómo la iglesia permitió que las violaran durante años gracias a su connivencia con el criminal
En el caso de The Keepers las gracias hay que
dárselas a dos señoras jubiladas con aspiraciones a Sherlock Holmes que
se encargan de acompañarnos a lo largo de un recorrido televisivo por un
mundo de tinieblas que comenzaron a descubrir por casualidad, cuando
decidieron ponerse a investigar el asesinato de la dulce monja con la
que arranca esta serie, Catherine Cesnik, una profesora del colegio
Keough en el que ellas estudiaban y que un día apareció muerta en una
cuneta. El vicio depravado de su superior, el padre Maskell, que trabajó
durante casi una década en aquel colegio como tutor, parece ser el
móvil de un crimen que aún hoy sigue sin tener nombre para el criminal,
aunque el éxito de esta producción de Netflix ha provocado la reapertura
del caso. Una de las víctimas de Maskell, Jean Wehner, el alma de esta
serie, le confesó a aquella monja que el cura la violaba. A los pocos
días, alguien asesinaba a Cesnik. Nadie hasta ahora había conectado
ambos hechos.
Como producción documental The Keepers es
magnífica. Son siete capítulos de una hora que arrancan haciéndote creer
que te contarán una historia, el asesinato no resuelto de la monja (de
la que al final de la serie te has enamorado), para catapultarte poco
después a un abismo oscuro donde los abusos sexuales perpetrados por
Joseph Maskell –y otros hombres con poder en Baltimore-- te van
machacando a puñetazos hasta que recibes el k.o. final al descubrir que
el pedófilo en cuestión no sólo abusó durante una década de las niñas
del colegio femenino Keough. Años antes de aterrizar en aquel centro el
arzobispado de Baltimore ya sabía que Maskell era un pederasta y en vez
de alejarlo de los niños lo sacó de un colegio masculino para colocarlo
en uno femenino, como si cambiando el sexo de las víctimas potenciales
fueran a evitar el delito. Quizás la conversación, a finales de los años
sesenta, discurriera así:
“-¿Hola? Mire, le llamo de parte del arzobispo. Ha venido
una madre a quejarse de que Maskell abusa sexualmente de su hijo y
amenaza con contárselo a todo Baltimore.
-¡Vaya por dios! Ya nos ha salido otro cura de manos
largas. ¿Le enviamos al hospital a ver si le ‘curamos’? [en el
documental también descubrimos que el arzobispado pagaba a un hospital
psiquiátrico para ‘tratar’ a sus curas pederastas].
-No, dígale de parte del arzobispo que haga las maletas y
que mañana se presente en el colegio Keough. Es un colegio de niñas así
que ahí no tendrá tentaciones.
Aquel bárbaro fue denunciado ante la justicia por primera
vez en los años noventa por Jean Wehner, estudiante de Keough, pero
murió feliz en su propia cama sin tener jamás que pedir perdón o pasar
por un juzgado. La madre del niño que dio la primera voz de alarma en
los sesenta nunca acudió a la policía, sólo al arzobispado, así que
nadie en Baltimore supo nada de aquel ‘primer pecado’ hasta que The Keepersdesveló
que la iglesia sí conocía lo que hacía el sacerdote. Pese a ello,
cuando Wehner le denunció, jamás mencionaron el caso anterior. Es más,
Wehner y otra de las víctimas, Teresa Lancaster, fueron sometidas al
escarnio público inherente a los abusos sexuales, el que aún hoy te
lleva a sentarte frente a un juez mientras varios abogados que defienden
al acusado (y a la iglesia) no sólo te hacen recordar lo que el
criminal te hizo, sino que encima te hacen sentir que la culpa fue
tuya. Algo así como lo de “es que se visten como putas” en los casos de
violación pero llevado al extremo.
Basta recordar el caso de la británica Frances Andrade,
una concertista que fue violada repetidamente por su profesor de música
siendo niña y que décadas después decidió denunciarle. Durante el
juicio la acusaron de inventárselo todo y sufrió tanto teniendo que
recordar y detallar en público las violaciones que se suicidó. Ni
siquiera esperó a saber el veredicto del jurado. (Al pederasta le
cayeron apenas seis años de prisión).
Aquel bárbaro fue denunciado ante la justicia por primera vez en los años noventa por Jean Wehner, estudiante de Keough, pero murió feliz en su propia cama sin tener jamás que pedir perdón o pasar por un juzgado
Wehner y Lancaster sólo consiguieron pasar por la tortura
de recordar su calvario para acabar con un portazo en las narices: la
justicia las convocó para decidir si había que procesar a Maskell y tras
escucharlas llegó a la conclusión de que los crímenes, reales o
ficticios –¡como si eso fuera lo de menos!--, ya habían prescrito y
decidió que aquel cura no tenía que ser procesado. Lamentablemente aún
ocurre en gran parte del planeta. Los abusos sexuales ‘caducan’ si no se
denuncian ‘a tiempo’, es lo que se llama ‘estatuto de limitaciones’, el
tiempo que tiene una víctima para denunciar una agresión. Y aunque
hablemos de criminales que pueden andar sueltos por ahí y seguir
haciendo lo mismo décadas después de abusar de un niño que convertido en
adulto se atreve a denunciar, la justicia sólo actúa si lo permite el
estatuto de limitaciones.
En el Baltimore de los noventa las víctimas tenían que
tener menos de 25 años para denunciar abusos sexuales sufridos siendo
menores y sólo un juez podía decidir si era posible saltarse el
estatuto. El que les tocó a aquellas dos víctimas de Maskell no vio
razones para ello. Hoy la ley ha cambiado y se puede denunciar hasta
cumplir los 39 años. En España, en cambio, una vez que la víctima cumple
18 años, tiene entre 5 y 15 años, dependiendo de la gravedad del abuso,
para denunciar a su agresor.
Las dos jubiladas-detectives tuvieron las suerte de no
caer en las garras del padre Maskell y hasta que no comenzaron su
investigación para encontrar al asesino de la monja Cesnik no supieron
lo que éste hacía en su colegio porque las víctimas, ahogadas en dolor y
vergüenza, jamás se lo contaron a otras niñas. Disimular y olvidar
suele ser la automedicación de quienes tropiezan con un pederasta. Luego
vienen las drogas, las depresiones, el síndrome de estrés
postraumático, la anorexia, la automutilación, la imposibilidad de
mantener relaciones emocionales sanas o el suicidio…
Quizás lo más difícil de digerir de esta serie sea la
certeza de que durante demasiados años, cuando la jerarquía de la
iglesia descubría los oscuros vicios de sus miembros, no sólo mantenían
el secreto sino que les permitían seguir violando a otros niños. Wehner,
que comenzó a recordar sus abusos dos décadas después de haberlos
sufrido, también intentó primero que el arzobispado condenara a Maskell
pero sólo encontró hostilidad y por eso acabó denunciándole por la vía
penal. Es un hecho que se repite en todo el mundo y del que también se
hablaba en la película Spotlight.
Si uno se pasea por Wikipedia y busca las cifras sobre
curas pederastas sólo puede estremecerse: en Estados Unidos, entre 1950 y
2002 se acusó de abuso sexual a 4.392 sacerdotes, es decir, el 4% del
clero católico de ese país. Oficialmente en ese período hay más de
10.000 víctimas. En la mayoría de los casos la Iglesia prefiere pactar
extrajudicialmente con ellas que ver a sus curas sentados en el
banquillo de los acusados. Pero teniendo en cuenta que según los
psicólogos la gran mayoría de quienes sufren abusos jamás llegan a
denunciar a sus verdugos, hagan números.
Curiosamente es en los países enteramente católicos como
España o Italia donde las cifras oficiales que implican a religiosos son
más bajas. En cambio, en aquellos donde el catolicismo convive con
otras religiones las denuncias llueven. ¿Cómo es posible que los
pederastas sean una lacra que mancha a la iglesia católica desde Estados
Unidos a Australia y en España apenas se cuenten casos entre sus
sotanas? ¿De verdad somos un país diferente? “No, lo que somos es mucho
más cobardes y aún le tenemos miedo a la Iglesia. España aún no ha
superado ciertos traumas y además la Iglesia aún tiene muchísimo poder,
heredado de los tiempos franquistas. La judicatura está llena de jueces
del Opus Dei y el peso de la iglesia sobre la educación sigue siendo
enorme”. Javier Paz Ledesma conoce el tema penosamente bien. En 2014 denunció los abusos perpetrados
durante diez años en Salamanca por el sacerdote Isidro López Santos, el
cura que organizaba los campamentos de su parroquia en la década de los
ochenta. La primera vez que le puso la mano encima Javier tenía diez
años. La última veinte. “Te machacan, te manipulan, reducen tu círculo
de amistades. Va mucho más allá del abuso físico. Por eso nos cuesta
tanto denunciar, tienes que hacer frente a muchos traumas” explica por
teléfono a CTXT.
En su caso, al igual que en el de la protagonista de The Keepers,
se impuso el olvido como forma de supervivencia, pero una década más
tarde comenzó a recordar y tardó otra más en atreverse a hablar. Las
similitudes entre lo que le ocurrió a Javier Paz y a Jean Wehner dejan
clara la actuación ‘de manual’ de la jerarquía católica ante estos
casos. El salmantino primero acudió a pedir responsabilidades al
obispado. “Fue en 2011. Mantuve múltiples conversaciones con Carlos
López Hernández, el Obispo de Salamanca, que quiso resolver el asunto
con dinero pero como no hubo ninguna voluntad por resolver el problema
real –procesar al cura-- y la única obsesión parecía ser evitar el
escándalo, acabé denunciando los abusos en el juzgado y aunque se
admitió a trámite se desestimó por prescripción del delito”.
El presunto abusador, presionado por el Vaticano, acabó
siendo apartado de la vida pública religiosa pero no ha sido expulsado
de la Iglesia ni condenado. “Tras la denuncia se me acercaron otras
víctimas y me dí cuenta de que no estaba solo”. Sin embargo, no todos se
atreven a enfrentarse al estigma que supone denunciar a un cura por
abusos sexuales en un país como España “donde la iglesia católica aún lo
impregna casi todo, y más en ciudades pequeñas como Salamanca”. Basta
ver lo ocurrido con el colegio de Maristas de Sants Les Corts, donde muchos padres se manifestaron en defensa de la institución.
Aún así, en 2015, Javier Paz decidió impulsar la creación
de la AVASIC (Asociación de Víctimas de Abusos Sexuales de la Iglesia
Católica). “Queremos centrarnos en la educación, es la única manera de
luchar contra esta lacra. Dotar de recursos a los profesionales para
educar a los niños –para que no tengan miedo a denunciar--, a los
docentes –para que sepan identificar los problemas-- y al público –para
que exija responsabilidades--. Yo no quiero luchar contra la fe católica
sino contra los fanáticos que niegan que en el seno de la iglesia
ocurren estas cosas. Aún hay mucha ignorancia. Y lo más grave es que la
iglesia sigue un patrón global de ocultación de delito y omisión de
socorro a las víctimas y eso sólo se puede cambiar si los propios fieles
de la iglesia lo exigen”.
Hasta ahora la AVASIC no ha sido especialmente activa pero
Javier Paz advierte de que pronto se empezará a hablar de ellos, aunque
no quiere dar muchos detalles precisamente por miedo a que intenten
frenarlos. “Estamos preparando un libro con todos los abusos que
conocemos en España y una serie documental en la línea de The Keepers.
Además muy pronto habrá nuevas denuncias y no sólo por abusos sino por
encubrimiento del delito. Hay que exigirle responsabilidades a los altos
cargos de la iglesia. Son psicópatas con sotana y tenemos que
desenmascararlos”.
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