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México qu(h)erido
Por Gerardo Szalkowicz
Ayotzinapa no fue un caso aislado, pero logró ponerle nombre a una guerra difusa y no convencional.
El
pueblo mexicano sufre una acumulación de tragedias. Tragedias naturales
que pegaron duro en las últimas semanas, tragedias naturalizadas que lo
azotan desde hace rato. Un Estado ausente que llega tarde y mal cuando
la tierra tiembla, un Estado omnipresente como engranaje de un
sistema de violencia múltiple, sistemática y cotidiana.
Por
estos días de fatalidad y caos, en medio de la conmovedora solidaridad
espontánea ciudadana poniéndole el cuerpo a los rescates y a la ayuda a
los damnificados, se cumplieron tres años del secuestro y desaparición
forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Un aniversario marcado por
la impunidad: no hay ninguna condena ni avances significativos en la
investigación de aquel crimen de lesa humanidad, cometido por la
corporación policial y narcocriminal, que marcó a fuego al México
contemporáneo.
Ayotzinapa no fue un caso
aislado, pero logró ponerle nombre a una guerra difusa y no
convencional. Ayotzinapa sintetiza la hipocresía, la torpeza y la
crueldad de un poder político huérfano de sensibilidad y al menos
cómplice de los hechos. En estos 36 meses, el gobierno de Peña Nieto
desvió la investigación, fabricó culpables, ocultó evidencias. Mintió
descaradamente. Pero gracias al equipo argentino de forenses y al grupo
de expertos de la CIDH se logró desmontar la versión oficial que buscaba
dar vuelta la página.
Ayotzinapa no es una
excepción, pero tuvo una carga simbólica especial que viralizó ante el
mundo una tragedia humanitaria generalizada. Ahí están los datos –todos
oficiales-, que no llaman la atención de la “comunidad internacional” y
que los medios cartelizados intentan disimular. Según el Registro
Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, hay hoy en
México 30 mil 499 personas desaparecidas, desde 2007 se reportaron 855
fosas clandestinas y 1.548 cadáveres exhumados; el Instituto Nacional de
Estadística y Geografía (INEGI) reveló que se producen más de siete
femicidios por día. La espiral de violencia viene de larga data, pero
explotó durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) y su “guerra
contra el narcotráfico”. Aquel sexenio dejó oficialmente más de 121 mil
muertes violentas, en los casi cinco años de Peña Nieto ya se registran
más de 104 mil.
Múltiples factores explican el
cuadro, pero hay uno esencial: México paga muy caro ser la puerta de
entrada al principal consumidor de drogas y mayor vendedor de armas del
mundo. No pierde vigencia la célebre frase:“Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.
El
poder fabrica monstruos y nos los vende como sus enemigos. Los grandes
cañones mediáticos repiten: “combate al terrorismo”, “guerra al narco”,
ocultando que el creador y la criatura son dos caras de una misma moneda
que se complementan para seguir acumulando riquezas. Mientras, los
muertos son siempre del mismo lado.
Pero hay
un México profundo que no quiere seguir respirando sangre. Se vio en ese
tejido comunitario que afloró una vez más mientras removía escombros,
se despliega en múltiples resistencias en todo el país que algún día se
unificarán en alternativa política. Porque si hay algo que no pierde el
pueblo mexicano es la fe. Como dice en letras rojas en uno de los muros
de la normal de Ayotzinapa: “Bienvenidos a lo que no tiene inicio,
bienvenidos a lo que no tiene fin, bienvenidos a la lucha eterna. Unos
la llaman necedad, nosotros la llamamos ESPERANZA”.
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