Si
bien el reclamo idependentista de los catalanes cobró notoriedad en los
últimos años y particularmente a partir del referendum no reconocido
por Madrid del 1 de este mes, el conflicto histórico data de algo más de
tres siglos, a partir del 12 de septiembre de 1714, cuando Barcelona
capituló ante las fuerzas franco-castellanas del rey Felipe V.
Los catalanes registran una larga historia de estado independiente que bien puede remontarse a las Guerras Púnicas (246-164 antes de Nuestra Era) entre Roma y Cartago al cabo de las cuales apareció la Hispania (costa de las liebres) Citerior gobernada por Publio Cornelio Escipión (“El Africano), en cuyo ejército se alistaron pobladores originales de la zona para alcanzar la victoria final sobre las fuerzas de Aníbal Barca.
Con el correr del tiempo Cayo Julio César patrocinó la llegada de colonos romanos que introdujeron intereses del futuro Imperio, sumada a una suerte de reforma agraria que dio a los llegados de la península itálica pequeños lotes de tierra del orden de las 2,5 hectáreas, lo que fortaleció la presencia de dicho estado en expansión al convertir a toda la costa del Mar Mediterráneo en una parte vital de su territorio.
La Provincia Tarraconense, creada en el 27 AC por Cayo Julio César Octaviano (Augusto), precisamente en ocasión de su consagración como Augusto (el elegido por los augures), fue la más grande de todo el Imperio Romano, ya que incluía las actuales regiones españolas de Cataluña, Valencia, Murcia y buena parte de Andalucía, y estaba bajo el control directo del emperador a través de algún administrador designado por él.
Sus habitantes romanizados, descendientes de antiguos íberos y de griegos instalados en la región, podían llegar a ser senadores imperiales y ocupar cargos relevantes en el Ejército mucho antes de la “Constitutio Antoniana”, la reforma constitucional romana sancionada en el 212 por el emperador Marco Aurelio Antonino Basiano (“Caracalla”, gabán) que otorgó la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio.
La llegada de los “bárbaros” (extranjeros) visigodos (godos del oeste) a la Península Ibérica no se extendió en el 415 a Cataluña, Galicia ni Euskadi, pese a lo cual una de las hipótesis sobre el origen de la palabra Cataluña deviene de Gotholandia, el país de los godos. El término catalán apareció por vez primera en el 1117 en una mención a Ramón Berenguer III, como “Dux Catalanensis”, antecesor del conde Ramón Berenguer IV.
Precisamente a partir de Ramón Berenguer IV, “El Santo”, hacia mediados del siglo XII había consolidado su poder sobre los actuales territorios de Aragón, Barcelona, Cerdeña, Gerona y Osona, constituyéndose en un “primus inter pares” (primero entre iguales) entre los gobernantes de la región en circunstancias en que aún buena parte de España estaba aún gobernada por los musulmanes bereberes que habían llegado en el 711 encabezados por Djeb El Tarik (Gibraltar).
Dichos territorios conformaron el Reino de Aragón, creado en 1035, que se mantuvo vigente hasta la invasión de 1714, anticipada por un decreto de Felipe V de 1707, en el marco de una guerra civil en la Península Ibérica en la que participaron los ejércitos de Francia (Luis XIV era el abuelo de Felipe V), Inglaterra, Austria y los Países Bajos y que determinó el desguazamiento del imperio español, aquél en el que “nunca se ponía el sol”.
El casamiento de Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla, los “Reyes Católicos” no fundió los reinos ya que cada uno siguió gobernando su territorio y la unión dinástica que determinó una unificación formal no lo logró en la práctica ya que el Consejo Supremo de Aragón mantuvo el manejo de lo que fuera casi la vieja Provincia Tarraconense romana y mantuvo sus diferencias, sobre todo, con las políticas de primarización económicas implementadas por Carlos I desde 1522.
La muerte de Carlos II en 1700, desató una guerra por la sucesión, ya que el monarca no dejó herederos sanguíneos. Los castellanos nombraron a Felipe V con el apoyo de Luis XIV quien le envió las tropas franceses para su sostenimiento.
En Barcelona se designó rey a Carlos III, más tarde Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico con capital en Viena. Eso generó una guerra global que se extendió hasta 1713 y que en Cataluña siguió hasta 1714.
La guerra, que tuvo como jefe de la coalición anglo-austro-nederlandesa-catalana a John Churchill, I Duque de Marlborough (Mambrú para los españoles), concluyó con la victoria formal de los franceses y los castellanos y sus aliados peninsulares, pero implicó el desmembramiento del imperio español y favoreció la expansión de sus enemigos, en particular de los británicos en América Latina.
El 13 de julio de 1713, la reina Ana de Inglaterra firmó con Felipe V, la Paz de Utrecht, calificada por Carlos VI como tan “indecoroso que el tiempo no borrará el sacrificio que el ministerio inglés hace de la España y, singularmente, de la Corona de Aragón, y más en particular de la de Cataluña, a quienes la Inglaterra ha dado tantas seguridades de sostenerlas y ampararlas”. Por entonces los catalanes y el reino de Mallorca mantenían sus resistencias.
Inglaterra se quedó con el negocio de la trata de esclavos en Hispanoamérica, con la ocupación del Peñón de Gibraltar, la isla de Menorca (recuperada por España en 1782) y con las colonias francesas que actualmente son parte del estado canadiense, entre otras cosas. Austria se quedó con el Ducado de Milán, el Reino de Nápoles, los Países Bajos Españoles y Cerdeña (luego intercambiada con España por el Reino de Sicilia).
Luis XIV terminó aceptando que la familia de los borbones, representada por él en Francia y por Felipe V en España, no iba a aspirar en el futuro a la unificación de ambos países. De hecho, aunque logró algunos avances en Europa, como el municipio de Landau, Francia también se vio perjudicada por sus pérdidas americanas; pérdidas que a más de tres siglos de distancia, aún mantienen viva una tendencia separatista en el Canadá francófono.
El Tratado de Utrecht y sus posteriores de Rastatt y Baden, entre los varios que se firmaron entre los diferentes contendientes, no lograron evitar que el nacionalismo catalán mantuviese su postura independentista por lo que sostuvo su resistencia ante la corona españolista de Madrid liderada por Felipe V y las tropas de Luis XIV hasta que, finalmente, los ejércitos franceses entraron a Barcelona y se inició una etapa que arrastra más de 300 años de aspiraciones catalanas.
No fue casual que durante las luchas por la independencia americana tanto vascos como catalanes hayan sido piezas claves en la consecución de la misma como en el caso argentino lo fueran Domingo Matheu y Juan Larrea, miembros de la Primera Junta del 25 de mayo de 1810, catalanes, al igual que Blas Parera, el autor de la letra del Himno Nacional, aunque nacido en Murcia y llevado de niño a Cataluña.
Otro miembro de la Primera Junta, Miguel de Azcuénaga, fue hijo de vascos, entre muchos otros de esos mismos orígenes, como el oriental José Gervasio de Artigas, de raigambre aragonesa o Martín de Álzaga, nacido en Euskadi.
Los catalanes registran una larga historia de estado independiente que bien puede remontarse a las Guerras Púnicas (246-164 antes de Nuestra Era) entre Roma y Cartago al cabo de las cuales apareció la Hispania (costa de las liebres) Citerior gobernada por Publio Cornelio Escipión (“El Africano), en cuyo ejército se alistaron pobladores originales de la zona para alcanzar la victoria final sobre las fuerzas de Aníbal Barca.
Con el correr del tiempo Cayo Julio César patrocinó la llegada de colonos romanos que introdujeron intereses del futuro Imperio, sumada a una suerte de reforma agraria que dio a los llegados de la península itálica pequeños lotes de tierra del orden de las 2,5 hectáreas, lo que fortaleció la presencia de dicho estado en expansión al convertir a toda la costa del Mar Mediterráneo en una parte vital de su territorio.
La Provincia Tarraconense, creada en el 27 AC por Cayo Julio César Octaviano (Augusto), precisamente en ocasión de su consagración como Augusto (el elegido por los augures), fue la más grande de todo el Imperio Romano, ya que incluía las actuales regiones españolas de Cataluña, Valencia, Murcia y buena parte de Andalucía, y estaba bajo el control directo del emperador a través de algún administrador designado por él.
Sus habitantes romanizados, descendientes de antiguos íberos y de griegos instalados en la región, podían llegar a ser senadores imperiales y ocupar cargos relevantes en el Ejército mucho antes de la “Constitutio Antoniana”, la reforma constitucional romana sancionada en el 212 por el emperador Marco Aurelio Antonino Basiano (“Caracalla”, gabán) que otorgó la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio.
La llegada de los “bárbaros” (extranjeros) visigodos (godos del oeste) a la Península Ibérica no se extendió en el 415 a Cataluña, Galicia ni Euskadi, pese a lo cual una de las hipótesis sobre el origen de la palabra Cataluña deviene de Gotholandia, el país de los godos. El término catalán apareció por vez primera en el 1117 en una mención a Ramón Berenguer III, como “Dux Catalanensis”, antecesor del conde Ramón Berenguer IV.
Precisamente a partir de Ramón Berenguer IV, “El Santo”, hacia mediados del siglo XII había consolidado su poder sobre los actuales territorios de Aragón, Barcelona, Cerdeña, Gerona y Osona, constituyéndose en un “primus inter pares” (primero entre iguales) entre los gobernantes de la región en circunstancias en que aún buena parte de España estaba aún gobernada por los musulmanes bereberes que habían llegado en el 711 encabezados por Djeb El Tarik (Gibraltar).
Dichos territorios conformaron el Reino de Aragón, creado en 1035, que se mantuvo vigente hasta la invasión de 1714, anticipada por un decreto de Felipe V de 1707, en el marco de una guerra civil en la Península Ibérica en la que participaron los ejércitos de Francia (Luis XIV era el abuelo de Felipe V), Inglaterra, Austria y los Países Bajos y que determinó el desguazamiento del imperio español, aquél en el que “nunca se ponía el sol”.
El casamiento de Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla, los “Reyes Católicos” no fundió los reinos ya que cada uno siguió gobernando su territorio y la unión dinástica que determinó una unificación formal no lo logró en la práctica ya que el Consejo Supremo de Aragón mantuvo el manejo de lo que fuera casi la vieja Provincia Tarraconense romana y mantuvo sus diferencias, sobre todo, con las políticas de primarización económicas implementadas por Carlos I desde 1522.
La muerte de Carlos II en 1700, desató una guerra por la sucesión, ya que el monarca no dejó herederos sanguíneos. Los castellanos nombraron a Felipe V con el apoyo de Luis XIV quien le envió las tropas franceses para su sostenimiento.
En Barcelona se designó rey a Carlos III, más tarde Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico con capital en Viena. Eso generó una guerra global que se extendió hasta 1713 y que en Cataluña siguió hasta 1714.
La guerra, que tuvo como jefe de la coalición anglo-austro-nederlandesa-catalana a John Churchill, I Duque de Marlborough (Mambrú para los españoles), concluyó con la victoria formal de los franceses y los castellanos y sus aliados peninsulares, pero implicó el desmembramiento del imperio español y favoreció la expansión de sus enemigos, en particular de los británicos en América Latina.
El 13 de julio de 1713, la reina Ana de Inglaterra firmó con Felipe V, la Paz de Utrecht, calificada por Carlos VI como tan “indecoroso que el tiempo no borrará el sacrificio que el ministerio inglés hace de la España y, singularmente, de la Corona de Aragón, y más en particular de la de Cataluña, a quienes la Inglaterra ha dado tantas seguridades de sostenerlas y ampararlas”. Por entonces los catalanes y el reino de Mallorca mantenían sus resistencias.
Inglaterra se quedó con el negocio de la trata de esclavos en Hispanoamérica, con la ocupación del Peñón de Gibraltar, la isla de Menorca (recuperada por España en 1782) y con las colonias francesas que actualmente son parte del estado canadiense, entre otras cosas. Austria se quedó con el Ducado de Milán, el Reino de Nápoles, los Países Bajos Españoles y Cerdeña (luego intercambiada con España por el Reino de Sicilia).
Luis XIV terminó aceptando que la familia de los borbones, representada por él en Francia y por Felipe V en España, no iba a aspirar en el futuro a la unificación de ambos países. De hecho, aunque logró algunos avances en Europa, como el municipio de Landau, Francia también se vio perjudicada por sus pérdidas americanas; pérdidas que a más de tres siglos de distancia, aún mantienen viva una tendencia separatista en el Canadá francófono.
El Tratado de Utrecht y sus posteriores de Rastatt y Baden, entre los varios que se firmaron entre los diferentes contendientes, no lograron evitar que el nacionalismo catalán mantuviese su postura independentista por lo que sostuvo su resistencia ante la corona españolista de Madrid liderada por Felipe V y las tropas de Luis XIV hasta que, finalmente, los ejércitos franceses entraron a Barcelona y se inició una etapa que arrastra más de 300 años de aspiraciones catalanas.
No fue casual que durante las luchas por la independencia americana tanto vascos como catalanes hayan sido piezas claves en la consecución de la misma como en el caso argentino lo fueran Domingo Matheu y Juan Larrea, miembros de la Primera Junta del 25 de mayo de 1810, catalanes, al igual que Blas Parera, el autor de la letra del Himno Nacional, aunque nacido en Murcia y llevado de niño a Cataluña.
Otro miembro de la Primera Junta, Miguel de Azcuénaga, fue hijo de vascos, entre muchos otros de esos mismos orígenes, como el oriental José Gervasio de Artigas, de raigambre aragonesa o Martín de Álzaga, nacido en Euskadi.
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