Era
madrugada en Pau d’Arco, en el norteño estado de Pará, el más peligroso
en Brasil para quienes luchan por la tierra. Unas familias sin tierra
volvían a ocupar la hacienda Santa Lucía. Fueron masacradas. Nueve
hombres y una mujer resultaron asesinados el 24 de mayo de 2017, en una
acción de la Policía Militar (PM) y la Policía Civil del estado. Quince
policías fueron apresados preventivamente, pero luego los liberaron.
Nada nuevo bajo el sol. Según la ONG Global Witness, en la última década
Brasil ha sido el país más peligroso del mundo para quienes defienden
la tierra o el ambiente: muestra un promedio de 42 asesinatos por año
desde 2012. En 2017, con 57 muertes, lideró nuevamente el ranking
mundial. La mayoría de las masacres fueron ejecutadas por la Policía
Militar o por pistoleros en connivencia con agentes del Estado.
La de Pau d’Arco fue la más grande registrada en Brasil después de la matanza de 19 campesinos en El Dorado dos Carajás (también en Pará), que conmovió al mundo en 1996. Pero no fue la única en 2017. Según un informe de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), se registraron otras cuatro. El pasado 19 de abril nueve campesinos fueron asesinados en Colniza (estado de Mato Grosso) a tiros de escopeta calibre 12 y golpes de machete, algunos mostraban señales de haber sido torturados. El potencial industrial (minero y maderero) en esa zona hace que allí el conflicto agrario sea muy intenso. Diez días después, en Vilhena (estado de Rondonia), tres trabajadores fueron asesinados por apoyar la lucha por la reforma agraria de familias sin tierra. En Lençois (Bahía) ocho líderes negros de la comunidad Lúna fueron asesinados a tiros en sus casas por un conflicto que desde 2015 redujo la población de 40 familias a 12. La cuarta masacre ocurrió en el estado de Maranhão contra los indígenas de la etnia gamela, que fueron atacados a machetazos por un grupo de pistoleros que intentaban tomar sus tierras a la fuerza, y terminó con 22 indígenas gravemente heridos. A algunos les cortaron las manos. La justicia no ha hallado a ningún culpable.
“Somos un país de latifundistas, donde el poder de la tierra dominó históricamente la política. Por eso la lucha por la tierra es la lucha por Brasil. El ‘coronelismo’ de los dueños de la tierra y la idea del poder acabó no solamente boicoteando la posibilidad de hacer la reforma agraria, sino que avanzó hacia una nueva etapa más agresiva, con la llegada de una nueva fuerza: el agronegocio”, comentó a Brecha Clodoaldo Meneguello Cardoso, coordinador del Observatorio de Educación en Derechos Humanos de la Universidade Estadual Paulista.
“Nuestra historia es racista y violenta. Nuestro ambiente ideológico y social también, y no se incomoda con la muerte”, apuntó por su parte Rubén Siqueira, de la CPT, desde Manaos. Según Siqueira, estamos frente a una “contrarreforma agraria” sustentada en la impunidad, y una justicia que está hecha “para no funcionar y garantizar privilegios”, con procesos lentos, intrincados, que facilitan “chicanas, omisiones y connivencias de todo tipo”. Además de la policía, surge otro actor relativamente nuevo entre los asesinos: las compañías privadas de seguridad. En muchos casos acaban asociadas a la policía en desalojos violentos que desembocan en masacres, o en crímenes por encargo. En estas condiciones, el derecho a la tierra ya no lo es, es un privilegio. Siqueira señaló que es la impunidad la que exacerba la violencia: “Genera esa arrogancia y prepotencia de que puede matar comunidades enteras. Existen actores que lo demandan y exigen, y esa impunidad les garantiza las condiciones”. “No podemos subestimar estas muertes, no es un problema colateral del sistema, sino la columna vertebral de su radicalismo contra los pobres.” Por su parte, el profesor Meneguello concluyó: “Sin reforma agraria, esta matanza continuará”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
La de Pau d’Arco fue la más grande registrada en Brasil después de la matanza de 19 campesinos en El Dorado dos Carajás (también en Pará), que conmovió al mundo en 1996. Pero no fue la única en 2017. Según un informe de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), se registraron otras cuatro. El pasado 19 de abril nueve campesinos fueron asesinados en Colniza (estado de Mato Grosso) a tiros de escopeta calibre 12 y golpes de machete, algunos mostraban señales de haber sido torturados. El potencial industrial (minero y maderero) en esa zona hace que allí el conflicto agrario sea muy intenso. Diez días después, en Vilhena (estado de Rondonia), tres trabajadores fueron asesinados por apoyar la lucha por la reforma agraria de familias sin tierra. En Lençois (Bahía) ocho líderes negros de la comunidad Lúna fueron asesinados a tiros en sus casas por un conflicto que desde 2015 redujo la población de 40 familias a 12. La cuarta masacre ocurrió en el estado de Maranhão contra los indígenas de la etnia gamela, que fueron atacados a machetazos por un grupo de pistoleros que intentaban tomar sus tierras a la fuerza, y terminó con 22 indígenas gravemente heridos. A algunos les cortaron las manos. La justicia no ha hallado a ningún culpable.
“Somos un país de latifundistas, donde el poder de la tierra dominó históricamente la política. Por eso la lucha por la tierra es la lucha por Brasil. El ‘coronelismo’ de los dueños de la tierra y la idea del poder acabó no solamente boicoteando la posibilidad de hacer la reforma agraria, sino que avanzó hacia una nueva etapa más agresiva, con la llegada de una nueva fuerza: el agronegocio”, comentó a Brecha Clodoaldo Meneguello Cardoso, coordinador del Observatorio de Educación en Derechos Humanos de la Universidade Estadual Paulista.
“Nuestra historia es racista y violenta. Nuestro ambiente ideológico y social también, y no se incomoda con la muerte”, apuntó por su parte Rubén Siqueira, de la CPT, desde Manaos. Según Siqueira, estamos frente a una “contrarreforma agraria” sustentada en la impunidad, y una justicia que está hecha “para no funcionar y garantizar privilegios”, con procesos lentos, intrincados, que facilitan “chicanas, omisiones y connivencias de todo tipo”. Además de la policía, surge otro actor relativamente nuevo entre los asesinos: las compañías privadas de seguridad. En muchos casos acaban asociadas a la policía en desalojos violentos que desembocan en masacres, o en crímenes por encargo. En estas condiciones, el derecho a la tierra ya no lo es, es un privilegio. Siqueira señaló que es la impunidad la que exacerba la violencia: “Genera esa arrogancia y prepotencia de que puede matar comunidades enteras. Existen actores que lo demandan y exigen, y esa impunidad les garantiza las condiciones”. “No podemos subestimar estas muertes, no es un problema colateral del sistema, sino la columna vertebral de su radicalismo contra los pobres.” Por su parte, el profesor Meneguello concluyó: “Sin reforma agraria, esta matanza continuará”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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