El
largo y doloroso experimento haitiano da muestras sobradas sobre los
desastres asociados a la violación de la soberanía de nuestras
respectivas naciones por parte de la llamada comunidad internacional.
* Por Lautaro Rivara, sociólogo y miembro de la Brigada Dessalines de Solidaridad con Haití
Las operaciones masivas de ayuda humanitaria, organizadas y
ejecutadas por los Estados Unidos o por países miembros de la Unión
Europea, constituyen una de las formas más sofisticadas y eficaces de
penetración imperial en las naciones del sur global, recubiertas de un
halo de legitimidad que es tan difícil como urgente desmontar. Más aún
en un contexto que evidencia el despliegue, quizás irreversible, de la
pesada maquinaria política, diplomática, militar, financiera y
comunicacional que pretende generar una intervención directa o mediada
sobre la República Bolivariana de Venezuela. Mucho se ha hablado de la
emulación del modelo sirio o libio, y de sus tentativas de aclimatarlo a
la realidad caribeña, pero poco o nada se ha analizado el carácter
precursor del “modelo haitiano” en este terreno. Para comprender los
fundamentos y consecuencias de la “ayuda humanitaria” en su perversa
formulación capitalista e imperial, nos centraremos entonces en Haití,
uno de los países que han tenido la dudosa suerte de ser asistido, desde
hace años, por la “comunidad internacional”. Lo haremos, por cierto,
estableciendo un contrapunto permanente con los argumentos desplegados
en la actualidad para justificar la injerencia sobre la Venezuela
bolivariana, en una estrategia que pretende completar la recolonización
de América Latina y el Caribe.
La justificación ideológica: ¿quiénes son los humanos de la ayuda humanitaria?
La formulación capitalista de la ayuda humanitaria, y su adecuación a las estrategias de recolonización, parte de una paradoja típica de nuestra situación neocolonial. Dicha ayuda deshumaniza al país y a las poblaciones receptoras, en tanto las entiende incapaces, por razones puramente internas (sea históricas, culturales, políticas ¡y hasta raciales!), de gestionar por si mismas los aspectos más elementales de su existencia: la producción agropecuaria y la alimentación, los derechos sanitarios, habitacionales y educativos, la gestión pacífica del territorio y la seguridad ciudadana, el control migratorio, el ejercicio democrático del poder político, etcétera. Aunque, como veremos, sean las mismas fuerzas remitentes de la ayuda humanitaria las que hayan producido históricamente, y reproduzcan activamente hoy, dichas imposibilidades.
Pero hay aún más: la ayuda humanitaria deshumaniza a los asistidos, por efecto del realce de la presunta superior humanidad del país cooperante: se trata de la caridad en su versión más retrógrada. El sapere aude kantiano, el “ten el valor de valerte de tu propia razón” que lanzará el filósofo Immanuel Kant en su famoso ensayo “¿Qué es la ilustración?”, es reemplazado por el “ten la humildad, tú que no sabes pensar, de valerte de mi propia razón imperial”. El derecho de tutela siempre ha sido un punto cardinal de las concepciones “blandas” de la política colonial y neocolonial, una vez que las posiciones más severas han sido directamente derrotadas por movimientos de liberación nacional y social, o, en nuestro contexto, puestas en entredicho por los proyectos progresistas y de izquierda de la región. Se trata de la misma prerrogativa que se atribuyeron las ex metrópolis tras el ciclo de liberación nacional en Asia o África, o el mismo que ejercen en la actualidad Estados Unidos, Inglaterra, Holanda o Francia en sus posesiones formales e informales en el Gran Caribe. Éstas formas de la heteronomía política mellan las viejas tentativas anfictiónicas de soberanía e integración continental que conectan desde Alexander Petión a Simón Bolívar: estados libres asociados, protectorados, departamentos de ultramar, pequeñas ínsulas reducidas a una condición prostíbulos o paraísos fiscales, “repúblicas” regenteadas por anacrónicos monarcas allende los mares (algunos de los cuales, inclusive, se permiten dar lecciones de democracia). El colonizador que huyó expulsado y derrotado por la puerta grande de las batallas político-militares o político-electorales, entra, vía derecho de tutela, por la ventana de intereses espurios y coartadas increíbles: la lucha contra el narcotráfico, los servicios impagos de deuda externa, las prerrogativa de la inversión extranjera directa e indirecta, o, como en el caso que nos ocupa, a través de la pretendida ayuda humanitaria. Abordemos, entonces, algunos de los argumentos utilizados para justificarla, y tracemos un contrapunto entre sus consecuencias efectivas para el caso haitiano y potenciales para la Venezuela de hoy en día.
La justificación alimentaria: te alimento para devorarte
Así como en las fábulas clásicas el villano alimenta a sus cautivos para luego comérselos, así mismo opera el “capitalismo humanitario” en relación a la cuestión agro-alimentaria: parte de la excusa de la asistencia alimentaria hasta llegar a las políticas más claramente predatorias, las que lejos de combatir, le dan al fenómeno del hambre un carácter crónico y masivo. Demos un ejemplo, entre tantos posibles, en relación a nuestro caso testigo: la producción arrocera en Haití. El país, que cuenta hoy con un 60% de su población en situación de “inseguridad alimentaria” según cifras de la FAO (nótese el eufemismo), fue alimentariamente soberano en muchos de los productos que constituyen la dieta nacional, de los cuales el más importante, como sucede en otras naciones del Caribe, es el arroz. El Valle del Artibonite, que cuenta hasta el día de hoy con todas las condiciones humanas, de clima y suelo para alimentar a la totalidad de la población, se encuentra hoy devastado. Esto se debe a que, a mediados de la década del 80, los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional obligaron al tullido estado haitiano a reducir hasta niveles casi inexistentes las tasas aduaneras que protegían la producción arrocera campesina, precaria y no mecanizada, de la invasión del arroz estadounidense. Nación que, como es sabido, subsidia holgadamente su producción agrícola y, mediante el llamado dumping, la pone en una competencia desleal con las economías regionales y nacionales del tercer mundo, que solo pueden naufragar frente a los costos de productos subsidiados que no serían rentables sin la asistencia del gigante norteamericano. El cual aún pregona, de forma hipócrita, las llamadas “ventajas comparativas” enunciadas por los padres del liberalismo económico.
Una vez que fue arruinada la economía arrocera y obligados los campesinos al éxodo urbano o a la migración internacional (qué más tarde será utilizada, en Haití o ahora en Venezuela, como presunto ejemplo de la incapacidad congénita de la dirigencia local) y una vez que se extendió el hambre entre las poblaciones empobrecidas, la ayuda humanitaria comenzó a ofrecer su asistencia alimentaria vía entidades multilaterales o vía ONGs directamente ligadas al Departamento de Estado norteamericano o la Comisión Europea, lo que terminó de derrumbar los precios y la economía local merced a la imposibilidad de competir con productos virtualmente gratuitos. Sellada la ruina agrícola, el arroz estadounidense pudo comenzar a ser libremente vendido en todo el país, aun cuando se trata de un insumo de baja calidad, cerrándose así otro bucle de la dependencia. Si extendemos este sintomático ejemplo al conjunto de la economía haitiana, entenderemos porque hoy el país necesita importar alrededor del 60% de todo lo que consume, aun contando con tierras fértiles y mano de obra campesina desempleada y en disponibilidad.
Del mismo modo, para el caso venezolano, es invisibilizado el hecho de que hayan sido los pactos gruesos del puntofijismo y de la Cuarta República, plenamente consustanciados con las políticas neoliberales antes de la irrupción “salvaje” del chavismo según la expresión de Reinaldo Iturriza, los que hayan terminado de sellar la dependencia estructural de Venezuela respecto a la exportación de crudo, condenando a un país de llanos fabulosos y fértiles valles a la más completa heteronomía alimentaria. El hecho de que la sobredeterminación de la economía venezolana por parte del rentismo petrolero sea tendencialmente resistido por los esfuerzos de la producción comunal, no le resta gravedad al hecho, ni tampoco exculpa a los esfuerzos demasiado modestos de reorientación productiva, tan lejos de los objetivos fijados en documentos como el Plan de la Patria 2013-2019 o el Golpe de Timón.
La ayuda alimentaria estadounidense o europea no ha sido, para el caso haitiano, una solución al flagelo del hambre, sino una de sus causas estructurales, además de una justificación para intervenciones extranjeras. Y si atendemos a la operación de “ayuda humanitaria” que pretende ingresar a golpes de ariete una cantidad más bien modesta de alimentos por la frontera colombo-venezolana, al bloqueo activo a la importación de alimentos de Venezuela o al robo de sus activos en bancos de Inglaterra y en los Estados Unidos, podremos entender el carácter de mera coartada que tiene la preocupación alimentaria por parte de las grandes potencias.
La justificación política: estados fallidos y gobiernos autoritarios
Otro elemento fundamental que constituye el telón de fondo de las operaciones de ayuda humanitaria, son las teorías que giran en torno a conceptos como los de “estado débil”, “estado frágil” o “estado fallido” o, incluso, “estado en delicuescencia”, aplicados consecutivamente a Somalia, Siria o Haití. Siempre somos culpables, por exceso o déficit, de eso se ha tratado siempre. En este caso, por déficit de “gobernanza”, entendida, según los tanques del pensamiento occidental, como la “concordancia entre los intereses de la élite y el conjunto de la sociedad”. Detrás de ésta se esconde otra concordancia, ésta si bien lubricada: la que se da entre los intereses de la “élite nacional” y los de la “élite global”, es decir las grandes trasnacionales, los Estados Unidos y las entidades multilaterales, sean financieras (FMI, Banco Mundial, BID), políticas (ONU) o militares (OTAN). Puede suceder incluso, según intelectuales como Chauvet y Collier, que “la sociedad no reconozca su propia interés”. ¿Quién mejor entonces que los Estados Unidos y su conciencia esclarecida para aplicar a tiempo los correctivos necesarios? De ahí la creación fantasmagórica de elites de reemplazo, que no son más que ventrílocuos de los intereses imperiales, jeringas descartables para la dolorosa inyección humanitaria: desde los Juan Guaidó en el caso venezolano hasta los Michel Martelly para el caso de Haití. No hay por tanto, “estados fallidos”. Hay estados impedidos en su conformación, ultrajados en sus tentativas soberanas, desgarrados por las disputas inter-imperiales. Lo que hay son formaciones nacionales fracturadas por las políticas coloniales de ayer y las neocoloniales de hoy.
La justificación política del capitalismo humanitario reedita una y otra vez los viejos clichés liberal-republicanos, que señalan en nuestras naciones déficits democráticos, derivas autoritarias, límites en la división de poderes, o cuando no, describe dictaduras plenas por cuenta de tiranos bananeros. No importa cuántas elecciones celebremos ni quiénes las convaliden: nuestras instituciones construidas al efecto, delegaciones internacionales de las naciones vecinas, la ONU o hasta la fundación de un ex presidente norteamericano. No importa que Venezuela haya retomado, profundizado y radicalizado algunos elementos de la democracia representativa a través de mecanismos constituyentes, revocatorios, plebiscitarios y de una nueva arquitectura política. Para el caso haitiano, no importó que el cura salesiano Jean Bertrand-Aristide fuera elegido con una participación electoral masiva y el 60% de los votos para producir, luego, su regreso condicionado al país. Y tampoco importa que la llamada “comunidad internacional” sea encabezada por monarquías europeas, por naciones que aún ostentan posesiones coloniales, por aliados de un régimen desquiciado como el saudita (que viene de descuartizar al periodista opositor Yamal Khashoggi en un consulado) o por un país como los Estados Unidos con un régimen electoral viciado e indirecto por el cual no son los ciudadanos los que eligen a su presidente, sino un colegio electoral. En la actualidad, gobierna en Haití un presidente que es resultado del más completo descrédito del sistema electoral tras los dos golpes perpetrados contra Aristide, y es una verdad a gritos que en el Palacio Nacional se siguen protocolos, pero no se toman posiciones políticas de envergadura, que llegan enlatadas desde los Estados Unidos, y son a lo sumo negociadas con las ONGs y las embajadas europeas. Si el Centro Carter llegó a decir que el venezolano es el mejor sistema electoral del mundo, podemos tener certeza de que el haitiano, probablemente, se cuente entre los peores del hemisferio. Pero a las potencias coloniales nunca le importaron los tiranos, mientras sean propios, en una larga parábola que conecta desde el Pirata Morgan hasta Michel Temer.
Por último, si son los tanques de pensamiento los que generan estas teorías en concilios, fundaciones y academias, son los mal llamados medios de comunicación de masas, la mass media, los encargados de vulgarizarlos, volverlos sentido común, conciencia e inconciencia, y propagarlos a los cuatro vientos. El uruguayo Aram Aharonian dio muestras sobradas de su funcionamiento coordinado a escala continental y global a la hora de generar y replicar matrices de opinión que abonan el terreno de las operaciones humanitarias. Un caso emblemático es la preocupación constante frente a la situación migratoria venezolana, y la más completa omisión en torno al desastre yemení o al conflicto interno colombiano, que ha generado ya cerca de cinco millones de desplazados y seguirá en aumento, si atendemos a la ruptura de los diálogos de paz con el ELN y a las noticias recientes sobre bombardeos de las fuerzas armadas colombianas sobre poblaciones campesinas en el Chocó.
Así como sucede con el hambre en el caso de la justificación alimentaria, la existencia de tiranos y dictaduras es un falso punto de partida, pero la consecuencia real y previsible de las políticas injerencistas encubiertas tras la presunta ayuda humanitaria.
La justificación militar: la “pacificación” a cargo de la entente internacional
Entre sostener la inestabilidad e imprevisibilidad local de un “estado fallido”, de un país sumido en una “crisis humanitaria” o de un “gobierno autoritario”, y definirlo como una amenaza para la seguridad internacional, hay un paso bien corto y fácil de transitar. Paso que en el caso venezolano, cabe recordar, fue tramitado por la anterior administración demócrata de Barack Obama, al definir al país como una amenaza “inusual y extraordinaria”. De ahí se deriva el papel estratégico que juega el personal europeo o norteamericano en el exterior o el funcionariado de las ONGs, permanentemente amenazados bajo una paranoia que hace a la embajada norteamericana en Haití cerrar sus puertas al primer estruendo de los festejos de carnaval. Ahora bien, ¿alguien creyó alguna vez, sinceramente, que el estado más pobre del hemisferio y carente de fuerzas armadas podía representar un peligro para terceros países? Y sin embargo, ridículo o no, a Haití todavía se le aplica el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que lo considera un peligro para la paz, por lo que se reconoce al Consejo de Seguridad como la última autoridad en el país. Pero Venezuela no es Haití. Con fuerzas militares solventes, bien entrenadas y equipadas, y sobre todo léales y formadas bajo una sólida doctrina bolivariana, el país no registra, no obstante, ningún antecedente de agresión a terceros. Prueba fehaciente de esto ha sido su búsqueda de una solución mediada, pacífica y diplomática al importante diferendo territorial que mantiene con Guyana por la extensa región del Esequibo. Y de ninguna forma Venezuela podría resultar una amenaza para quién, todavía, cuenta con el mayor poderío militar a nivel global.
Por otra parte, el indómito Haití ha atravesado ya la “pacificación” de tres misiones internacionales: la MISHIVI, la MINUSTAH desde junio de 2004 y actualmente su reconversión en la MINUJUSTH. Por si fuera poco, la dramática coyuntura del terremoto de enero de 2010 sirvió como excusa para una nueva e intensa remilitarización: mientras Cuba, Venezuela y otros países enviaban médicos y asistencia de todo tipo, Estados Unidos tomaba posesión del aeropuerto internacional con 20.000 marines. Lejos de volverse un tranquilo suburbio norteamericano, Haití se ha convertido un polvorín que explota recurrentemente y que se encuentra ahora mismo, y desde julio del 2018, en llamas, en una crisis sin visos de solución, y con un tendal de muertos en las calles (más de 52 en los últimos días según las fuerzas de oposición). La soberanía, ejercida a control remoto y asentada en la política represiva de fuerzas militares multilaterales y en el llamado Core Group (del que el llamado Grupo de Contacto Internacional no sería más que una réplica para el caso venezolano), no ha podido reemplazar el necesario ejercicio de la auténtica soberanía, la nacional. La política de pacificación genera, de hecho, soberanías múltiples, contradictorias y yuxtapuestas, por la que el control del país pasa a ser disputado y compartido por bandas criminales, cárteles de la droga, ONG, iglesias pentecostales, oligarquías regionales, fuerzas paramilitares o misiones de ocupación internacional. La aportación relativa de cada actor a la gestión de lo común como tal será diferente en cada país, y también el papel específico asignado al viejo Estado-nación, que, para el caso haitiano, no alcanza a cubrir ni siquiera las elementales funciones represivas y de control territorial que, según las teorías clásicas, constituían su fundamento. El neoliberalismo de guerra y la política imperial no “achica” el Estado, sino que refuncionaliza sus estructuras y a los agentes de una soberanía blanda y porosa, que facilita la tutela imperial y habilita la rápida movilidad que el capital necesita en su etapa financiarizada.
Al decir de Camille Chalmers, economista y dirigente del capítulo Haití de ALBA Movimientos, la presunta pacificación a cargo de la MINUSTAH empeoró todo los asuntos que según la resolución de la ONU venía a resolver, y generó nuevas formas de inseguridad ciudadana antes desconocidas, así como una notable expansión del narcotráfico. La MINUSTAH significó también un ensayo de la llamada proxy war o “guerra subsidiaria” en nuestro continente, es decir de una guerra (interna en este caso) tercerizada, marcando el camino de lo que los Estados Unidos quiere generar en la actualidad involucrando en la agresión a Venezuela a la Colombia de Iván Duque y eventualmente al Brasil de Jair Bolsonaro, junto con alguna aún no especificada isla caribeña, tal como detalla el importante análisis situacional de María Fernanda Barreto. Tal como sucedió con la composición multilateral y latinoamericana de la MINUSTAH, esto volvería más “económica” la apertura de un frente caribeño, cuando aún los Estados Unidos no se han retirado de su pantano medio-oriental. Es decir, los países vecinos ponen las tropas, y ellos los asesores militares y los miembros del Estado Mayor. Además, la misión de las Naciones Unidas ha sido una inmejorable escuela de represión al enemigo interno de las grandes periferias urbanas, como lo demuestra la actuación de soldados del contingente brasilero en la ocupación de las favelas de Río de Janeiro, según lo reconoció el propio general Ajax Porto Pinheiro.
Por último, cabe destacar que la pacificación en Haití, como en Venezuela, fue precedida por la designación de un “gobierno” consustanciado con los intereses norteamericanos. El papel que en Haití fuera ocupado por la dupla Alexandre/Latortue, es ejercido en el caso venezolano por Juan Guaidó. Es de esta forma cómo se pretende presentar la ocupación militar como un acto nacional, soberano. Además, los objetos de pacificación son siempre nuestras relativamente pacíficas naciones latinoamericanas, si las ponemos en el contexto del desquicie global de una historia moderna que apenas si ha pasado algunos días sin conflictos bélicos declarados en los últimos siglos. Nadie osaría sugerir la solución pacificadora a una España que se deshilacha frente a las reclamaciones autonomistas de vascos y catalanes, o frente a una Francia desbordada hace largas semanas por las masivas movilizaciones de los llamados chalecos amarillos.
La justificación civil: ONGs, penetración cultural y desmovilización política
Gene Sharp, el teórico norteamericano de los llamados “golpes blandos”, es un denodado patriota que difundió su doctrina promoviendo golpes de estado durante más de 15 años en numerosos países de todo el planeta: Birmania, China, Yugoslavia, Bielorrusia, Iraq, Zimbabue y un largo etcétera. Su conocido método para derribar gobiernos establece cinco etapas: ablandamiento, deslegitimación, calentamiento de calle, combinación de diversas formas de lucha y, por último, fractura institucional. Venezuela las ha sufrido a todas ellas bajo combinaciones y en etapas diversas. Incluso la ruptura institucional, durante el derrotado golpe del año 2002 contra el presidente Hugo Chávez. En estas etapas, sobre todo en las primeras, la llamada población civil, identificada con diversas organizaciones no gubernamentales es central, como hemos visto acontecer en países como Venezuela, Bolivia o Haití. Pero mientras que los dos primeros casos hemos visto su complicidad en el “caldeamiento” o el “calentamiento de calle”, es interesante echar una mirada a Haití para comprender su rol en la penetración cultural y la desmovilización política que se busca efectuar una vez consumado el cambio de régimen.
En el caso haitiano, los cuantiosos flujos de la ayuda internacional fueron canalizadas por una legión de ONGs ligadas a la Comisión Europea o directamente englobadas bajo el paraguas de la norteamericana USAID, la misma que Evo Morales echara en el año 2013 por su injerencia en los asuntos internos del país. Estos recursos ayudaron, en la nación caribeña, a inhibir aún más el deficitario accionar estatal, privatizando y fragmentando la oferta de servicios públicos en materia sanitaria, educativa, productiva y habitacional. Así, Haití enfrenta hoy una serie de graves dilemas totalizantes que son descompuestos por el accionar voluntarioso de las ONGs es una serie microscópica de pequeños problemas, que son enfrentados por pequeños actores, con pequeños recursos, en pequeñas comunidades. ¿El resultado? Grandes (y secretamente deseados) fracasos.
Según Emily de Amarante Portella las ONGs, que están presentes en Haití desde hace tiempo pero que han crecido como hongos bajo la lluvia tras el terremoto del 2010, “han alimentado una cultura mercantil, egoísta y con resultados incapaces de promover cambios estructurales en el país”. Pero quizás el hecho más grave, y nada casual, sea el impacto de las ONGs en la subjetividad de las clases y las organizaciones populares, dado que fomentan una intensa competencia por la captación de recursos, difunden intensamente concepciones y teorías desmovilizadoras oriundas de los países centrales (emprendedorismo, gobernanza o lisa y llana resignación) y paralizan las luchas por la reapropiación de recursos de cara al estado y a las clases dominantes, ofreciendo medidas paliativas y no soluciones estructurales. Lanzamos a una especie de batalla sin enemigos visibles, las organizaciones populares luchan por su reproducción y supervivencia captando recursos internacionales que caen como mana el cielo, mellando su autonomía política, organizativa y financiera y, en ocasiones, perdiendo algunos de sus militantes y dirigentes más valiosos en las tentadoras promesas de desarrollo individual que las ONGs prometen.
Más aún, debemos decir que la llamada ayuda humanitaria es uno de los negocios más lucrativos y desregulados del mundo, porque claro, ¿quién habría de demandar una estricta prestación de cuentas a quién sólo quiere hacer el bien sin pedir nada a cambio? Según Seintenfus, profesor de relaciones internacionales y representantes de la OEA en Haití, el 80% de las ONGs se negaron a publicar informes sobre su trabajo en el país, y tan sólo entre las 160 que si lo hicieron, gastaron el equivalente a medio presupuesto del estado nacional. Cabe señalar, demás, que los montos netos destinados a dicha ayuda resultan absolutamente marginales si los comparamos con las riquezas que los países centrales extraen de las naciones del sur global, sea vía saqueo de nuestros recursos naturales o a cuenta de la superexplotación de nuestra fuerza de trabajo.
Profecías autocumplidas
La pregunta orientadora que siempre debemos hacer es: ¿cuándo se jodió el país? ¿Cuándo se jodió Iraq, cuando se jodió Siria, cuando se jodió Haití, cuando comenzó a joderse Venezuela? La respuesta al cuando nos arrimará a la respuesta por el quien. El problema, es claro, no es la ayuda humanitaria en sí, sino su aplicación selectiva y su carácter encubridor de las modalidades dominantes de la intervención imperialista en el siglo XXI. No debe sorprendernos entonces la más completa desidia de los Estados Unidos a la hora de socorrer a Puerto Rico, su “estado libre asociado”, tras el paso devastador del huracán María o la indiferencia de la Unión Europea frente a los miles de cuerpos ahogados que cada año llegan a sus bellas playas del Mar Mediterráneo.
En síntesis, la gran coartada de la ayuda humanitaria es una profecía autocumplida que inventa, recrea o exagera al absurdo problemas que más que estar en el origen de las intervenciones internacionales, son sus consecuencias posibles y esperables. El largo y doloroso experimento haitiano da muestras sobradas sobre los desastres asociados a la violación de la soberanía de nuestras respectivas naciones por parte de la llamada comunidad internacional, y deben alertarnos sobre las implicancias reales que tendrá invadir Venezuela para llevar a cabo una presunta operación de ayuda humanitaria: hambre y nuevas formas inseguridad ciudadana, militarización y paramilitarización de la vida cotidiana, fractura institucional y crisis de representatividad, desestructuración del tejido social, heteronomía política, saqueo de nuestros recursos naturales, etc. Frente a las alarmistas justificaciones ideológicas, alimentarias, políticas, militares y civiles que se elaboran desde las grandes usinas del pensamiento imperial, sus ONGs y sus corporaciones mediáticas, la única solución verdaderamente humanitaria a nuestros problemas, es, simplemente, el respeto irrestricto a nuestra autodeterminación nacional y continental.
La justificación ideológica: ¿quiénes son los humanos de la ayuda humanitaria?
La formulación capitalista de la ayuda humanitaria, y su adecuación a las estrategias de recolonización, parte de una paradoja típica de nuestra situación neocolonial. Dicha ayuda deshumaniza al país y a las poblaciones receptoras, en tanto las entiende incapaces, por razones puramente internas (sea históricas, culturales, políticas ¡y hasta raciales!), de gestionar por si mismas los aspectos más elementales de su existencia: la producción agropecuaria y la alimentación, los derechos sanitarios, habitacionales y educativos, la gestión pacífica del territorio y la seguridad ciudadana, el control migratorio, el ejercicio democrático del poder político, etcétera. Aunque, como veremos, sean las mismas fuerzas remitentes de la ayuda humanitaria las que hayan producido históricamente, y reproduzcan activamente hoy, dichas imposibilidades.
Pero hay aún más: la ayuda humanitaria deshumaniza a los asistidos, por efecto del realce de la presunta superior humanidad del país cooperante: se trata de la caridad en su versión más retrógrada. El sapere aude kantiano, el “ten el valor de valerte de tu propia razón” que lanzará el filósofo Immanuel Kant en su famoso ensayo “¿Qué es la ilustración?”, es reemplazado por el “ten la humildad, tú que no sabes pensar, de valerte de mi propia razón imperial”. El derecho de tutela siempre ha sido un punto cardinal de las concepciones “blandas” de la política colonial y neocolonial, una vez que las posiciones más severas han sido directamente derrotadas por movimientos de liberación nacional y social, o, en nuestro contexto, puestas en entredicho por los proyectos progresistas y de izquierda de la región. Se trata de la misma prerrogativa que se atribuyeron las ex metrópolis tras el ciclo de liberación nacional en Asia o África, o el mismo que ejercen en la actualidad Estados Unidos, Inglaterra, Holanda o Francia en sus posesiones formales e informales en el Gran Caribe. Éstas formas de la heteronomía política mellan las viejas tentativas anfictiónicas de soberanía e integración continental que conectan desde Alexander Petión a Simón Bolívar: estados libres asociados, protectorados, departamentos de ultramar, pequeñas ínsulas reducidas a una condición prostíbulos o paraísos fiscales, “repúblicas” regenteadas por anacrónicos monarcas allende los mares (algunos de los cuales, inclusive, se permiten dar lecciones de democracia). El colonizador que huyó expulsado y derrotado por la puerta grande de las batallas político-militares o político-electorales, entra, vía derecho de tutela, por la ventana de intereses espurios y coartadas increíbles: la lucha contra el narcotráfico, los servicios impagos de deuda externa, las prerrogativa de la inversión extranjera directa e indirecta, o, como en el caso que nos ocupa, a través de la pretendida ayuda humanitaria. Abordemos, entonces, algunos de los argumentos utilizados para justificarla, y tracemos un contrapunto entre sus consecuencias efectivas para el caso haitiano y potenciales para la Venezuela de hoy en día.
La justificación alimentaria: te alimento para devorarte
Así como en las fábulas clásicas el villano alimenta a sus cautivos para luego comérselos, así mismo opera el “capitalismo humanitario” en relación a la cuestión agro-alimentaria: parte de la excusa de la asistencia alimentaria hasta llegar a las políticas más claramente predatorias, las que lejos de combatir, le dan al fenómeno del hambre un carácter crónico y masivo. Demos un ejemplo, entre tantos posibles, en relación a nuestro caso testigo: la producción arrocera en Haití. El país, que cuenta hoy con un 60% de su población en situación de “inseguridad alimentaria” según cifras de la FAO (nótese el eufemismo), fue alimentariamente soberano en muchos de los productos que constituyen la dieta nacional, de los cuales el más importante, como sucede en otras naciones del Caribe, es el arroz. El Valle del Artibonite, que cuenta hasta el día de hoy con todas las condiciones humanas, de clima y suelo para alimentar a la totalidad de la población, se encuentra hoy devastado. Esto se debe a que, a mediados de la década del 80, los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional obligaron al tullido estado haitiano a reducir hasta niveles casi inexistentes las tasas aduaneras que protegían la producción arrocera campesina, precaria y no mecanizada, de la invasión del arroz estadounidense. Nación que, como es sabido, subsidia holgadamente su producción agrícola y, mediante el llamado dumping, la pone en una competencia desleal con las economías regionales y nacionales del tercer mundo, que solo pueden naufragar frente a los costos de productos subsidiados que no serían rentables sin la asistencia del gigante norteamericano. El cual aún pregona, de forma hipócrita, las llamadas “ventajas comparativas” enunciadas por los padres del liberalismo económico.
Una vez que fue arruinada la economía arrocera y obligados los campesinos al éxodo urbano o a la migración internacional (qué más tarde será utilizada, en Haití o ahora en Venezuela, como presunto ejemplo de la incapacidad congénita de la dirigencia local) y una vez que se extendió el hambre entre las poblaciones empobrecidas, la ayuda humanitaria comenzó a ofrecer su asistencia alimentaria vía entidades multilaterales o vía ONGs directamente ligadas al Departamento de Estado norteamericano o la Comisión Europea, lo que terminó de derrumbar los precios y la economía local merced a la imposibilidad de competir con productos virtualmente gratuitos. Sellada la ruina agrícola, el arroz estadounidense pudo comenzar a ser libremente vendido en todo el país, aun cuando se trata de un insumo de baja calidad, cerrándose así otro bucle de la dependencia. Si extendemos este sintomático ejemplo al conjunto de la economía haitiana, entenderemos porque hoy el país necesita importar alrededor del 60% de todo lo que consume, aun contando con tierras fértiles y mano de obra campesina desempleada y en disponibilidad.
Del mismo modo, para el caso venezolano, es invisibilizado el hecho de que hayan sido los pactos gruesos del puntofijismo y de la Cuarta República, plenamente consustanciados con las políticas neoliberales antes de la irrupción “salvaje” del chavismo según la expresión de Reinaldo Iturriza, los que hayan terminado de sellar la dependencia estructural de Venezuela respecto a la exportación de crudo, condenando a un país de llanos fabulosos y fértiles valles a la más completa heteronomía alimentaria. El hecho de que la sobredeterminación de la economía venezolana por parte del rentismo petrolero sea tendencialmente resistido por los esfuerzos de la producción comunal, no le resta gravedad al hecho, ni tampoco exculpa a los esfuerzos demasiado modestos de reorientación productiva, tan lejos de los objetivos fijados en documentos como el Plan de la Patria 2013-2019 o el Golpe de Timón.
La ayuda alimentaria estadounidense o europea no ha sido, para el caso haitiano, una solución al flagelo del hambre, sino una de sus causas estructurales, además de una justificación para intervenciones extranjeras. Y si atendemos a la operación de “ayuda humanitaria” que pretende ingresar a golpes de ariete una cantidad más bien modesta de alimentos por la frontera colombo-venezolana, al bloqueo activo a la importación de alimentos de Venezuela o al robo de sus activos en bancos de Inglaterra y en los Estados Unidos, podremos entender el carácter de mera coartada que tiene la preocupación alimentaria por parte de las grandes potencias.
La justificación política: estados fallidos y gobiernos autoritarios
Otro elemento fundamental que constituye el telón de fondo de las operaciones de ayuda humanitaria, son las teorías que giran en torno a conceptos como los de “estado débil”, “estado frágil” o “estado fallido” o, incluso, “estado en delicuescencia”, aplicados consecutivamente a Somalia, Siria o Haití. Siempre somos culpables, por exceso o déficit, de eso se ha tratado siempre. En este caso, por déficit de “gobernanza”, entendida, según los tanques del pensamiento occidental, como la “concordancia entre los intereses de la élite y el conjunto de la sociedad”. Detrás de ésta se esconde otra concordancia, ésta si bien lubricada: la que se da entre los intereses de la “élite nacional” y los de la “élite global”, es decir las grandes trasnacionales, los Estados Unidos y las entidades multilaterales, sean financieras (FMI, Banco Mundial, BID), políticas (ONU) o militares (OTAN). Puede suceder incluso, según intelectuales como Chauvet y Collier, que “la sociedad no reconozca su propia interés”. ¿Quién mejor entonces que los Estados Unidos y su conciencia esclarecida para aplicar a tiempo los correctivos necesarios? De ahí la creación fantasmagórica de elites de reemplazo, que no son más que ventrílocuos de los intereses imperiales, jeringas descartables para la dolorosa inyección humanitaria: desde los Juan Guaidó en el caso venezolano hasta los Michel Martelly para el caso de Haití. No hay por tanto, “estados fallidos”. Hay estados impedidos en su conformación, ultrajados en sus tentativas soberanas, desgarrados por las disputas inter-imperiales. Lo que hay son formaciones nacionales fracturadas por las políticas coloniales de ayer y las neocoloniales de hoy.
La justificación política del capitalismo humanitario reedita una y otra vez los viejos clichés liberal-republicanos, que señalan en nuestras naciones déficits democráticos, derivas autoritarias, límites en la división de poderes, o cuando no, describe dictaduras plenas por cuenta de tiranos bananeros. No importa cuántas elecciones celebremos ni quiénes las convaliden: nuestras instituciones construidas al efecto, delegaciones internacionales de las naciones vecinas, la ONU o hasta la fundación de un ex presidente norteamericano. No importa que Venezuela haya retomado, profundizado y radicalizado algunos elementos de la democracia representativa a través de mecanismos constituyentes, revocatorios, plebiscitarios y de una nueva arquitectura política. Para el caso haitiano, no importó que el cura salesiano Jean Bertrand-Aristide fuera elegido con una participación electoral masiva y el 60% de los votos para producir, luego, su regreso condicionado al país. Y tampoco importa que la llamada “comunidad internacional” sea encabezada por monarquías europeas, por naciones que aún ostentan posesiones coloniales, por aliados de un régimen desquiciado como el saudita (que viene de descuartizar al periodista opositor Yamal Khashoggi en un consulado) o por un país como los Estados Unidos con un régimen electoral viciado e indirecto por el cual no son los ciudadanos los que eligen a su presidente, sino un colegio electoral. En la actualidad, gobierna en Haití un presidente que es resultado del más completo descrédito del sistema electoral tras los dos golpes perpetrados contra Aristide, y es una verdad a gritos que en el Palacio Nacional se siguen protocolos, pero no se toman posiciones políticas de envergadura, que llegan enlatadas desde los Estados Unidos, y son a lo sumo negociadas con las ONGs y las embajadas europeas. Si el Centro Carter llegó a decir que el venezolano es el mejor sistema electoral del mundo, podemos tener certeza de que el haitiano, probablemente, se cuente entre los peores del hemisferio. Pero a las potencias coloniales nunca le importaron los tiranos, mientras sean propios, en una larga parábola que conecta desde el Pirata Morgan hasta Michel Temer.
Por último, si son los tanques de pensamiento los que generan estas teorías en concilios, fundaciones y academias, son los mal llamados medios de comunicación de masas, la mass media, los encargados de vulgarizarlos, volverlos sentido común, conciencia e inconciencia, y propagarlos a los cuatro vientos. El uruguayo Aram Aharonian dio muestras sobradas de su funcionamiento coordinado a escala continental y global a la hora de generar y replicar matrices de opinión que abonan el terreno de las operaciones humanitarias. Un caso emblemático es la preocupación constante frente a la situación migratoria venezolana, y la más completa omisión en torno al desastre yemení o al conflicto interno colombiano, que ha generado ya cerca de cinco millones de desplazados y seguirá en aumento, si atendemos a la ruptura de los diálogos de paz con el ELN y a las noticias recientes sobre bombardeos de las fuerzas armadas colombianas sobre poblaciones campesinas en el Chocó.
Así como sucede con el hambre en el caso de la justificación alimentaria, la existencia de tiranos y dictaduras es un falso punto de partida, pero la consecuencia real y previsible de las políticas injerencistas encubiertas tras la presunta ayuda humanitaria.
La justificación militar: la “pacificación” a cargo de la entente internacional
Entre sostener la inestabilidad e imprevisibilidad local de un “estado fallido”, de un país sumido en una “crisis humanitaria” o de un “gobierno autoritario”, y definirlo como una amenaza para la seguridad internacional, hay un paso bien corto y fácil de transitar. Paso que en el caso venezolano, cabe recordar, fue tramitado por la anterior administración demócrata de Barack Obama, al definir al país como una amenaza “inusual y extraordinaria”. De ahí se deriva el papel estratégico que juega el personal europeo o norteamericano en el exterior o el funcionariado de las ONGs, permanentemente amenazados bajo una paranoia que hace a la embajada norteamericana en Haití cerrar sus puertas al primer estruendo de los festejos de carnaval. Ahora bien, ¿alguien creyó alguna vez, sinceramente, que el estado más pobre del hemisferio y carente de fuerzas armadas podía representar un peligro para terceros países? Y sin embargo, ridículo o no, a Haití todavía se le aplica el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que lo considera un peligro para la paz, por lo que se reconoce al Consejo de Seguridad como la última autoridad en el país. Pero Venezuela no es Haití. Con fuerzas militares solventes, bien entrenadas y equipadas, y sobre todo léales y formadas bajo una sólida doctrina bolivariana, el país no registra, no obstante, ningún antecedente de agresión a terceros. Prueba fehaciente de esto ha sido su búsqueda de una solución mediada, pacífica y diplomática al importante diferendo territorial que mantiene con Guyana por la extensa región del Esequibo. Y de ninguna forma Venezuela podría resultar una amenaza para quién, todavía, cuenta con el mayor poderío militar a nivel global.
Por otra parte, el indómito Haití ha atravesado ya la “pacificación” de tres misiones internacionales: la MISHIVI, la MINUSTAH desde junio de 2004 y actualmente su reconversión en la MINUJUSTH. Por si fuera poco, la dramática coyuntura del terremoto de enero de 2010 sirvió como excusa para una nueva e intensa remilitarización: mientras Cuba, Venezuela y otros países enviaban médicos y asistencia de todo tipo, Estados Unidos tomaba posesión del aeropuerto internacional con 20.000 marines. Lejos de volverse un tranquilo suburbio norteamericano, Haití se ha convertido un polvorín que explota recurrentemente y que se encuentra ahora mismo, y desde julio del 2018, en llamas, en una crisis sin visos de solución, y con un tendal de muertos en las calles (más de 52 en los últimos días según las fuerzas de oposición). La soberanía, ejercida a control remoto y asentada en la política represiva de fuerzas militares multilaterales y en el llamado Core Group (del que el llamado Grupo de Contacto Internacional no sería más que una réplica para el caso venezolano), no ha podido reemplazar el necesario ejercicio de la auténtica soberanía, la nacional. La política de pacificación genera, de hecho, soberanías múltiples, contradictorias y yuxtapuestas, por la que el control del país pasa a ser disputado y compartido por bandas criminales, cárteles de la droga, ONG, iglesias pentecostales, oligarquías regionales, fuerzas paramilitares o misiones de ocupación internacional. La aportación relativa de cada actor a la gestión de lo común como tal será diferente en cada país, y también el papel específico asignado al viejo Estado-nación, que, para el caso haitiano, no alcanza a cubrir ni siquiera las elementales funciones represivas y de control territorial que, según las teorías clásicas, constituían su fundamento. El neoliberalismo de guerra y la política imperial no “achica” el Estado, sino que refuncionaliza sus estructuras y a los agentes de una soberanía blanda y porosa, que facilita la tutela imperial y habilita la rápida movilidad que el capital necesita en su etapa financiarizada.
Al decir de Camille Chalmers, economista y dirigente del capítulo Haití de ALBA Movimientos, la presunta pacificación a cargo de la MINUSTAH empeoró todo los asuntos que según la resolución de la ONU venía a resolver, y generó nuevas formas de inseguridad ciudadana antes desconocidas, así como una notable expansión del narcotráfico. La MINUSTAH significó también un ensayo de la llamada proxy war o “guerra subsidiaria” en nuestro continente, es decir de una guerra (interna en este caso) tercerizada, marcando el camino de lo que los Estados Unidos quiere generar en la actualidad involucrando en la agresión a Venezuela a la Colombia de Iván Duque y eventualmente al Brasil de Jair Bolsonaro, junto con alguna aún no especificada isla caribeña, tal como detalla el importante análisis situacional de María Fernanda Barreto. Tal como sucedió con la composición multilateral y latinoamericana de la MINUSTAH, esto volvería más “económica” la apertura de un frente caribeño, cuando aún los Estados Unidos no se han retirado de su pantano medio-oriental. Es decir, los países vecinos ponen las tropas, y ellos los asesores militares y los miembros del Estado Mayor. Además, la misión de las Naciones Unidas ha sido una inmejorable escuela de represión al enemigo interno de las grandes periferias urbanas, como lo demuestra la actuación de soldados del contingente brasilero en la ocupación de las favelas de Río de Janeiro, según lo reconoció el propio general Ajax Porto Pinheiro.
Por último, cabe destacar que la pacificación en Haití, como en Venezuela, fue precedida por la designación de un “gobierno” consustanciado con los intereses norteamericanos. El papel que en Haití fuera ocupado por la dupla Alexandre/Latortue, es ejercido en el caso venezolano por Juan Guaidó. Es de esta forma cómo se pretende presentar la ocupación militar como un acto nacional, soberano. Además, los objetos de pacificación son siempre nuestras relativamente pacíficas naciones latinoamericanas, si las ponemos en el contexto del desquicie global de una historia moderna que apenas si ha pasado algunos días sin conflictos bélicos declarados en los últimos siglos. Nadie osaría sugerir la solución pacificadora a una España que se deshilacha frente a las reclamaciones autonomistas de vascos y catalanes, o frente a una Francia desbordada hace largas semanas por las masivas movilizaciones de los llamados chalecos amarillos.
La justificación civil: ONGs, penetración cultural y desmovilización política
Gene Sharp, el teórico norteamericano de los llamados “golpes blandos”, es un denodado patriota que difundió su doctrina promoviendo golpes de estado durante más de 15 años en numerosos países de todo el planeta: Birmania, China, Yugoslavia, Bielorrusia, Iraq, Zimbabue y un largo etcétera. Su conocido método para derribar gobiernos establece cinco etapas: ablandamiento, deslegitimación, calentamiento de calle, combinación de diversas formas de lucha y, por último, fractura institucional. Venezuela las ha sufrido a todas ellas bajo combinaciones y en etapas diversas. Incluso la ruptura institucional, durante el derrotado golpe del año 2002 contra el presidente Hugo Chávez. En estas etapas, sobre todo en las primeras, la llamada población civil, identificada con diversas organizaciones no gubernamentales es central, como hemos visto acontecer en países como Venezuela, Bolivia o Haití. Pero mientras que los dos primeros casos hemos visto su complicidad en el “caldeamiento” o el “calentamiento de calle”, es interesante echar una mirada a Haití para comprender su rol en la penetración cultural y la desmovilización política que se busca efectuar una vez consumado el cambio de régimen.
En el caso haitiano, los cuantiosos flujos de la ayuda internacional fueron canalizadas por una legión de ONGs ligadas a la Comisión Europea o directamente englobadas bajo el paraguas de la norteamericana USAID, la misma que Evo Morales echara en el año 2013 por su injerencia en los asuntos internos del país. Estos recursos ayudaron, en la nación caribeña, a inhibir aún más el deficitario accionar estatal, privatizando y fragmentando la oferta de servicios públicos en materia sanitaria, educativa, productiva y habitacional. Así, Haití enfrenta hoy una serie de graves dilemas totalizantes que son descompuestos por el accionar voluntarioso de las ONGs es una serie microscópica de pequeños problemas, que son enfrentados por pequeños actores, con pequeños recursos, en pequeñas comunidades. ¿El resultado? Grandes (y secretamente deseados) fracasos.
Según Emily de Amarante Portella las ONGs, que están presentes en Haití desde hace tiempo pero que han crecido como hongos bajo la lluvia tras el terremoto del 2010, “han alimentado una cultura mercantil, egoísta y con resultados incapaces de promover cambios estructurales en el país”. Pero quizás el hecho más grave, y nada casual, sea el impacto de las ONGs en la subjetividad de las clases y las organizaciones populares, dado que fomentan una intensa competencia por la captación de recursos, difunden intensamente concepciones y teorías desmovilizadoras oriundas de los países centrales (emprendedorismo, gobernanza o lisa y llana resignación) y paralizan las luchas por la reapropiación de recursos de cara al estado y a las clases dominantes, ofreciendo medidas paliativas y no soluciones estructurales. Lanzamos a una especie de batalla sin enemigos visibles, las organizaciones populares luchan por su reproducción y supervivencia captando recursos internacionales que caen como mana el cielo, mellando su autonomía política, organizativa y financiera y, en ocasiones, perdiendo algunos de sus militantes y dirigentes más valiosos en las tentadoras promesas de desarrollo individual que las ONGs prometen.
Más aún, debemos decir que la llamada ayuda humanitaria es uno de los negocios más lucrativos y desregulados del mundo, porque claro, ¿quién habría de demandar una estricta prestación de cuentas a quién sólo quiere hacer el bien sin pedir nada a cambio? Según Seintenfus, profesor de relaciones internacionales y representantes de la OEA en Haití, el 80% de las ONGs se negaron a publicar informes sobre su trabajo en el país, y tan sólo entre las 160 que si lo hicieron, gastaron el equivalente a medio presupuesto del estado nacional. Cabe señalar, demás, que los montos netos destinados a dicha ayuda resultan absolutamente marginales si los comparamos con las riquezas que los países centrales extraen de las naciones del sur global, sea vía saqueo de nuestros recursos naturales o a cuenta de la superexplotación de nuestra fuerza de trabajo.
Profecías autocumplidas
La pregunta orientadora que siempre debemos hacer es: ¿cuándo se jodió el país? ¿Cuándo se jodió Iraq, cuando se jodió Siria, cuando se jodió Haití, cuando comenzó a joderse Venezuela? La respuesta al cuando nos arrimará a la respuesta por el quien. El problema, es claro, no es la ayuda humanitaria en sí, sino su aplicación selectiva y su carácter encubridor de las modalidades dominantes de la intervención imperialista en el siglo XXI. No debe sorprendernos entonces la más completa desidia de los Estados Unidos a la hora de socorrer a Puerto Rico, su “estado libre asociado”, tras el paso devastador del huracán María o la indiferencia de la Unión Europea frente a los miles de cuerpos ahogados que cada año llegan a sus bellas playas del Mar Mediterráneo.
En síntesis, la gran coartada de la ayuda humanitaria es una profecía autocumplida que inventa, recrea o exagera al absurdo problemas que más que estar en el origen de las intervenciones internacionales, son sus consecuencias posibles y esperables. El largo y doloroso experimento haitiano da muestras sobradas sobre los desastres asociados a la violación de la soberanía de nuestras respectivas naciones por parte de la llamada comunidad internacional, y deben alertarnos sobre las implicancias reales que tendrá invadir Venezuela para llevar a cabo una presunta operación de ayuda humanitaria: hambre y nuevas formas inseguridad ciudadana, militarización y paramilitarización de la vida cotidiana, fractura institucional y crisis de representatividad, desestructuración del tejido social, heteronomía política, saqueo de nuestros recursos naturales, etc. Frente a las alarmistas justificaciones ideológicas, alimentarias, políticas, militares y civiles que se elaboran desde las grandes usinas del pensamiento imperial, sus ONGs y sus corporaciones mediáticas, la única solución verdaderamente humanitaria a nuestros problemas, es, simplemente, el respeto irrestricto a nuestra autodeterminación nacional y continental.
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