martes, 17 de diciembre de 2019

El mito necesario de la división de poderes


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El mito necesario de la división de poderes 

 

 

Carlos Barrio

El mito ha sido objeto de estudio por parte de filólogos, filósofos, psicólogos y más recientemente por parte de antropólogos, entre ellos el padre del estructuralismo antropológico, Levi-Strauss. Los mitos pertenecen al imaginario colectivo de los pueblos y sirven como fundamento legendario de instituciones, costumbres y estructuras sociales. Sitúan el origen de las mismas en un pasado legendario y sirven para legitimar un estado de cosas actual. No sólo hay mitos en la literatura o el arte, también los hay en la política o en la economía. Desde dicha perspectiva, podemos decir que el mito, frente a las estrecheces positivistas, no es cosa sólo de culturas primitivas, dominadas por la superchería y las creencias irracionales. También la modernidad está llena de mitos e incluso la propia idea de ciencia funciona, en no pocas ocasiones, como un mito, como puso de relieve la escuela de Frankfurt.
Uno de los mitos políticos por antonomasia es el del constitucionalismo moderno. Este tiene varias variantes, una de las cuales es el mito de la división de poderes, como pusieron de manifiesto el pensador marxista Althusser o en el jurista español Manuel García-Pelayo. El mito de la división de poderes se configura como un contrarrelato al otro relato; el de la idea del poder político como una bestia (Minotauro que decía Bertrand de Jouvenel o Leviathan que decía Thomas Hobbes) que tiene la propensión a ampliar su esfera de actuación y a poner en peligro la vida, la libertad y la propiedad del ciudadano-burgués. Frente a esta amenaza, la del poder omnímodo y despótico de las mayorías democráticas (pues la democracia ha sido la gran peste de la política hasta fechas recientes), se alumbró, en los albores de la ilustración política, la idea de traspasar la física newtoniana al ámbito de la política. La idea del equilibrio de fuerzas, tomada de la tercera ley de Newton (la de la acción-reacción de fuerzas), como un remedio institucional frente a la tendencia de ciertos poderes del estado (fundamentalmente el legislativo, que suele ser el popular) a “invadir” la esfera de acción de los otros poderes y así poner en “riesgo” los derechos de los ciudadanos.
Todo el planteamiento que subyace a este mito se basa en una consideración vertical del poder político, como una estructura artificial impuesta al cuerpo político y a la consideración de la colectividad como un agregado de individualidades, que se asocian políticamente por el miedo a la agresión proveniente de sus semejantes. Es por esto que el mito político de la división de poderes obedece a la cosmovisión liberal del Estado como artificio, como mal menor, pero frente al que hay tener todo tipo de prevenciones.
El posmoderno feminismo cultural pretende erigir un nuevo poder omnímodo que sustituya a las instituciones del gobierno liberal, caracterizadas por su desconfianza en el poder, por una nueva forma de poder popular que sea expresión de una “sociedad sin sexos”, previa dictadura hembrista
La idea de la división de poderes, aunque tiene sus antecedentes remotos en la antigüedad, en las célebres formulaciones de la idea del gobierno mixto, es una creación moderna, cuya acta fundacional podemos situar con la publicación en 1747 de la obra El Espíritu de las Leyes, del ensayista e ilustrado francés Charles Louis de Secondat, más conocido por el gran público como el barón de Montesquieu. Aunque esta obra haya pasado a la posteridad como el libro que “creó” la división de poderes, dicha visión es errónea por varias razones. Primero muchas reflexiones al respecto se encuentran en obras anteriores como en El Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil,de John Locke, o en la menos conocida obra Consiglio Politico, del jurista veneciano Scippione Maffei. En segundo lugar, las famosas reflexiones del barón a cerca de la división de poderes sólo suponen una ínfima parte de la obra; el famoso capítulo VI del libro XI, dentro de una obra muy voluminosa con XXXI libros divididos a su vez en multitud de capítulos.
Por otra parte la obra supone una reflexión general a cerca de las mejores formas de gobierno, pero no desde una perspectiva moral y atemporal. El autor pone en relación las formas de gobierno de cada país  con su idiosincrasia particular, estableciendo como principio general que no hay una forma de gobierno válida de forma general para todo tiempo y lugar. Sus reflexiones acerca de la famosa división de poderes se enmarcan en sus análisis del incipiente parlamentarismo inglés de principios del siglo XVIII, dominado por la existencia de tres centros de poder; la cámara de los lores, de extracción nobiliaria, la cámara de los comunes, de extracción burguesa, y la Corona. Es el Espíritu de las leyes, lo que podríamos llamar una obra de “iusnaturalismo sociológico”, como muy acertadamente la ha definido el sociólogo catalán Salvador Giner. Una obra pionera de la sociología política moderna. Según esta visión iusnaturalista de corte sociológico hay una manera natural de gobierno para cada pueblo, en función de sus circunstancias sociales, económicas, geográficas o políticas
Muchas veces en los análisis de las instituciones políticas, como por ejemplo en el caso de la famosa división de poderes, se incurre en la exposición acrítica de las mismas. Parece como si ciertas instituciones se tomaran, per se, como una especie de nuevas axiomas euclídeos o evidencias cartesianas, carentes de toda necesidad de fundamentación o reflexión. Una buena prueba de ello es la solemne declaración, de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, en cuyo artículo 16 se declara la existencia del principio de la división de poderes como requisito básico y fundamente de la existencia de una constitución moderna o de lo que tautológicamente se llama una “constitución constitucional”. Esto constituye lo que en lógica se llama un razonamiento circular o una petición de principio, donde se nos dice, por un lado, que la constitucionalidad de un sistema político depende del reconocimiento de dicho principio y por otro lado se nos dice que dicho principio sólo está presente cuando estamos en presencia de un sistema constitucional.
Pese al racionalismo ilustrado que quiere ver en la división de poderes una especie de ley política evidente por sí misma y que actúa como una suerte de trasunto de las leyes de la mecánica newtoniana en el ámbito de la política, la división de poderes responde más bien a una máxima prudencial con un largo arraigo en la historia del pensamiento político.
Que la división de poderes haya operado como un mito político no quiere decir que no haya tenido una funcionalidad muy clara. Desde antiguo los hombres han comprendido que el poder es una enfermedad. Ya Tácito en sus Anales describía el carácter corruptor del poder en el género humano al describir los tipos caracteriológicos de sujetos pusilánimes como el emperador Claudio, que gracias al poder absoluto degeneran en auténticos monstruos.
El posmoderno feminismo cultural pretende erigir un nuevo poder omnímodo que sustituya a las instituciones del gobierno liberal, caracterizadas por su desconfianza en el poder, por una nueva forma de poder popular que sea expresión de una “sociedad sin sexos”, previa dictadura hembrista. No es casual que en su objetivo de liquidación del gobierno limitado de carácter liberal, el feminismo se haya fijado con especial interés en el poder judicial. Para el feminismo culturalista el juez debe dejar esa “boca que pronunciara las palabras de la ley”, en la célebre formulación del barón de Montesquieu, para convertirse en una expresión del clamor popular con “perspectiva de género”.
Imagen: Firma de la Constitución de los Estados Unidos, óleo de Junius Brutus Stearns

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