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Los franceses aceptan la suspensión de su Libertad, por Thierry Meyssan
- Durante la Revolución Francesa, mucho antes de que “Libertad, Igualdad, Fraternidad” se convirtiera en la divisa de la República, este cartel agregaba “o la Muerte”, proclamando así que esos tres ideales valían más que la vida.
El filósofo inglés Thomas Hobbes era capaz de admitir que el Estado llegara a cometer crímenes con total de proteger a sus súbditos de los horrores de la guerra civil, de la que el propio Hobbes había sido testigo. Rompiendo con la lógica de Thomas Hobbes, el filósofo francés Montesquieu concibió los mecanismos de control necesarios ante la Raison d’Etat (la «razón de Estado»). Con Montesquieu, todos los constructores de los regímenes modernos clasificaron las libertades como el objetivo final de las democracias.
En tiempos de epidemias mortíferas, algunos regímenes estimaron que era necesario limitar la libertad de una parte de su ciudadanía, y hasta privarla de ella. Incluso se aceptaba que las democracias pudiesen limitar, de manera excepcional, los derechos de las personas contagiadas, o sospechosas de haberse contagiado, para proteger a las personas sanas. Ahora, con la epidemia de Covid-19, se ha llegado a admitir que se limiten también las libertades de las personas sanas, incluso confinando en sus domicilios a prácticamente toda la población.
Esta nueva norma no fue objeto de un debate democrático. Los gobernantes decidieron imponerla como un imperativo de emergencia y sus conciudadanos la han aceptado como un mal menor. Con ello se ha aceptado un cambio temporal de régimen político ya que, en una democracia, las decisiones políticas son legítimas sólo después de haber sido objeto de debate en el seno de las asambleas que representan a la ciudadanía. Dejándose llevar por sus impulsos, los mismos regímenes de excepción que hace poco prohibían el uso de la burka, ahora se dan a la tarea de imponer elementos de protección de uso obligatorio y la incorporación a los teléfonos celulares de aplicaciones móviles para alertar a los usuarios de la cercanía de alguna persona contagiada con el virus.
No estamos hablando de una ficción apocalíptica sino de la realidad que estamos viviendo. Esta “evolución” está basada únicamente en las afirmaciones de dos individuos. Según dicen el profesor británico Neil Ferguson –en la Unión Europea y Reino Unido– y el profesor estadounidense Anthony Fauci –en Estados Unidos–, la epidemia de Covid-19 matará al menos 55 millones de personas en todo el mundo. Actualmente se cuentan 170 000 decesos, o sea 300 veces menos que la hecatombe que predicen esos personajes.
El miedo a las epidemias está inscrito en nosotros. Sabemos que en ciertas épocas, en ciertos lugares, ciertas epidemias han acabado con civilizaciones. También sabemos que los progresos de la medicina no nos protegen de nuevos virus, precisamente porque todavía no han sido estudiados.
Pero también sabemos que las peores epidemias causadas por virus –como la viruela– no destruyeron civilizaciones. Los imperios precolombinos de América desaparecieron sólo porque a los estragos causados por la viruela se unió la acción destructora de los conquistadores. Los diferentes tipos de peste, como las que provocaron la llamada «Plaga de Justiniano» en el siglo VI y la epidemia de «peste negra» del siglo XIV, son enfermedades bacterianas que pueden combatirse mediante la higiene y hoy podemos vencerlas con el uso de antibióticos.
Desde el inicio de las democracias modernas, Benjamin Franklin, uno de los «Padres Fundadores» de Estados Unidos y «hermano» del filósofo francés Voltaire, planteó que:
«Quienes renuncian a la Libertad esencial para comprar un poco de Seguridad temporal, no merecen la Libertad ni tampoco la Seguridad.» Por supuesto, esa máxima se aplica también a las epidemias.
(“Those who would give up essential Liberty, to purchase a little temporary Safety, deserve neither Liberty nor Safety”.
Hay que reconocer que el confinamiento generalizado de poblaciones sanas «por su propio bien» es incompatible con el ideal democrático. No se trata aquí de lamentarse sobre ciertos retrocesos de la democracia, decretados –por ejemplo– bajo la justificación de la lucha contra el terrorismo, retrocesos que supuestamente sólo afectaban a una parte de la ciudadanía sin aplicarse a otra parte de ella. Ahora se trata de comprobar que acabamos –al menos de forma temporal– de poner fin a la democracia en muchos países a la vez. Es una decisión que nos concierne a todos y nos encarcela a domicilio por tiempo indeterminado.
Establecer una oposición –como está haciéndose actualmente– entre la actitud del “buen” presidente francés Emmanuel Macron, quien supuestamente protege la salud de sus conciudadanos, y la del “malo”, el presidente estadounidense Donald Trump, quien da más importancia a la economía, es sólo una cortina de humo. La triste realidad es que se acaba de abandonar primero el uso de la Libertad, para abandonar después el ideal mismo de Libertad.
Este cambio trascendental no es resultado de una crisis económica ni de una guerra. La epidemia de Covid-19 ha sido mucho menos mortífera que muchas otras epidemias anteriores. Entre 1968 y 1970, la gripe de Hong Kong segó más de un millón de vidas; en unos 40 años, el SIDA ha matado más de 32 millones de personas. Pero esos virus no modificaron nada en el plano político. Es por consiguiente altamente probable que la actual reacción política ante la epidemia de Covid-19 haya estado determinada por una evolución previa a la realidad misma de la epidemia.
El confinamiento generalizado de la población se ha justificado en los países que lo aplican como una respuesta a la fragilidad del sistema hospitalario. Aunque es falso, ese argumento quiere decir que valoramos más nuestra salud que nuestra Libertad, a pesar de que nuestros ancestros siempre proclamaron que sus vidas eran menos importantes que su Libertad.
Al suspender la democracia hasta nueva orden, los franceses han renunciado a seguir los pasos de sus propios héroes.
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