EL MIEDO ES NUESTRO ENEMIGO
Desde
siempre el miedo ha sido uno de los grandes motores de la sociedad. Nos
ha servido para estar preparados cuando una situación era percibida
como potencialmente peligrosa para nosotros y poder así afrontarla o
rodearla, siempre para nuestro propio beneficio.
Esto
ha convertido al miedo en un pilar de la evolución de la humanidad y
eso es algo que las elites dominantes no han pasado por alto. A lo largo
de la historia los miedos colectivos e individuales se han ido
explotando con el único propósito de beneficiar a los poderosos y, por
encima de todos ellos, al Estado.
La
creencia en la existencia de un Estado poderoso se basa en la necesidad
de protección, en la fe en que sólo una entidad superior puede cuidar de
nosotros y mantener nuestro mundo en su sitio. Es así como el poder
identifica o inventa los peligros (viene a ser lo mismo una que otra) de
manera que el diseño ideológico de estos permite administrar los
remedios y dirigir las conciencias.
Las
maniobras de invención suelen ser de dos tipos: una en forma de culpable
exterior (terrorismo, fundamentalismo, catástrofes climáticas,...)
otra, en forma de desviación personal o interna (pérdida de empleo,
precariedad y aislamiento social, imposibilidad de devolver las deudas
contraídas para saciar un impulso consumista aprendido, ...) En
cualquier caso, consiguen que la tensión permanente a la que nos someten
logre despersonalizarnos de tal manera que este tipo de situación vital
arrincona el libre criterio personal y limita el ejercicio público de
derechos “justificadamente”.
Todos
estos miedos que nos van creando a través de una inmensa tela de araña
que conforma la maquinaria del Estado (medios de comunicación, policía,
ejército, partidos políticos, sindicatos,...) nos exigen grandes
sacrificios a nivel personal así como una competitividad salvaje, un
adoctrinamiento de las conciencias, un rearme de los arsenales y, sobre
todo, una sumisión total. Al trenzar este cúmulo de temores consiguen
configurar una herramienta para el chantaje individual y colectivo,
previa degradación de la política en beneficio del mercado y de la
supuesta seguridad.
Así
pues, el Estado comprende perfectamente que el miedo es un factor
vital. Él mismo lo tiene, su mayor temor es la revolución de las
personas y sabe que dicha revolución será inevitable en el momento en
que a todos nos dé por pensar y reflexionar acerca del mundo que nos
rodea y su funcionamiento. La conclusión lógica de todo esto es que el
propio Estado patrocina y fomenta el mayor de los miedos que puede
sufrir el ser humano: el miedo a pensar.
En
los países económicamente avanzados, hace ya mucho tiempo que el Estado
entendió que la mejor manera de infundir el miedo a pensar era crear
una corriente ideológica tan intensa que cualquiera que se viera tentado
a utilizar su capacidad de libre pensamiento quedara automáticamente
denigrado a la categoría de marginal o mucho peor, de terrorista
intelectual. Junto a esta corriente ideológica predominante, se encargó
de instaurar una serie de mejoras en las condiciones de vida de sus
ciudadanos con el propósito de crear una falsa apariencia de estar
viviendo en el mejor de los mundos posibles. Así es como de manera
automática se instaura el miedo de la población a perder lo obtenido lo
cual lleva a aceptar de buen grado tantos sacrificios como sean
necesarios para mantener esta falsa visión de la vida. Al mismo tiempo,
esto crea el miedo al otro, a cualquier otro que quiera apoderarse de lo
que, por derecho, nos pertenece, creando así sentimientos globales de
xenofobia que, bien explotados, constituyen una pilar fundamental de los
Estados y una excusa perfecta para el rearme y los estados de excepción
en los que vivimos permanentemente.
Para
perfeccionar este modelo y alejar toda tentación de ejercitar la libre
conciencia, el Estado nos ha bombardeado (y continua haciéndolo más que
nunca) con una infinitud de banalidades, con la esperanza (muy bien
fundada) de mantener nuestro pobre intelecto ocupado. Así es como, en
cuestión de muy poco tiempo, hemos pasado de preocuparnos por cómo
mejorar nuestras vidas de una manera activa, a ceder todo el
protagonismo al aparato estatal, quedando relegados a simples niños de
teta esperando a que el Estado nos facilite nuestras vidas.
Por
otro lado, en los países menos avanzados económicamente, el Estado (que
no es más que una extensión de las antiguas metrópolis en la mayoría de
los casos) no se anda con tanta sutileza psicológica e infunde el miedo
a pensar con el método más antiguo: la violencia indiscriminada con el
saldo de millones de muertos al año a causa de guerras, enfermedades y
la imposibilidad de acceder a una alimentación suficiente.
La
esperanza de construir un mundo mejor, o por lo menos de acabar con el
que tenemos en menos de un periquete, pasa por superar ese miedo a
pensar porque el pensamiento cuando es verdaderamente libre adquiere
unos tintes revolucionarios y subversivos que son los que necesitamos
para revertir el actual estado de las cosas. La libre conciencia es
despiadada con los privilegios y las instituciones establecidas porque
sabe que no son justas, es terrible con las costumbres establecidas
porque comprende que son relaciones de servidumbre impropias del ser
humano, es indiferente a la autoridad porque entiende que es totalmente
arbitraria y carente de fundamento humano (únicamente concebida bajo
criterios económicos). Por eso hay que derrotar el miedo que es el único
impedimento para el avance del ser humano hacia un nivel superior de
sociedad.
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