EPN: hora de probar su inocencia
En su libro México, la gran esperanza,
el entonces aspirante a la candidatura presidencial del PRI Enrique
Peña Nieto publicó algunas ideas de lo que proponía para, como dice el
subtítulo de ese volumen editado en 2011, construir “un Estado Eficaz
(sic) para una democracia de resultados”.
Ahí, al abordar el tema de la rendición de cuentas, en un pequeñísimo apartado de 4 páginas en el que menciona la corrupción, Peña Nieto sostiene que: “El gobierno debe poner el ejemplo y ser el principal promotor de prácticas que inhiban la corrupción. Por ejemplo, debemos promover la generalización de códigos de ética para los servidores públicos e impulsar la participación de los testigos sociales en compras gubernamentales relevantes para dejar debidamente certificada la pulcritud de las adquisiciones”.
Esas palabras corresponden a 2011. Hoy Peña Nieto es el presidente que pudo sacar adelante una reforma energética, histórica al menos en el papel, y al mismo tiempo un mandatario que contra lo que prometía está muy lejos de que sus palabras, en el tema de la rendición de cuentas, se materialicen. Pudo cambiar Pemex pero no la ley anticorrupción.
El suyo, más que un gobierno que ponga “el ejemplo sobre prácticas que inhiban la corrupción”, se ha convertido en una administración bajo sospecha.
En unos cuantos meses, la probidad de esta administración se ha resquebrajado, abollada por ejemplares golpes periodísticos.
Que el presidente, su esposa y su secretario de Hacienda hayan adquirido inmuebles a quienes son también contratistas de su gobierno los aleja de un estándar mínimamente ejemplar.
La retórica legalista que ante cada caso –y ya van tres– han usado desde el gobierno para tratar de explicar esas adquisiciones es exactamente lo contrario a un código de ética como los que prometía Peña Nieto en su libro.
Un código de ética es aspiracional por definición; pondera no sólo la naturaleza de un hecho sino también cómo es percibido por la sociedad ese hecho. Un abogado busca rendijas en la ley. Con un código de ética se pretende lo contrario: explorar todos los ángulos de una situación, despejar todas las dudas.
Es cierto que no ha surgido una smoking gun, una prueba irrefutable, de que en alguna de esas operaciones inmobiliarias se haya violando la ley. Pero a la Presidencia debería preocuparle en igual medida que su imagen termine siendo la de una instancia de cuya honradez se duda.
Este gobierno ha desperdiciado largos meses antes de decidirse de una vez por todas a atajar el problema de imagen en que se encuentra por sus tratos con sus amigos constructores.
Quizá sea demasiado tarde, pero no estaría de más que revisen la posibilidad de que una entidad independiente investigue esas compras, así como las asignaciones de obras a las constructoras involucradas.
La investidura presidencial no puede estar en entredicho. Es la obligación de Peña Nieto cuidarla. Y de la opinión pública recordárselo.
El costo de no hacerlo ya lo intuía el entonces exgobernador del Estado de México en el libro ya citado: “las grandes metas de transformación nacional, como garantizar en la vida cotidiana de todo mexicano el ejercicio de sus derechos, requieren importantes recursos y, por lo tanto, necesitan contar con el respaldo de la sociedad para llevarlas a cabo. Por ello, nuestra democracia debe generar la confianza que exigen los ciudadanos respecto al manejo y beneficios individuales y sociales de sus impuestos en particular, así como de la gestión pública en general”.
Para salir del pasmo, este gobierno requiere del respaldo ciudadano. No hay de otra. Tiene que probar su inocencia.
Ahí, al abordar el tema de la rendición de cuentas, en un pequeñísimo apartado de 4 páginas en el que menciona la corrupción, Peña Nieto sostiene que: “El gobierno debe poner el ejemplo y ser el principal promotor de prácticas que inhiban la corrupción. Por ejemplo, debemos promover la generalización de códigos de ética para los servidores públicos e impulsar la participación de los testigos sociales en compras gubernamentales relevantes para dejar debidamente certificada la pulcritud de las adquisiciones”.
Esas palabras corresponden a 2011. Hoy Peña Nieto es el presidente que pudo sacar adelante una reforma energética, histórica al menos en el papel, y al mismo tiempo un mandatario que contra lo que prometía está muy lejos de que sus palabras, en el tema de la rendición de cuentas, se materialicen. Pudo cambiar Pemex pero no la ley anticorrupción.
El suyo, más que un gobierno que ponga “el ejemplo sobre prácticas que inhiban la corrupción”, se ha convertido en una administración bajo sospecha.
En unos cuantos meses, la probidad de esta administración se ha resquebrajado, abollada por ejemplares golpes periodísticos.
Que el presidente, su esposa y su secretario de Hacienda hayan adquirido inmuebles a quienes son también contratistas de su gobierno los aleja de un estándar mínimamente ejemplar.
La retórica legalista que ante cada caso –y ya van tres– han usado desde el gobierno para tratar de explicar esas adquisiciones es exactamente lo contrario a un código de ética como los que prometía Peña Nieto en su libro.
Un código de ética es aspiracional por definición; pondera no sólo la naturaleza de un hecho sino también cómo es percibido por la sociedad ese hecho. Un abogado busca rendijas en la ley. Con un código de ética se pretende lo contrario: explorar todos los ángulos de una situación, despejar todas las dudas.
Es cierto que no ha surgido una smoking gun, una prueba irrefutable, de que en alguna de esas operaciones inmobiliarias se haya violando la ley. Pero a la Presidencia debería preocuparle en igual medida que su imagen termine siendo la de una instancia de cuya honradez se duda.
Este gobierno ha desperdiciado largos meses antes de decidirse de una vez por todas a atajar el problema de imagen en que se encuentra por sus tratos con sus amigos constructores.
Quizá sea demasiado tarde, pero no estaría de más que revisen la posibilidad de que una entidad independiente investigue esas compras, así como las asignaciones de obras a las constructoras involucradas.
La investidura presidencial no puede estar en entredicho. Es la obligación de Peña Nieto cuidarla. Y de la opinión pública recordárselo.
El costo de no hacerlo ya lo intuía el entonces exgobernador del Estado de México en el libro ya citado: “las grandes metas de transformación nacional, como garantizar en la vida cotidiana de todo mexicano el ejercicio de sus derechos, requieren importantes recursos y, por lo tanto, necesitan contar con el respaldo de la sociedad para llevarlas a cabo. Por ello, nuestra democracia debe generar la confianza que exigen los ciudadanos respecto al manejo y beneficios individuales y sociales de sus impuestos en particular, así como de la gestión pública en general”.
Para salir del pasmo, este gobierno requiere del respaldo ciudadano. No hay de otra. Tiene que probar su inocencia.
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