Rebelarse vende: el caso de la ética hacker
Uno de los libros más interesantes que he leído en los últimos meses es sin duda Rebelarse Vende,
de Andrew Potter y Joseph Health; donde los dos autores se dedican a
desmitificar muchos de las valores, creencias y prácticas que articulan
el fenómeno que los sociólogos han dado en llamar “Contracultura”.
En
relación con la tecnología, el libro toca el tema de la ética hacker,
lo cual me parece sumamente oportuno, más si tomamos en cuenta que hoy
en día muchos hablan de la ética hacker pero pocos son los que se han
preocupado por ilustrarse en cuanto a sus contradictorios origenes
históricos, o las distintas connotaciones que el término arroja en
cuento a su cariz deontológico.
Es
decir, el mundo de la ética hacker es mucho más complejo y
contradictorio de lo que plantea Pekka Himanem en el IDEALIZADO
documento, La ética del hacker.
Para muestra, aquí está la primera parte de lo que Potter y Health dicen al respecto:
En el mundo de la tercera ola, la vida se desarrollará en comunidades totalmente emancipadas. Como admiten los autores de la Carta magna del ciberespacio, «nadie sabe cómo serán las futuras comunidades de la tercera ola, ni cuál será el destino último de la «desmasificación». Es obvio, sin embargo, que el ciberespacio va a ser un importante nexo de unión para las comunidades del mañana, al permitir la creación de «barrios electrónicos» que compartan unos intereses comunes en vez de un emplazamiento geográfico.
Otro texto que influyó en el asentamiento de los principios ciberlibertarios fue la Declaración de independencia del ciberespacio, de John Perry Barlow, cuyo comienzo es el siguiente: «Gobiernos del Mundo Industrial, gigantes exhaustos de carne y metal: yo vengo del Ciberespacio, la nueva morada de la Mente. En nombre del futuro, os ruego que nos dejéis en paz. No os tenemos ningún aprecio. No tenéis soberanía alguna sobre nosotros». A continuación afirma que «nuestras identidades no son corpóreas y, al contrario que vosotros, no empleamos la coacción física para obtener el orden. Creemos que la ética, la tolerancia individual y la mancomunidad serán los pilares de nuestro gobierno. Nuestras identidades podrán distribuirse en muchas de vuestras jurisdicciones. La única ley que reconoce nuestra cultura constituyente es la “regla de oro”, que esperamos aporte soluciones concretas a nuestros problemas. Pero no podemos aceptar las medidas que pretendéis imponernos».
Si el texto recuerda a esos discursos que se hacen fumando la pipa de la paz, es porque Barlow fue compositor del grupo musical Grateful Dead. Aun así, no es ni mucho menos el primer hippie retirado que se deja fascinar por las posibilidades contraculturales que ofrece Internet. En la década de 1980, Timothy Leary declaró que la informática había sustituido al LSD como instrumento esencial para expandir nuestra conciencia individual. «Usar un ordenador es lo más subversivo que he hecho en mi vida», declaró.
A
quien haya entrado por primera vez en Internet después de 1996, por
poner una fecha, todo esto le sonará ridículo. Incluso a los que
teníamos un sistema de correo electrónico antes del nacimiento de la Red
de Redes nos cuesta recordar las enormes ventajas que tenía Internet en
sus primeros tiempos. Los foros, los puntos de información y las listas
de correo -las bases de la comunidad cibernética- eran entonces
independientes. Las personas que se daban de alta en algún grupo
aceptaban la « netiquette» o protocolo de la red, y quienes no cumplían
las normas eran ignorados o expulsados a cajas destempladas. Es decir,
pese a no ser exactamente un mundo sin normas, el primer Internet fue un
lugar tremendamente libre y descentralizado, sin jerarquías ni
restricciones. El sueño ciberlibertario era que este sistema de
interacción social sirviera como modelo para un orden socioeconómico
nuevo.
Sin
embargo, esta última década no ha sido muy benevolente con la supuesta
comunidad electrónica, por motivos totalmente predecibles. Cuando Bárlow
proclamaba que «estamos creando un mundo donde cualquiera puede
expresar sus creencias en cualquier parte, por extrañas que sean, sin
que se le imponga el silencio o la conformidad», no parece habérsele
ocurrido que determinadas personas pudieran valerse de esta libertad de
expresión para coaccionar, acosar o silenciara los demás. En muy poco
tiempo, Internet se dejó infestar por los individuos siniestros del
«mundo real», es decir, los racistas, intolerantes y sexistas, por no
hablar de los “terroristas”, «campers», «chetos» y otros malhechores
dispuestos a no respetar la privacidad de nadie, a robar identidades
ajenas, acosar a ex novias o compañeros de trabajo y a atormentar al
mayor número de internautas posible. Peor aún, eran capaces de sacar
partido precisamente de los elementos más utópicos del ciberespacio: la
inexistencia de barreras ni fronteras, la ausencia de todo gobierno o
sistema policial y el anonimato casi generalizado. Los resultados
confirmaron la ley ciberespacial de Gresham: las malas palabras acaban
con todo lo bueno.
Cuando
los libertarios más acérrimos seguían negándose a imponer algún tipo de
control en la Red, llegó el spam o correo basura. A mediados de 2003,
el correo basura (publicidad no solicitada que incluye desde imágenes
pornográficas hasta ofertas hipotecarias y sistemas de alargamiento de
pene) había dejado de ser una pequeña molestia y se había convertido en
un grave problema para los usuarios personales y las empresas de
servicios. Son muchísimas las cuentas de correo que han quedado
inutilizadas al recibir diariamente centenares de mensajes
publicitarios. Cuando el Congreso estadounidense se decidió por fin a
aprobar una ley contra el spam, entre él 60 y el 80 por ciento de los
mensajes electrónicos eran correo basura.
Este
fenómeno existe porque es una forma increíblemente barata y sencilla de
publicitar un producto. A un precio de 500 dólares por cada millón de
nombres se puede montar una lista de correo que con una respuesta
positiva de sólo 1 por cada 100.000 puede ser rentable (frente a la
proporción de 1 por cada 100 del correo basura de papel). Por otra
parte, lejos de ser una perversión del concepto ciberlibertario, el
correo basura nace directamente de sus principios más básicos. Toffler,
Dyson, Barlow y demás especifican claramente que la gran característica
definitoria de Internet es la libertad de expresión ilimitada y no
sujeta a norma alguna; esto no sólo incluye, sino que afecta por encima
de todo a la actividad económica. Por supuesto, cuanto más correo basura
se envíe, menos eficaz será, pero su sobreabundancia anima a los
expertos en marketing cibernético a redoblar sus esfuerzos y mandar cada
vez más copias del mismo mensaje. De este modo se inicia una perfecta
carrera hacia el abismo, y la Red completamente atascada por el exceso
de correo basura se convierte en la trágica culminación de la utopía
ciberlibertaria.
Por desgracia,
este problema es difícil de solucionar, pero habrá que intentarlo si
queremos que Internet siga siendo viable. Los fanáticos del
ciberanarquismo se niegan a aplicar una normativa para controlar el
correo basura, con el argumento de que acabaría con la ilimitada
libertad de Internet. Por eso se empeñan en intentar aplicar remedios
tecnológicos en el punto de recepción del usuario (como filtros contra
el seamy programas de seguridad), pese a que éstos no solucionan el
problema estructural básico, que es social y no tecnológico. Esto les
permite posponer el reconocimiento de que la ciberlibertad no ha salido
bien en Internet por el mismo motivo que el libertarismo ha fallado
siempre en todas partes. La libertad sin restricciones no promueve la
paz, el amor y el entendimiento. Ni siquiera promueve el capitalismo. Lo
único que hace es recrear un estado natural «hobbesiano».
-
Doctor Jorge Alberto Lizama Mendoza, 15 de enero de 2015
(Fecha original de publicación de este post: 25 de octubre de 2005)
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