El fracaso histórico del liberalismo en Colombia: un enfoque crítico
El liberalismo en Colombia tuvo una gran influencia desde fines
del siglo XVIII cuando en 1794 Antonio Nariño tradujo y publicó la
“Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, proclamada por
la Revolución francesa en 1789.
* Miguel Eduardo Cárdenas Rivera. Jurista. Profesor universitario. Doctor en Derecho de la Universidad Externado de Colombia.
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El presente estudio versa sobre el
liberalismo en Colombia. Adopta como criterio de fondo que el
liberalismo no puso en práctica las reformas sociales que propuso
adelantar desde la década del treinta del siglo pasado, en especial la
reforma social agraria –que luego intentó en los sesenta– sin avanzar en
ese propósito –lo que dio pábulo a la insurgencia–; en los noventa
maduró hacia el neoliberalismo, y a estas alturas del desenvolvimiento
histórico del conflicto interno armado no es dable aceptar que si
retornase a la senda liberal reformista pudiera dar una salida a la
crisis colombiana. El liberalismo colombiano no logró dar base orgánica y
material a políticas públicas orientadas a la distribución justa de la
riqueza; a pesar de entender que la paz requería reformas sociales, no
las pudo hacer. Así, la guerra es una catástrofe que tiene su fundamento
en el fracaso del liberalismo como intenta demostrar el artículo.
Introducción
El liberalismo en Colombia: orígenes y persistencia
El liberalismo en Colombia tuvo una gran
influencia desde fines del siglo XVIII cuando en 1794 Antonio Nariño
tradujo y publicó la “Declaración de los Derechos del Hombre y el
Ciudadano”, proclamada por la Revolución francesa en 1789. Este acto, de
carácter subversivo bajo la égida de la “utopía del liberalismo
democrático” (Fals, 2008, p. 244), va a marcar una etapa conocida como
la “revolución de independencia” que, más adelante –luego de grandes
confrontaciones ideológicas y militares acaecidas a partir de “la
fundación de la República” en 1819– lleva al Radicalismo a imponer la
idea “liberal pura”, como fue plasmada en 1863 en la Constitución de
Rionegro.
Este proyecto de nación “sin mito
fundacional”, fue derrotado en la Guerra de 1885 por “La Regeneración”.
En este crucial período, el liberalismo colombiano fue sometido a una
severa defenestración y convertido en un eunuco que desapareció para
siempre como una fuerza para la transformación política. Así –en ese
recoveco de la historia– se generó la actual catástrofe producto del
freno a la revolución social por parte del catolicismo conservador
(España, 2003, p. 283). No obstante, tal postura ideológica –de gran
factura retórica– pervive en la actualidad, como se comprueba en la
reivindicación de un enfoque “liberal” in extremis –que clama por un
Estado hobbesiano– en el libro La Nación vetada: Estado, desarrollo y
guerra civil en Colombia de Mauricio Uribe López (2013). Perspectiva que
lo aúna de manera estrecha con el libro Violencia pública en Colombia
1958-2010 de Marco Palacios (2012b). El liberalismo es el pegamento
conceptual de estos dos autores (1).
.
El presente trabajo tiene por objeto
estudiar de manera crítica la historia del liberalismo en Colombia, para
así escudriñar en su fracaso y explicar la acritud del fenómeno de la
violencia. (2) Para ello abarca de manera crítica estas dos obras, con
énfasis en la forma como Uribe López aplica desde la ciencia política
una categoría económica (el “sesgo anticampesino del modo de
desarrollo”). Por su parte, Palacios, en su ejercicio como historiador,
no asume la categoría “guerra civil”, sino que utiliza y define una
fórmula genérica y evasiva que denomina la “violencia pública”.
La estructura del libro de Uribe López
comprende cuatro capítulos: el primero asume como enfoque el
“institucionalismo histórico y la economía política del desarrollo” para
hacer el estudio de caso sobre la “guerra civil prolongada”; el segundo
hace un estudio comparativo de la guerra civil colombiana; el tercero
escudriña el problema de fondo de la obra: el “veto a la nación y el
antiestatismo de las élites”; el cuarto asume la inaplicación del
liberalismo político a la Rawls como guía de interpretación de la crisis
colombiana, enlazada al ya mencionado “sesgo anticampesino”.
La estructura del libro de Palacios
comprende cuatro capítulos: el primero es un ensayo que se titula
“Palabras, momentos y lugares de un conflicto armado inconcluso”; el
segundo, de gran rigor, analiza la “Guerra Fría y la Revolución”; el
tercero trata el asunto de la “Guerra a las drogas, escalamiento y
guerra sucia”, y el cuarto aborda la “Paz cuatrienal”.
El hilo conductor del libro de Uribe
López es la idea liberal pura que asume el institucionalismo como base
del debido funcionamiento del mercado, entendido como la institución
fundamental. Ese institucionalismo se confunde con la idea de Estado en
el sentido hegeliano (como garantía de la preservación de lo general
sobre lo particular). Es un libro liberal que se queja de la ausencia de
liberalismo como causa fundamental del problema que analiza.
Su contenido es el resultado de una
profunda mirada del problema de la construcción de la Nación que no
cuestiona al Estado como categoría, ni se pregunta ¿qué es el Estado? o
al menos se permita indagar ¿qué tipo de Estado? Uribe, luego de hacer
un perspicaz recuento sobre el debate en torno al problema de Estado en
el capitalismo actual, no se arriesga a desatar el nudo gordiano de tan
complicado asunto, ergo no asume una crítica a la categoría Estado.
Pareciera como si el Estado (burgués) fuese bueno y necesario per se.
Así, de la mano de Kant y Hegel, Uribe hace que Hobbes adquiera plena
personalidad liberal. No obstante, Uribe se apoya en Centeno para anotar
que:
La perspectiva neoliberal denunciaba la
existencia de un poderoso Leviatán que había sumido a la región en el
caos económico y político. Las dictaduras y los regímenes autoritarios
que habían predominado en el paisaje político regional alimentaban aún
más la imagen del Estado latinoamericano como un Leviatán opresivo.
(Uribe, 2013, p. 161)
Uribe López trata de establecer una
sutil diferencia para indicar que el liberalismo sirve como antídoto al
neoliberalismo, cuando en realidad este último es una maduración del
sistema de explotación en que se fundamenta el ejercicio del poder del
capital. Y en esa dubitación se pregunta y se responde a sí mismo:
Cuál Leviatán opresivo si a pesar del
indiscutible despotismo de múltiples gobiernos en la historia de la
región buena parte de las muertes producidas por la violencia política
han sido consecuencia de la incapacidad del Estado para imponer su
autoridad. (Uribe, 2013, p. 161)
Omite así la realidad histórica de los
resultados de la Doctrina de la Seguridad Nacional tal como se aplicó en
forma criminal a través de la Operación Cóndor en el Cono Sur y del
paramilitarismo en Colombia, como una de las más grandes “operaciones
encubiertas” que el “Leviatán opresivo” desplegó a través de la acción
del aparato de seguridad continental del gobierno de los Estados Unidos a
instancias del Departamento de Estado y el Pentágono a través de la CIA
(Cispal, 2012).
Así, su rechazo a la guerra proviene de
una postura moral, no la asume como fenómeno político con raíces
histórico–sociales. Omite la sustancia del problema: la violencia propia
del capitalismo,(3) que en su estudio sobre el “estilo de desarrollo”
Uribe López denomina el “sesgo anticampesino” (2013, pp. 505-535), con
seguridad el aporte más interesante del libro.
Una explicación que se requiere matizar
sobre este tópico es la siguiente: (…) La lucha por la paz ha integrado
los objetivos contra el liberalismo, ha permitido el reconocimiento de
la guerra como un dispositivo feroz de legitimación del poder
capitalista (Hardt & Negri, 2007, p. 103).
En primer lugar, no es creíble que la guerra –en general– sea un dispositivo feroz de legitimación del poder capitalista. No
lo son las guerras de liberación. En segundo lugar, no hay una
violencia propia del capitalismo, sino varias: las dictaduras y la
represión física es una de ellas, pero hay otras: ideológicas, políticas
y culturales por medio de las cuales, en coyunturas determinadas, el
sistema puede lograr el consenso de las mayorías durante periodos más o
menos largos. Cuando pierde ese consenso –o sabe que lo va a perder –por
ejemplo porque emprende transformaciones modernizantes neocoloniales–
recurre a la violencia pura y simple. Esta es la explicación de buena
parte de las dictaduras en América Latina en los años 60–80, por
establecer alguna fecha. Pero con características específicas en cada
país, incluida Colombia.
- La continuidad de la violencia: expresión de una dinámica sistémica
Es necesario saber cómo Colombia
transitó por la modernización neocolonizadora, para lo cual es menester
conocer la historia de las luchas campesinas en Colombia (Romero, s.f.).
La violencia extrema, pura y simple, que caracterizó varios decenios a
la sociedad colombiana, es también diferente de la que existió en otros
países de América Latina. En Colombia, las atrocidades fueron
impensables. Hubo una “cultura” de la atrocidad que aparentemente
respondió a ciertos códigos. Ese terror extremo practicado tuvo, al
parecer, un objetivo muy preciso: desalojar a los campesinos de sus
tierras para dejarlas en manos de los terratenientes.
Quizá le asiste razón a Uribe López
cuando se refiere a las carencias del institucionalismo, que sirvieron
como campo abonado para la violencia extrema. Aunque la razón principal
de esta última fue el despojo de los campesinos. Eso es bastante más que
un simple “sesgo anticampesino”. Lo cierto es que ese largo periodo de
violencia extrema contribuyó a que en ciertas capas sociales colombianas
la vida humana pasase a carecer de valor. De manera creativa, la
literatura(4) y el cine dieron explicación del asunto, a partir de la
aparición en 1983 de la película Cóndores no entierran todos los días, basada en la novela de 1972 de Gustavo Álvarez Gardeazábal.(5)
No se puede desconocer la relación entre
conflicto social e insurgencia en el caso colombiano. También es cierto
que no se puede hacer un paralelo en Colombia entre la lucha armada y
la lucha de clases. Se asevera que si la insurgencia encarnó un proyecto
liberador, dejó de serlo hace tiempo, y ahora es más un obstáculo que
una ayuda al desarrollo de la lucha de clases. Por ello, Palacios tiene
razón cuando escribe –conocedor de la categoría “hegemonía” en Gramsci–:
Es erróneo suponer que las FARC hubieran
alcanzado, así fuera momentáneamente, el control militar completo o la
hegemonía ‘gramsciana en esos territorios’. Siempre han sido débiles en
los cascos urbanos y deben negociar constantemente las lealtades de la
población selva adentro. (Palacios, 2012b, p. 129)
Sorprende la reiterada alusión al
ideólogo del nazismo Carl Schmitt para explicar la categoría de enemigo
(Serrano, 2002). Este es un lapsus teórico inaceptable que toma
fuerza en el enfoque que consigna el prólogo de Jorge Giraldo Ramírez
al libro de Uribe López, quien en clave hobbesiana arguye contra toda evidencia sobre la “debilidad del Estado colombiano” (Uribe, 2013, p.24).
En el caso de Giraldo vale señalar ese notorio fenómeno que sucedió:
Cuando no pocos intelectuales
conservadores y neoconservadores se detuvieron alarmados en las puertas
del edificio teórico schmittiano, muchos de los que provenían del
marxismo y otras variantes del pensamiento crítico se adentraron en el
mismo irresponsable y desaprensivamente, sin medir las consecuencias de
sus actos. (Borón & González, 2004, p. 136)
Reconoce Giraldo Ramírez en su nota
introductoria que “en Colombia la estrategia de la guerra prolongada de
Mao Ze Dong ha superado toda expectativa y ha hecho empalidecer, en el
plano temporal, las guerras revolucionarias que se libraron en Asia y
África” (Uribe, 2013, p. 23)
En efecto, en esta parte del mundo como
en otros lugares, influyó –tal vez en demasía– el pensamiento de Mao
–ideólogo marxista y dirigente de un proceso político concreto en la
China imperial, semifeudal y colonial–. Mao (1968) advierte sin titubeo
que:
Una revolución es una insurrección, es
un acto de violencia mediante el cual una clase derrota a otra. En la
sociedad de clases, las revoluciones y las guerras revolucionarias son
inevitables; sin ellas, es imposible realizar saltos en el desarrollo
social y derrocar a las clases dominantes reaccionarias, y, por lo
tanto, es imposible que el pueblo conquiste el Poder. La tarea central y
la forma más alta de toda revolución es la toma del Poder por medio de
la fuerza armada, es decir, la solución del problema por medio de la
guerra. Este principio marxista-leninista de la revolución tiene validez
universal. (Mao, 1968, p. 188)
En Colombia, esta concepción se aplicó
al revés y de manera torticera; así, parte de la guerrilla maoísta,
anduvo por un vericueto de la historia, para mutar en el flagelo del
paramilitarismo. Segmentos de estructuras guerrilleras no desmovilizadas
se sumaron al paramilitarismo, como el Frente Pedro León Arboleda del
Ejército Popular de Liberación, que en 1996 adhirió a las Autodefensas
Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) al mando de Carlos Castaño Gil
(Vélez, s.f.). También el Frente Urbano Yariguíes del Ejército de
Liberación Nacional en Barrancabermeja se desdobló como estructura
paramilitar en 2002 (Aponte & Vargas, 2011, p. 46). Es difícil
comprenderlo, pero en Colombia sucedió que sectores de las guerrillas se
convirtieron en paramilitares. El común entendimiento de la historia en
Colombia afirma que el paramilitarismo fue un mecanismo
contrainsurgente establecido por las élites instaladas en Colombia para
extender su poder y contener o destruir todo aquello que atentara contra
sus intereses, focalizándose en la destrucción precisamente de las
guerrillas(6).
El antropólogo y siquiatra Alberto
Pinzón (en entrevista realizada el 18 de agosto de 2014) explica como
uno de los puntos más reiterados en el discurso oligárquico es el aserto
según el cual los revolucionarios solo están por la “toma del poder” a
secas. Esta consigna se ha utilizado por el imperialismo y sus togados
para quitarle la segunda parte, que es la más esencial e importante, y
que consiste en tomar el poder para hacer “cambios profundos” o
estructurales en la sociedad. No es “el poder por el poder” como
históricamente y toda la vida lo ha hecho la oligarquía sino para hacer
los cambios revolucionarios. Ahí está la esencia de la discusión que no
se quiere dar.
Palacios, al intentar una comprensión del fenómeno insurgente, llama la atención acerca de cómo en lo militar:
La tecnología, los helicópteros y
sistemas de comunicación satelital han permitido a la fuerza pública,
más que a cualquier grupo ilegal, ‘matar la distancia’, literalmente y
en ‘tiempo real’, una ventaja técnica que se pierde ante el déficit del
factor estratégico. (Palacios, 2012b, p. 53)
Y efectúa un balance estratégico para aseverar que:
El verdadero problema que hubo de
enfrentar la guerrilla en general al terminar la década de 1980 fue el
creciente poderío paramilitar basado en el mismo principio de que ‘el
poder nace del fusil’ y en la misma técnica de ‘construir’ territorios y
‘bases liberadas’. (Palacios, 2012b, p. 58)
- El liberalismo en la historia colombiana: intento y fracaso en la búsqueda de una salida a la crisis
Debe observarse que los dos libros
analizados tienen un marco contextual en cuanto a la producción
bibliográfica de su objeto de estudio. A efectos de valorar su
importancia y establecer su peso específico, es preciso remontarse a
1967 y abarcar hasta 2013. Es un arco que se abre con el fracaso de la
llamada “generación de La Violencia” que estudia el Maestro Orlando Fals
Borda en su opus magnum titulado La Subversión en Colombia (aparecido
en 1967 y actualizado en 2008). Un balance histórico del período lo
hace Fidel Castro Ruz, quien lo consigna en su documento La paz en Colombia (2010).
Una obligatoria referencia por el realismo crudo del relato es el libro
de Yesid Campos Zornoza El Baile Rojo (2008). Como lo es el importante
libro Paramilitarismo en Colombia. La Modernidad que nos tocó de
Alonso Otero (2007).(7) En el contexto que describimos da frutos la
tarea editorial del Grupo de Memoria Histórica de la CNRR que a lo largo
de una década realizó 22 estudios sobre la barbarie más reciente,
estudios que confluyen en el Informe Basta ya (2013) (8) -con el que el que se cierra el arco-.
Basta ya trae un paquete de
recomendaciones para realizar los derechos de las víctimas sobre verdad,
justicia, reparación y no repetición. También hace recomendaciones para
la construcción de paz. Estas recomendaciones han sido omitidas por el
gobierno de turno y desconocidas por la opinión pública. Su punto de
partida es reconocer que:
Durante décadas, el Estado colombiano ha
moldeado su estructura jurídica respondiendo a la necesidad de hacer
frente a un conflicto armado interno que lo ha debilitado y desangrado.
Por eso, el ordenamiento jurídico interno, responde, en gran parte, a la
lógica de un Estado en conflicto, lo que hace que en un proceso de
construcción de paz sea necesario ajustar, modificar y derogar aquella
normativa que interfiera con esos objetivos. Resulta entonces necesario
revisar la estructura normativa e institucional a fin de que su
configuración responda y facilite la transición.
Construir la paz demandará cuantiosos
recursos, pero más costoso resultaría mantener la guerra. Durante
décadas, el presupuesto del Estado destinado para la guerra se ha
incrementado de manera significativa, lo que hace necesario, en una
etapa de transición, desmontar paulatinamente esa tendencia hasta
alcanzar el objetivo de diseñar y ejecutar un presupuesto para la paz y
el desarrollo social. (Departamento Administrativo para la Prosperidad
Social, 2013, p. 242)
El cuadro que pinta este valioso informe
es el siguiente: doscientas veinte mil muertes (incluye los ‘falsos
positivos’), de los cuales el ochenta por ciento eran personas no
involucradas en acciones bélicas, sesenta y dos mil desaparecidos,
Operación Baile Rojo contra la UP que eliminó bajo el método nazi tres
mil personas entre dirigentes políticos (quinientos concejales,
diputados, alcaldes congresistas) y sociales de sindicatos y ligas
campesinas, cinco millones de desplazados, siete millones de hectáreas
despojadas a los campesinos (aniquilación de las organizaciones
campesinas). Los magnicidios de Pardo, Pizarro, Jaramillo y Galán ad
portas de la maniobra constitucional de 1991. Un país teñido de sangre y
batido por el sufrimiento. Millones de colombianos vapuleados,
burlados, escarmentados, sacrificados. Mujeres y niñas sumidas en la
violación y el oprobio. Hombres y niños hundidos en la vorágine de La
virgen de los sicarios, que relata Fernando Vallejo (1994). Es un
problema de una postración moral, de degradación en la vida colectiva
que ha llevado a considerar a Colombia como un ‘Estado fallido’
(Acemoglu & Robinson, 2012), como una nación al borde de la
disolución. Una situación por su gravedad comparable con la de Ruanda,
Namibia, Pakistán, Bangladesh, Siria, Palestina, Irak, Afganistán, en
materia de lo que la comunidad internacional denomina ‘crisis
humanitaria’.
No se puede desconocer la relación entre
conflicto social e insurgencia en el caso colombiano. Uno de los puntos
más álgidos de nuestro debate es el relacionado con el vínculo entre el
conflicto social y el enfrentamiento armado. Se arguye que no hay
relación aceptable de causalidad, dado que si fuese posible este
vínculo, otros países más pobres que el nuestro estarían en la
posibilidad de generar guerras internas. En fin, si se trata de hacer un
balance militar y social, sería recomendable y conveniente revisar
tranquila, reflexiva y pausadamente la debacle militar durante los dos
gobiernos del presidente Uribe Vélez (2002-2010) y el de su sucesor, el
actual presidente reelegido Juan Manuel Santos, ambos seriamente
cuestionados por su forma de ejercer el poder(9). Desde 2004 se
presentaron acontecimientos hasta ahora en proceso de esclarecimiento,
que partían de su peculiar forma de ver el conflicto colombiano. La
estrategia se basaba en la idea de “lucha contra el terrorismo”, que
niega la existencia de un conflicto con raíces sociales en el país. Así
se privilegian las acciones militares y de inteligencia sobre las
políticas públicas distributivas(10).
En 2004 se conoció el informe
“Conflictividad territorial en Colombia”, elaborado por Alfredo Rangel,
Armando Borrero y William Ramírez, resultado de un Convenio de
Cooperación Científica para Investigación entre la Escuela Superior de
Administración Pública y la Fundación Buen Gobierno. Este estudio
reconoce la existencia de una parainstitucionalidad que genera
alteraciones, en tanto y en cuanto, se convierte en una fuente de
conflictividad por el accionar de grupos armados –ejércitos de
guerrilleros y “paramilitares”– que actúan en contra o paralelamente al
Estado para disputarle y suplantar su poder, y que por esta razón
tienen, además de la militar, una connotación claramente política. Se
plantea la hipótesis que sostiene que la conflictividad que genera este
fenómeno violento, más allá de ser la sumatoria de las secuelas de un
grave problema de seguridad, es un proceso de apropiación y ejercicio
del poder; una forma de dominación que se soporta y se reproduce gracias
a las fisuras que deja la construcción de Estado y de territorio en
este país; gracias a las fisuras (intersticios) que dejan la inequidad y
el desorden del desarrollo económico colombiano; y gracias a las
fisuras (rupturas) de nuestro tejido social construido entre sucesivas
violencias, rápidos cambios demográficos y desarraigos. Los conflictos
que genera la parainstitucionalidad impactan y distorsionan el sistema
político, la administración del Estado, la organización social y el
desarrollo económico. Se identifican también en la hipótesis dos
factores que potencian el impacto del accionar parainstitucional: el
control efectivo que ejercen sobre el territorio y los comportamientos
sociales, políticos y económicos de la comunidad que lo ocupa, y el
ejercicio de la administración de la “justicia”.
El conflicto en Colombia tiene hondas
raíces políticas y sociales. Por ejemplo, menos de un tercio de la
población colombiana tiene acceso a una vida digna, (11) mientras los
otros dos tercios están excluidos o en condición de vulnerabilidad. (12)
Se trata de una democracia social formal, la cual fue descrita por el
presidente de la República (en encargo), Darío Echandía, como un
“orangután con sacoleva” (Gutiérrez, 2014).
Los diferentes gobiernos han sido
incapaces de adelantar la reforma social que el país necesita. El
Partido Liberal, en diferentes oportunidades, fracasó en llevar a cabo
tales reformas.13 Así ocurrió con Alfonso López Pumarejo en 1934, los
gobiernos liberales compartidos de los años 60 y 70, y con Virgilio
Barco, quien fue incapaz de emprender las reformas económicas y sociales
que acompañaran las reformas políticas emprendidas por Belisario
Betancur. Por el contrario los gobiernos de los liberales César Gaviria y
Ernesto Samper dieron rienda suelta al modelo neoliberal y fracasaron
estruendosamente en la “superación de la pobreza” (Ospina, 2013). Con el
conservador Pastrana se intentó un acuerdo de paz con las FARC-EP que
fracasó luego que se desistiera de la idea de “compartir el poder”. Así
se hizo al solio de Bolívar una expresión de la clase terrateniente con
vínculos mafiosos que a través del accionar del paramilitarismo contuvo
la ofensiva estratégica de las guerrillas revolucionarias. En este nuevo
equilibrio de poder se produjo un desempate técnico a favor del régimen
gracias a la intervención directa del Comando Sur del Ejército de los
Estados Unidos a lo largo del primer gobierno de Santos, plan
operacional en curso desde su época cuando fungía como ministro de
Defensa de Uribe Vélez. (14)
Articulo completo: AQUÍ* Miguel Eduardo Cárdenas Rivera. Jurista. Profesor universitario. Doctor en Derecho de la Universidad Externado de Colombia.
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