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viernes, 6 de enero de 2017
El último manicomio, texto inédito de Leopoldo María Panero
Cultura
El último manicomio, texto inédito de Leopoldo María Panero
En 1981, el poeta Leopoldo María Panero describió su paso por un hospital de día. Aquel texto es toda una crítica a la psiquiatría
06 enero 2017
El texto de Leopoldo María Panero.
Magda Bandera
mbandera@lamarea.com
Este tema fue publicado en la revista de diciembre de La Marea a la venta aquí.
“No salgo muy bien parado en el texto”, dice entre risas el psiquiatra Enrique González Duro al entregar a La Marea las páginas que hace ya más de 35 años escribió el poeta Leopoldo María Panero y que hasta hoy permanecían inéditas. El autor de Distancia a la locura: teoría y práctica del Hospital de Día (Ed. Fundamentos, 1982) quería incluir en este libro testimonios de algunos de los pacientes que pasaron por el centro instalado en el actual Gregorio Marañón de Madrid. Panero fue uno de ellos. Por desgracia, antes había sido recluido en clínicas que le dejaron la marca que transmite en El último manicomio, el breve ensayo que publicamos en este número. El texto es el que se envió a la editorial, explica González Duro, por lo que incluye una entradilla redactada por él mismo: “En sus esporádicas y fugaces pasadas y apariciones por el Hospital de Día, el singularísimo Leopoldo María Panero nos cogió un afecto incurable. Y lo contrario. Un día perdido nos dio este escrito”.
Panero, nacido en Madrid en 1948, había tenido experiencias en centros psiquiátricos desde antes de los 20 años. “Estuvo recluido en Reus en un manicomio a la antigua usanza, espantoso, porque además del encierro, había masificación, miseria… No era lugar para un chico tan sensible y jovencito como él, internado ahí porque supuestamente había tomado un ácido”, recuerda González Duro, quien entonces trabajaba allí como residente. Desde aquel momento, no se le olvida una de las primeras imágenes que tuvo de él, “agarrado a un libro de Proust”. Tampoco el día en que intentó escaparse por un hueco por el que sólo podía caber alguien tan delgado como Leopoldo. Había anudado varias sábanas y acabó cayéndose.
Se reencontraron años después. El poeta ya había publicado Así se fundó Carnaby Street y se había estrenado El desencanto, la película sobre su familia, de Jaime Chávarri. “Era muy popular y también tenía mucho éxito con las mujeres, pero no le duraban demasiado las relaciones, porque era muy intenso”, recuerda su psiquiatra con afecto. El mismo que le lleva a pedir que se respeten todas las palabras que escribió en El último manicomio, aunque algunas no se correspondan con la realidad. Por ejemplo, las que hablan de electroshocks y correas en el hospital de día, una práctica que allí no se llevaba a cabo. “Cuando había que contener a algún paciente, lo abrazábamos y nos tumbábamos con él en el suelo hasta que se le pasaba. Luego muchas veces nos daban las gracias. Pero es la visión de Leopoldo”, defiende González Duro, quien entiende que algunas de sus experiencias con la psiquiatría fuesen traumáticas. Ese párrafo aparece tachado en las páginas entregadas a la editorial, que al final no incluyó testimonios en el libro.
Leopoldo leyó mucho sobre psiquiatría. “Pero no se podía hablar con él del tema. Necesitaba ayuda y la pedía, pero sentía por la psiquiatría una especie de atracción-repulsión. Nadie le obligó a ir al régimen del hospital de día y, sin embargo, iba. Después, cuando ya dejó de hacerlo regularmente, venía de vez en cuando. En una ocasión se presentó diciendo ‘tengo que hablar contigo urgentemente’. Lo hice pasar al despacho y me dijo ‘primero, antes que nada, ¿me podrías prestar 500 pesetas?’ Se las di y entonces dijo ‘bueno, tengo mucha prisa. Otro día ya hablaré contigo’. Ese detalle indica cómo era”, dice riendo.
En el texto reproducido sólo se han corregido algunos signos de puntuación. Sobre las contradicciones que en él aparecen, González Duro tan sólo matiza que Sartre hablaba de mala conciencia y no de mala fe, como escribe Panero. Y que, probablemente, nunca supo que Carl Gustav Jung era un nazi. Por último, añade que Mari Peña no pudo decirle “bestia” con la intención que le atribuye, sino como un comentario sin importancia, “como se dice tantas veces ‘no seas bestia’ cuando alguien se pone pesado”. Pero Leopoldo era tan “hipersensible” como incomprendido.
El último manicomio
Por LEOPOLDO MARÍA PANERO
Cuando toda España se ha convertido en un inmenso manicomio, cuando agita las calles un viento que no es de aquí, los hombres se retuercen (twist) en la arena, en el asfalto, en la selva, en el valle. Queda, sin embargo, no un lugar para soñar, para estar solo, sino un lugar para juzgar, analizar, implacablemente, un pecado que no hay: la locura. Este infierno moralista, que imitó torpemente el modelo Bassaglia (asambleas, pero sin poner en cuestión el poder del staff, etc), se llama: Hospital de Día. De Día por cuanto, al parecer, sólo ahí no es de noche, y los “enfermos” salen a las seis a tomar el sol, por fin. Se imitan a sí mismos, los pobres, en el llamado “psicodrama”: lloran de mentira. De cualquier modo, también González Duro y Cía repite malamente a Freud: en la “psicopintura” un árbol es el padre, un toro la criada y eso verde mi mamá. Mamá, papá: ¿no hay otros modelos de la personalidad? Y sin embargo, la imaginación tiene tantos modelos binarios (Cristo/anticristo), modelos extra-ordinarios: Oso Azul, Lago Gris, Pluma Roja, Cabellera Inflamada, Trasero Pequeño (entre los indios Cuervo): en cualquier caso, limitar el inmenso asunto de mi vida a mi familia es bien triste, entre otras cosas porque no me da la impresión de tener ninguna. Luego, los llamados “terapas” (Mari Peña, etc.) emplean, a pesar del Edipo, diagnósticos algo brutales (en mi caso, al menos): en efecto, la tal Mari-Peña habló de mí como de “la Bestia”, lo que quiere decir: monstruo inefable, monstruo in-diagnosticable. No-catalogable. Luego, otra, Mari-Nieves por nombre, se reía con fuerza (de verdad) e insistía en emplear términos como neurótico, histérico, etc., por lo que son: insultos. Cualquier objetivación es un insulto. Y si no, aún peor: “loco”. Qué será la locura para el psicoanálisis es misterioso: su doble. Se trata de y la misma enfermedad mental. Finalmente, el electroshocks: digamos, para consolar a Duro, que Guattari también usa y abusa de ellos en “La Borde”, ah, y correar también: el desconocimiento de la realidad del “otro” (del “enfermo”) va tan lejos que en lugar de apropiadamente tranquilizarlo (cosa que es siempre posible) el sujeto devenido o puro objeto, pura cosa (“bestia”) es amarrado temiendo una reacción imprevisible (no humana).
Y para terminar, la cursilada opusdeista: las “faltas”: no llegar, vencido por el suelo o el reloj que no funciona, a la 9 y 30 minutos, es falta; haber leído a Jung, o a Reich, y aplicarlo, es una mucho más grave. Prefiramos la mitología “antipsiquiátrica” (Jervis) a su caricatura. O bien, Lacan: le sujet suppose savoir, el sujeto que se supone que sabe: quiere decir que si el libro (La Maggioranza Deviante, por ejemplo, de Franco Bassaglia) está en mis manos no vale, pero si está en las del relajante González Duro vale más, esto es, un duro. O en otras palabras: lo que yo digo no vale, lo que el sujeto que se supone que sabe dice, escupe o grita: “la Bestia” sirve para excluirme de por vida. ¡Qué delicia violar almas, en los “grupos”! Y cuántos duros se pueden sacar de la transferencia interminable, del psicoanálisis interminable (Endliche) por causa de la objetivación del “paciente”, de su objetivación interminable (siempre en mi conciencia habrá un pecado). En resumidas cuentas, los “pobres” chicos buscan y rebuscan delitos y crímenes imaginarios (casi siempre de tipo sexual o familiar) para regalar al confesor morboso: me gusta mi hermana, soy paranoico, soy lo que tú quieres que sea, lo que tú te inventas que yo soy: sólo faltaban las duchas de agua fría para volver, felizmente, a Pinel: y Pinel significa: este sujeto está “enfermo” por dos razones: la primera porque no le comprendo, la segunda porque no me interesa comprenderle.
No hay otra represión que el juego del escondite, o la mala fe, como decía Sartre: el inconsciente no existe. Ahora bien: lo que el psiquiatra reprime, o se oculta, de sí mismo, lo que de sí mismo teme percibir, lo persigue en mí y en la pobre chica, en la pobre criatura objetivada (“homosexual”): hunde pues tu falo en mi boca, hombre del magnetófono, yo prefiero el sueño del cuerpo en el Diván. Lo que dices no es para nadie, hombre del magnetófono, es para todos y para nadie, no para mí. Criatura sin vida, ¡cómo pretendes saberlo todo, de antemano, sobre mí! Yo devengo, me transformo, sobrevivo y resisto, tú me inmovilizas salvajemente en tu selva, de categorías, en tu jardín, en “el jardín de las especies nosográficas”, como decía Michel Foucault en la “Historia de la Locura”: una arqueología del curioso delirio psiquiátrico. La opinión no sabe lo que es el concepto: el concepto no sabe lo que es la opinión. La idea aclara y revela el hecho, el hecho se rebela contra la idea. Por cuanto no quiere saber nada de sí mismo. La idea se empeña en saber, en cazar al pobre animalito en su escondrijo. El animal, casi siempre bastante repugnante (esté considerado como “enfermo” o no) huye y se esconde. Ya no hay nada que esconder. Nada que reprimir, ningún tesoro que guardar.
Y para terminar con el positivismo, demos un repaso a la extraña forclusión (nunca mejor dicho) del significante mágico, o religioso: creer que Dios está aquí, es inmanente (Spinoza fue antaño herético, ahora es loco). Giordano Bruno lo dijo (Lo Spaccio della Bestia Trionfante): ¡Oh Egipto, Egipto, qué se hizo de tu ciencia religiosa!, pronto de esa ciencia no quedarán más que fábulas, y llegará un momento en que ni esas fábulas se creerán: ¡Al religioso se le tendrá por loco, al loco por religioso! ¡Oh Egipto, Egipto! Del mismo modo Freud, en “Lo siniestro” opina que el núcleo simbólico de la literatura de terror estriba en una siniestra prohibición cultural, o “forclusión”: Carl Gustav Jung, psiquiatra, no psicoanalista, penetró más a fondo que Freud en el tenebroso mundo de la locura. Inconsciente colectivo o inconsciente biológico (Ferenczy) o visión prenatal (Rascowsky), el hecho es que sabemos, o intuimos figuras, imágenes, arquetipos: imágenes de dioses o héroes que están no sólo en los ojos sino en el cuerpo, en el nuestro fondo somestésico. Incluso Freud, en “El hombre de los lobos” llegó a admitir la hipótesis de un inconsciente heredado, pero curiosamente, esta denegación simbólica se hace cada vez más grave: para justificar la injusticia presente, es necesario que dios no exista, o que exista, en todo caso, “más allá”, al otro lado de una barra imaginaria. No se trata de “creer en Dios” ni de hallar en él “consuelo” (Eckhardt) “El libro del consuelo divino”: se trata de ponerlo en acción, de hacerlo funcionar, de dispararlo lo mismo que una bala en el corazón podrido del mundo. Y arrancarnos por fin la mancha (o el estigma) de los ojos. Por supuesto, Erving Goffman (Stigma) no es católico: es marxista, pero sabe que el ciego padece de otra enfermedad que la ceguera, que es el rebote en él de lo que el otro no ve o no quiere ver, lo mismo que el paralítico es sólo deforme en la medida en que hay algo deforme en el fondo de mí, algo que no quiero o no me interesa percibir. Lo mismo el loco. Los hombres se creen bellos, ¡y cuán horribles son! ¡Oh vieil océan, je te salue! Decía Isidore Ducasse, cuya foto apareció por fin (en Libération). Pero yo ya no soy un hombre: soy otro que yo, soy chino, polonés, soy un “criminal honesto” (Nietzsche).
En cualquier caso, no un psiquiatra: dadas las circunstancias, sobran.
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