El fiscal general está acorralado. Anoche negó haber tenido contacto con ningún funcionario ruso “para tratar temas de campaña” y circunscribió sus encuentros a sus tareas como miembro del Comité de Servicios Armados. Pero en sus comparecencias en el Senado, cuando luchaba por el puesto, sus respuestas evitaron mencionar las conversaciones. Al ser preguntado sobre qué habría hecho si hubiese tenido conocimiento del vínculo de algún miembro de la campaña de Trump con el Kremlin, respondió: “No soy consciente de ninguna de esas actividades. Fui llamado una vez o dos a trabajar en la campaña, y no he tenido comunicación con los rusos. No tengo capacidad para contestar".
El golpe amenaza con ser devastador. Hace tres semanas, una conversación con Kislyak le costó el puesto al consejero de Seguridad Nacional Michael Flynn, hombre de la máxima confianza de Trump y muy próximo ideológicamente al estratega jefe, Steve Bannon. La caída del general, que llegó a ocultar el contenido de su reunión al propio vicepresidente, abrió una crisis que se agudizó al descubrirse a los pocos días que otros miembros del equipo de campaña de Trump habían entrado en un sospechoso juego de contactos con agentes de inteligencia rusos.
La posibilidad, no demostrada, de que el ciberataque ruso se hubiese efectuado con conocimiento del equipo del multimillonario ha abierto las puertas del pánico en la Casa Blanca. Trump lo ha negado con vehemencia y, colérico, ha desatado una guerra sin cuartel contra los medios que lideran las investigaciones, The Washington Post y The New York Times, a quienes ha llegado a acusar de “enemigos del pueblo”.
La gravedad de los hechos y la convicción de los propios servicios de inteligencia estadounidenses de que el Kremlin se empleó a fondo para lograr la derrota de Hillary Clinton han puesto al país ante un escenario inaudito. Cada día son mayores las probabilidades de que el escándalo derive en una explosión incontrolada. El FBI y el Senado han decidido abrir sus investigaciones. Y el comité de inteligencia de la Cámara de Representantes, con acuerdo de republicanos y demócratas, acordó anoche iniciar sus propias pesquisas y centrarlas en el punto neurálgico de la trama: “investigar las acusaciones de colusión rusa con la campaña de Trump”.
En términos judiciales, la implicación de Sessions puede interferir con estas investigaciones. Al ser el responsable del Departamento de Justicia y del FBI, su presencia puede contaminar las indagaciones en curso o incluso alterarlas. Y en el caso de que los indicios contra él tengan entidad suficiente, cabe que sea interrogado por sus propios agentes, lo que agudizaría aún más la contradicción.
Cualquiera que sea el rumbo que tome el caso, Trump vuelve a estar cercado. La caída de Flynn demostró que no hay muros suficientemente altos para protegerlo. Y el presidente sabe que los servicios de inteligencia desconfían de él. Sus constantes elogios a Vladímir Putin y su apelación en plena campaña a que siguiera jaqueando los correos de Hillary Clinton desataron las alarmas. El entonces candidato estaba tendiendo la mano a un país rival que estaba interfiriendo en el proceso electoral para beneficiarles. El resultado de esta actitud, según The New York Times, fue que entre los altos cargos de inteligencia de Obama se advirtió la necesidad de que los nexos salieran a la luz para frenar la intervención del Kremlin y asegurar que, una vez llegara Trump a la Casa Blanca, las investigaciones no quedarán paralizadas. El objetivo empieza a cumplirse.
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