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Existe entre amplios sectores de la izquierda un cierto
fetichismo de la derrota. Es un fenómeno que, seguramente, debido a las
numerosas revoluciones fracasadas y a las sucesivas divisiones en el
seno del movimiento obrero, se da desde el nacimiento del socialismo
hasta nuestros días. Así, se idealiza a la izquierda derrotada:
Luxemburgo frente a Lenin, Allende frente a Castro, Trotsky frente a
Stalin… Igualmente, se aprecia una visión romántica de los líderes
muertos al comienzo de las revoluciones frente a quienes han de
desarrollar ese legado: el Che frente a Castro y, como no, Lenin frente a
Stalin. La pureza y el idealismo que reflejan estos dirigentes se
contraponen a las acciones erróneas que se les destacan a quienes
gestionan el escenario posrevolucionario y, en ocasiones, han de
solventar los errores de estas figuras impolutas, muertas demasiado
pronto.
Es comprensible: esta postura permite al militante
sentirse seguro en un mundo ideal en el que la revolución perfecta se
da, alejada de los “traidores antirrevolucionarios” que la han
contaminado, y mostrarse como un digno representante de la verdadera
emancipación frente al “Terror Rojo” (persecuciones, arbitrariedad del
poder, avance económico a costa de la población). Pero el militante debe
abandonar el cómodo sillón de la pureza ideológica y realizar un
análisis desde el materialismo (digamos, observar un hecho dentro la
realidad en la que se produce) y evaluar las medidas, por brutales y
horribles que le parezcan, para concluir si eran necesarias para
garantizar el mejor futuro posible para el pueblo, o si bien se
produjeron niveles de violencia excesivos, e incluso si el grupo
dirigente actuó exclusivamente para su beneficio, como verdaderos
traidores.
Chávez no fue Lenin ni el Che, y Maduro no es Stalin o
Castro, ni mucho menos. Pero la postura autocomplaciente de una gran
cantidad de intelectuales de la izquierda española, de los que se
esperaría un análisis sosegado y, al menos, el apoyo crítico a los
bolivarianos, enciende un poco a este lector, que hace un par de días a
altas horas de la madrugada se vio sorprendido por la Crítica a la antirrevolución
del profesor y militante del PSOE José Antonio Pérez Tapias, donde
consideraba que “las actuaciones del gobierno que preside Nicolás Maduro
han entrado en derroteros que (…) me atrevo a calificar de
antirrevolucionarios”, actualizando el fetichismo de la derrota tan de la izquierda al siglo XXI.
Tras la sorpresa inicial, y el intercambio de tuits bajo un cierto enervamiento inicial (al menos por mi parte)
procedí a analizar el texto. De la sorpresa pasé al estupor al
contemplar cómo el antiguo portavoz de Izquierda Socialista, corriente
que reivindicaba la tradición más socialista y obrera del PSOE,
condenaba las actuaciones de Nicolás Maduro mientras loaba las
Revoluciones Bolchevique y Sandinista, y tras recuperarme, pasé a la
redacción de este texto que pretende contextualizar las actuaciones del
gobierno bolivariano, responder a las graves afirmaciones del profesor
y, finalmente, lanzar una advertencia a los lectores que se consideren
progresistas, siempre que consideren que mi opinión tiene suficiente
valor para seguir robándoles su tiempo.
El chavismo en su contexto histórico
Hechas las presentaciones, hablemos de economía. Al llegar
Chávez al poder, se encontró con un sistema económico llamado
capitalismo --propiedad privada de los medios de producción, asignación
de recursos a través del mercado, mercantilización del trabajo, sociedad
de clases (propietarios-trabajadores), dominio político de los
propietarios (“dictadura de la burguesía”). La llamada Revolución
Bolivariana, traicionada según la mirada de Pérez Tapias, buscó lo mismo
que el resto de gobiernos progresistas que llegaron al poder en
numerosos países latinoamericanos a finales de la década de los noventa y
principios del siglo XXI: la llegada al socialismo --propiedad
colectiva de los medios de producción, asignación de recursos
democráticamente, dominio político de los trabajadores (“dictadura del
proletariado”)-- mediante reformas que otorgarían progresivamente el
control de la economía a las clases populares.
Sin embargo, independientemente de su propósito y de los
avances logrados (participación popular en las instituciones,
nacionalización de sectores estratégicos, creación de infraestructuras
públicas, programas de educación, sanidad, vivienda, transporte,
alimentación…) el sistema económico venezolano a día de hoy se llama
también capitalismo. No un capitalismo neoliberal como el de 1999,
cuando Chávez llega al poder, sino uno intervenido, con existencia de
empresas públicas y programas keynesianos, aunque bastante más modestos
que los que existieron en países como Francia o Reino Unido tras la II
Guerra Mundial.
Denominar revolución a las reformas realizadas en
Venezuela puede llevar a equívocos; aunque su planteamiento es bastante
revolucionario dada la exclusión casi absoluta de la vida política en la
que se encontraba la mayoría de la población, se acercan más a la vía
chilena al socialismo de Allende que a los barbudos que expulsaron a
Batista de Cuba o a los bolcheviques que hace cien años acabó con el
Imperio Ruso. Y no es el único paralelismo con Allende.
No es mi objetivo cuestionar las vías reformistas al
socialismo, pero sí constatar un hecho: las reformas políticas
realizadas durante estas décadas en Latinoamérica han contado con el
apoyo de una parte de los propietarios, aquellos que debido a la
posición de sus países como exportadores de materias primas se habían
visto carentes de poder político; estos grupos, sin embargo, ante una
situación de crisis y peligro de aumento del poder de los trabajadores
se alían con los grandes propietarios (lo que desde la tradición
socialista se ha denominado siempre lucha de clases) y tratan de impedir
como sea un avance obrero, como ocurrió en el Chile de la Unidad
Popular, que también vivió episodios de hiperinflación y protestas
previos a la intervención de los siempre atentos Estados Unidos.
Venezuela se encuentra hoy en una encrucijada: dar un paso
definitivo hacia el socialismo o un paso atrás hacia el neoliberalismo,
pues permanecer como un país que vive de los altos precios del petróleo
y un tipo de cambio favorable que permitan repartir riqueza a
propietarios y trabajadores a la vez (el sistema que heredó Maduro de
Chávez) se ha vuelto insostenible.
Ante esta situación, Maduro ha movido ficha llamando a
Asamblea Nacional Constituyente con el objetivo de garantizar los
derechos conquistados, abandonar el modelo dependiente del petróleo y
construir finalmente el socialismo que, irónicamente, puede ser el
momento más revolucionario en Venezuela desde la Constitución elaborada
por Chávez en 1999, que dio comienzo a la Revolución Bolivariana. Digo
irónicamente porque según parece, este movimiento le convierte en
antirrevolucionario a ojos de José Antonio Pérez Tapias.
La antirrevolución de Pérez Tapias
Durante todo el artículo, se repite la sospecha sobre la
antirrevolución de Nicolás Maduro, pero no se ve ninguno de esos “datos
suficientes” que tiene el profesor aparte de su mención a la “gestión de
la economía” y a las “instituciones representativas” sin las que no se
puede concebir la “democracia”, que aparentemente se ven violentadas por
el presidente venezolano.
En primer lugar, y apartando las maniobras empresariales
que aumentan la hiperinflación y la escasez, admitidas por el profesor,
sorprende que hable de la mala administración de Maduro tras haber leído
en este medio a menudo --y acertadamente-- que los mayores problemas
del capitalismo no vienen causados por su gestión, sino por la
naturaleza del sistema. Las reformas necesarias para superar la
dependencia de las rentas del petróleo (cuya caída es una de las raíces
de esta crisis) debieron haberse realizado cuando los precios de este
eran elevados --es decir, por Chávez-- pero esto habría imposibilitado
la realización de programas sociales; aparte, descoloca la afirmación de
que un país rico en materias primas no debería tener tales problemas,
cuando estas han sido la principal condena de América Latina y África.
Recomiendo al profesor y a los lectores el ensayo Las venas abiertas de América Latina, donde Eduardo Galeano lo constató hace más de cuarenta años.
Sobre las instituciones representativas, querría
cuestionarme cómo son posibles tales acusaciones mientras se obvia que
la Asamblea Nacional está en desacato por incluir a diputados cuya elección había sido impugnada por fraude, y que la destitución de la Fiscal General responde a la pérdida de confianza
por parte del partido que la eligió (el PSUV chavista) tras acusaciones
de “delitos de lesa humanidad” por llamar a la Constituyente y
responsabilizar al Gobierno de las muertes durante las protestas, cuando
el 40% de estas han sido causadas por civiles, según sus propios datos.
Pero yendo más allá de este comentario, querría advertir de un hecho.
Citar sin contexto a Lenin (“sin instituciones representativas no puede
concebirse la democracia, ni aun la democracia proletaria”) lleva a
equívocos: hablamos de un gobernante que no sintió ningún apuro en
clausurar y rehacer todas las instituciones necesarias, desde el
parlamento hasta los tribunales, bajo la creencia de que el impulso
revolucionario no debía ser condicionado por los límites
institucionales. Pido al profesor y a los lectores que ojeen el capítulo
de donde extrae esa frase, llamado La abolición del parlamentarismo --título
bastante elocuente-- y que piensen si Lenin reprocharía a Maduro su
“déficit democrático” o, en vez de eso, que “todavía es necesario
reprimir a la burguesía y vencer su resistencia”.
Al hablar de la democracia Marx y otros muchos autores,
socialistas o no, han explicado repetidas veces que, en una sociedad de
clases --como la venezolana-- la democracia solo existe para la clase
dominante. Traduciendo a un lenguaje no marxista, podríamos afirmar que
todo sistema político impide que cualquier organización que trate de
destruirlo llegue al poder, y si llega, se debe a que el sistema no es
capaz de impedirlo (no porque sea permisivo) y tratará de expulsarla o
someterla. El estupor que me invadió mientras leía la defensa de las
Revoluciones Bolchevique y Sandinista conecta con este punto, pues
durante la primera se integró a todos los defensores de la revolución en
un partido y se mantuvo una guerra descarnada contra el resto, guerra
que devastó el país; casi similar en el caso sandinista, salvo que unos
cuantos derechistas se mantuvieron apartados hasta que acabó la guerra y
ganaron las elecciones (con la intervención, como no, de EE.UU.), a
pesar de toda la sangre derramada por el FSLN.
El socialismo requiere instituciones representativas, pero
no las que existen actualmente. La superación de estas y la protección
constitucional de los derechos adquiridos hasta hoy, junto a la creación
de un nuevo modelo económico democrático y que supere el rentismo es la
mejor continuación de la Revolución Bolivariana, a ojos de muchos
observadores y dirigentes. La verdadera antirrevolución sería someterse a
unas instituciones cuyo objetivo es frenar los avances populares y
devolverle poder a una oposición que ha intentado, desde el golpe de
Estado contra Chávez en 2002, regresar a la república del punto fijo,
esa que asesinó a miles
de trabajadores y militantes izquierdistas y que tiene su cumbre en el
Caracazo de 1989 (masacre militar de cerca de dos mil personas en apenas
dos días). Antirrevolución defendida por José Antonio Pérez Tapias y
tantos otros intelectuales de izquierdas que, desde sus altavoces
mediáticos, añaden el contrapunto necesario para que los estridentes
gritos de la derecha no nos parezcan lo que son: llantos de los de
siempre al ver que se les arrebata el poder.
Una llamada tardía a la acción
A pesar de mi afirmación anterior no es el objetivo de
este texto calificar de traidores a aquellos izquierdistas que
consideran erróneas las acciones tomadas por el presidente Nicolás
Maduro. La crítica dentro de la izquierda es necesaria, pues en su
ausencia caemos en el riesgo de anquilosamiento de los procesos
revolucionarios y de construir nuevas estructuras de opresión en
sustitución de las antiguas. Sin embargo, es preocupante la ausencia de
crítica hacia ciertos hechos, los que deberían ser mencionados por
quienes pretendan denunciar una supuesta antirrevolución.
Los acuerdos con empresas transnacionales para la explotación minera en el Orinoco, la privatización de parte de Petróleos de Venezuela (denunciada de forma oportunista por la derecha) y el proceso de renovación de pequeños partidos
al que se opusieron muchos a la izquierda del chavismo, como el Partido
Comunista de Venezuela, podrían indicar una deriva antirrevolucionaria
similar a la del sandinismo, hacia una socialdemocracia con tintes
conservadores y autoritarios; sin embargo, no se aprecian críticas al
respecto en los medios españoles, sean tradicionales o alternativos, que
suelen moverse entre el desprecio absoluto y las exigencias de
moderación a los dirigentes chavistas, en vez de pedir que se continúe
la vía al socialismo. Quizá se debe a la derrota cultural de la
izquierda occidental, derrota que nace del abandono de su objetivo
original: la superación del capitalismo.
Recientemente el término postcapitalismo
ha empezado a leerse en artículos y ensayos para hablar del sistema al
que nos dirigimos. El hecho de que no se pueda deducir la naturaleza de
este futuro sistema a partir de su nombre (literalmente, “lo que viene
después del capitalismo”) conecta con la afirmación del filósofo Slavoj
Žižek de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del
capitalismo”. Sabemos que el capitalismo se ha de acabar, pero nos cuesta imaginar cómo y, aún más, qué mundo vendrá después.
La mayor parte de la izquierda occidental dejó de pensar
ese objetivo emancipador, la creación del mundo que vendrá después, tras
el final de la II Guerra Mundial. El capitalismo de posguerra permitió
durante décadas repartir riqueza a propietarios y trabajadores a la vez.
Sin embargo, tras volverse dicho reparto insostenible a partir de los
años setenta, la izquierda solo encontró sitio como gestora del
neoliberalismo, perdiendo la confianza de la clase trabajadora y
sentando las bases de la crisis de la socialdemocracia actual.
Los países latinoamericanos, sin embargo, vieron durante
los noventa el nacimiento de una nueva izquierda emancipadora que
prometió un nuevo socialismo. Quizá por ser demasiado parecida a lo que
era la izquierda occidental previa a la II Guerra Mundial, fue
despreciada por sus herederos, que calificaban a sus líderes de
caudillos populistas, y ahora que entran en lucha abierta contra las
clases dominantes de sus países son criticados por tratar de
arrebatarles su poder, quizá por tener lo que a nosotros nos falta: un
objetivo emancipador, el apoyo del pueblo, el control del Estado y el
valor para enfrentarse cara a cara con sus explotadores.
La advertencia que prometí al comienzo de este texto y con
la que concluyo el mismo es esta: las izquierdas europeas hemos perdido
demasiado tiempo. Es necesario que, cuanto antes, empecemos a hablar de
socialismo, de clase trabajadora, de organización obrera, de medios de
producción, de modelos productivos y de las instituciones necesarias
para garantizar el poder popular; no es suficiente con confiar ni en las
reformas ni en las instituciones (justicia, educación, sanidad) que
dentro del sistema del enemigo pueden volverse contra nosotros.
Tenemos que explicarle a una sociedad que durante años ha
sido convencida de lo despreciable que es la izquierda latinoamericana
(malos gestores, dictadorzuelos corruptos) de la necesidad de apoyar sus
revoluciones, en vez de torcer el gesto o renunciar a ellos ante su
mención. La izquierda jamás puede ocultarle la verdad a su pueblo: el
ataque que soporta Venezuela es la reacción de los poderosos
frente a la democracia, frente al pueblo que intenta gobernarse a sí
mismo; la misma reacción que sufrimos durante la Segunda República
Española, y la misma que sufriremos si algún día nos atrevemos a dar los
mismos pasos. El pueblo venezolano, que a pesar de las penurias y la
violencia participó en la votación para la Constituyente, ha entendido
lo que esto implica, y esperemos que nuestro pueblo no tarde mucho en
entenderlo: en Latinoamérica o en España, en todo ámbito de nuestra
vida, la democracia solo es posible dentro del socialismo.
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Artua Gibilloarrate es estudiante de Economía y Matemáticas y responsable de Redes de la asociación universitaria Economía Alternativa
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