OPINIÓN de Adrian Mac Liman.-
El incidente podría haber quedado circunscrito al ámbito meramente local, si no fuera por la airada protesta formulada, eso sí, a través de los medios de comunicación israelíes, por el jefe de la delegación de Al Jazeera en Jerusalén, quien hizo hincapié en la “connivencia del gabinete Netanyahucon los vecinos árabes autocráticos”, alusión directa a la campaña llevada a cabo contra la emisora por Arabia Saudita, Egipto, los Emiratos Árabes, Bahréin y Yemen tras anunciar la ruptura de sus relaciones diplomáticas con el emirato de Qatar.
Recordemos que el cierre de la cadena – fundada en 1996 por la familia del emir de Qatar – fue una de las exigencias sine qua non planteadas por los saudíes y sus aliados, quienes califican la emisora de “foro extremista” que practica una política de “injerencia en los asuntos internos” de los Estados árabes.
Durante décadas, los israelíes aprovecharon la postura crítica de Al Jazeera para tratar de persuadir a los telespectadores arabofonos israelíes y palestinos de las carencias democráticas del mundo árabe-musulmán. Sin embargo, la presencia de equipos de informadores en Israel y los territorios ocupados acabó planteando serios problemas a la censura del Estado hebreo. De ahí el poco interés en mantener la estructura de la televisión qatarí en suelo israelí.
Pero hay más; mucho más. Israel y Qatar establecieron reacciones comerciales en 1996. En aquel entonces, en Doha funcionaba, al igual que en Teherán durante la época del Sha, una oficina de intereses comerciales, eufemismo que ocultaba su verdadera misión: la representación diplomática. De hecho, Tel Aviv utilizó esta plataforma para establecer contactos discretos con los extremistas de Hamas o con emisarios de países árabes poco propensos a reconocer a la “entidad sionista”. Varios políticos israelíes pasaron por Doha, aprovechando la celebración de conferencias internacionales, ferias comerciales o invitaciones de extrañas fundaciones culturales. Por si fuera poco, Qatar abrió una embajada ante la Autoridad Nacional Palestina en Gaza, cuyo representante diplomático mantiene una línea abierta con autoridades de Tel Aviv. En ese contexto, el cierre de la delegación jerosolimitana de Al Jazeera reviste mayor trascendencia.
¿A qué obedece, pues, el interés de Netanyahu en romper o congelar los lazos con uno de los pocos países árabes que no muestra animadversión alguna hacia el Estado judío? ¿Por qué apuestan los estrategas de Tel Aviv por una hipotética alianza con los saudíes y sus secuaces?
Curiosamente, la respuesta parece estar relacionada con el “nuevo orden” o, mejor dicho, desorden regional inaugurado por Donald Trump. Pero conviene matizar: el actual inquilino de la Casa Blanca no es el artífice de los roces, véase enfrentamientos, entre los sunitas saudíes y los chiitas iraníes, obligados a buscar teatros de conflictos más allá de sus fronteras, ni del caos reinante en un Irak incapaz de curar sus profundas heridas de guerra, ni de la tentación de los kurdos de proclamar la independencia en el exiguo territorio de una región autónoma que linda con Turquía e Irán, ni del expansionismo ideológico o militar de los nuevos otomanos de Ankara.
No, Donald Trump no ha creado los problemas, pero sí los está alimentando. Su innegable comprensión por la argumentación de los aliados saudíes, la hostilidad abierta hacia el país de los ayatolás, su desprecio hacia los árabes (salvo algunos productores de petróleo), está generando un nuevo ambiente, en el cual la opción del “Estado étnico” o religioso, emanante y avalado por las Sagradas Escrituras – Torá, Corán, Biblia – priva sobre el concepto moderno de “Estado-nación” introducido tras el acuerdo Sykes-Picot.
Obviamente, un enfrentamiento entre las grandes corrientes del Islam – sunitas y chiitas – una guerra abierta entre musulmanes, favorecería los intereses estratégicos de otro Estado étnico, Israel, ya que su conflicto con los árabes quedaría relegado en un segundo plano. Sería ésta la guerra ansiada por Israel…
Nada altruista es la actuación de las dos superpotencias, Estados Unidos y Rusia, que se limitan a perpetuar por todos los medios su supremacía en la región.
El tercer actor, la Unión Europea, parece contentarse con controlar, desde Bruselas, París o Berlín, unos incendios que no es capaz ni deseosa de apagar.
Mientras, las alianzas se hacen y deshacen, los protagonistas cambian de bando y las coartadas, tras el cierre de Al Jazeera, solo sirven para ocultar la perspectiva de nuevas y mortíferas guerras.
La noticia pasó casi inadvertida: durante su reunión de la pasada
semana, el Gabinete israelí decidió prohibir la recepción de las
emisiones vía satélite y cable de la televisión qatarí Al Jazeera,
alegando su “parcialidad” informativa y la “continua incitación a la
violencia” durante los disturbios de la Explanada de las Mezquitas.
El
titular de Comunicación israelí, Ayub Kara, no dudó en aportar su
granito de arena al poco mediático debate, acusando a los colaboradores
(árabes israelíes y palestinos) de la cadena de “apoyar el terrorismo”.El incidente podría haber quedado circunscrito al ámbito meramente local, si no fuera por la airada protesta formulada, eso sí, a través de los medios de comunicación israelíes, por el jefe de la delegación de Al Jazeera en Jerusalén, quien hizo hincapié en la “connivencia del gabinete Netanyahucon los vecinos árabes autocráticos”, alusión directa a la campaña llevada a cabo contra la emisora por Arabia Saudita, Egipto, los Emiratos Árabes, Bahréin y Yemen tras anunciar la ruptura de sus relaciones diplomáticas con el emirato de Qatar.
Recordemos que el cierre de la cadena – fundada en 1996 por la familia del emir de Qatar – fue una de las exigencias sine qua non planteadas por los saudíes y sus aliados, quienes califican la emisora de “foro extremista” que practica una política de “injerencia en los asuntos internos” de los Estados árabes.
Durante décadas, los israelíes aprovecharon la postura crítica de Al Jazeera para tratar de persuadir a los telespectadores arabofonos israelíes y palestinos de las carencias democráticas del mundo árabe-musulmán. Sin embargo, la presencia de equipos de informadores en Israel y los territorios ocupados acabó planteando serios problemas a la censura del Estado hebreo. De ahí el poco interés en mantener la estructura de la televisión qatarí en suelo israelí.
Pero hay más; mucho más. Israel y Qatar establecieron reacciones comerciales en 1996. En aquel entonces, en Doha funcionaba, al igual que en Teherán durante la época del Sha, una oficina de intereses comerciales, eufemismo que ocultaba su verdadera misión: la representación diplomática. De hecho, Tel Aviv utilizó esta plataforma para establecer contactos discretos con los extremistas de Hamas o con emisarios de países árabes poco propensos a reconocer a la “entidad sionista”. Varios políticos israelíes pasaron por Doha, aprovechando la celebración de conferencias internacionales, ferias comerciales o invitaciones de extrañas fundaciones culturales. Por si fuera poco, Qatar abrió una embajada ante la Autoridad Nacional Palestina en Gaza, cuyo representante diplomático mantiene una línea abierta con autoridades de Tel Aviv. En ese contexto, el cierre de la delegación jerosolimitana de Al Jazeera reviste mayor trascendencia.
¿A qué obedece, pues, el interés de Netanyahu en romper o congelar los lazos con uno de los pocos países árabes que no muestra animadversión alguna hacia el Estado judío? ¿Por qué apuestan los estrategas de Tel Aviv por una hipotética alianza con los saudíes y sus secuaces?
Curiosamente, la respuesta parece estar relacionada con el “nuevo orden” o, mejor dicho, desorden regional inaugurado por Donald Trump. Pero conviene matizar: el actual inquilino de la Casa Blanca no es el artífice de los roces, véase enfrentamientos, entre los sunitas saudíes y los chiitas iraníes, obligados a buscar teatros de conflictos más allá de sus fronteras, ni del caos reinante en un Irak incapaz de curar sus profundas heridas de guerra, ni de la tentación de los kurdos de proclamar la independencia en el exiguo territorio de una región autónoma que linda con Turquía e Irán, ni del expansionismo ideológico o militar de los nuevos otomanos de Ankara.
No, Donald Trump no ha creado los problemas, pero sí los está alimentando. Su innegable comprensión por la argumentación de los aliados saudíes, la hostilidad abierta hacia el país de los ayatolás, su desprecio hacia los árabes (salvo algunos productores de petróleo), está generando un nuevo ambiente, en el cual la opción del “Estado étnico” o religioso, emanante y avalado por las Sagradas Escrituras – Torá, Corán, Biblia – priva sobre el concepto moderno de “Estado-nación” introducido tras el acuerdo Sykes-Picot.
Obviamente, un enfrentamiento entre las grandes corrientes del Islam – sunitas y chiitas – una guerra abierta entre musulmanes, favorecería los intereses estratégicos de otro Estado étnico, Israel, ya que su conflicto con los árabes quedaría relegado en un segundo plano. Sería ésta la guerra ansiada por Israel…
Nada altruista es la actuación de las dos superpotencias, Estados Unidos y Rusia, que se limitan a perpetuar por todos los medios su supremacía en la región.
El tercer actor, la Unión Europea, parece contentarse con controlar, desde Bruselas, París o Berlín, unos incendios que no es capaz ni deseosa de apagar.
Mientras, las alianzas se hacen y deshacen, los protagonistas cambian de bando y las coartadas, tras el cierre de Al Jazeera, solo sirven para ocultar la perspectiva de nuevas y mortíferas guerras.
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