¿Por qué Marx era tan escéptico con respecto a la filosofía? Por una razón: consideraba que su punto de partida estaba errado.
* Es el primer escrito que nos recibe en Eagleton, Terry (1999): Marx y la libertad. Santa Fe de Bogotá, Editorial Norma, pp. 11/25.
Hegel y Aristóteles eran sin duda filósofos, pero ¿en qué sentido lo fue Karl Marx? Mucho de lo que Marx escribió tiene apariencia filosófica; no obstante, desdeñó la mentalidad filosófica y declaró en su notable undécima tesis sobre Feuerbach que “los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (TF). Se podría replicar que habría sido difícil cambiar un mundo que no comprendimos, si no fuese por el hecho de que, con seguridad, el mismo Marx habría estado de acuerdo. Su objetivo no es reemplazar ideas por acciones sin sentido, sino elaborar un tipo de filosofía práctica que ayudara a transformar lo que se busca comprender. El cambio social e intelectual van de la mano: “La filosofía no se puede realizar sin suprimir el proletariado”, escribe, y “el proletariado no se puede suprimir sin realizar la filosofía”. (CFD, pág. 223). En su segunda tesis sobre Feuerbach sostiene:
“El problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno a la realidad o irrealidad del pensamiento –aislado de la práctica– es un problema puramente escolástico.”
(TF, pág. 666).
Glosa inaugural: la apelación a la acción, no tiene que conducirnos a la omnipotencia de la praxis (ir a http://salta21.com/Foucault-y-las-trampas-weberianas.html).
Esta clase especial de teoría orientada hacia la acción, se conoce algunas veces como “conocimiento emancipador” y tiene una cantidad de rasgos distintivos. Es el tipo de entendimiento, en una situación dada, que un grupo o individuo requieren para cambiarla; y es así, entre otras cosas, una nueva auto comprensión. Pero conocerse de una nueva manera implica alterar, en ese mismo acto, la forma de ser; así tenemos una forma peculiar de cognición en la cual el acto de conocimiento altera lo que contempla. Al tratar de comprenderme a mí mismo y a mi condición, jamás puedo permanecer totalmente idéntico a mí mismo, desde que el yo que elabora el conocimiento, al igual que el yo comprendido, ahora son distintos de lo que fueron antes. Y si yo desease comprender todo eso, sería preciso repetir el proceso.
Es algo así como intentar saltar sobre nuestra propia sombra o alzarnos tirándonos de nuestro pelo. Y como tal conocimiento también moviliza a la gente de modo que cambia su condición de una manera práctica, se convierte en una especie de fuerza política o social, y hace parte de la situación material que examina, en vez de ser un simple “reflejo” de ella. Es el conocimiento como un suceso más bien que como una especulación abstracta, en el cual saber el qué no es ya tan claramente separable de saber el cómo. Más aún, la búsqueda de nuestra propia autoemancipación implica cuestiones de valor, mientras que el conocimiento de nuestra situación es un asunto de comprensión de hechos; es aquí donde la distinción común que la filosofía reconoce entre hechos y valores se hace interesantemente difusa. No es sólo que este tipo de conocimiento pueda ser aplicado a un uso valioso, sino que la motivación para el entendimiento está unida, en primer lugar, a un sentido del valor.
La undécima tesis sobre Feuerbach, entonces, no es solo un llamamiento filisteo para girar desde la especulación abstracta hacia el “mundo real”, aunque haya rasgos de este audaz anti–intelectualismo en el joven Marx.
Este llamamiento olvida, en primer lugar, que sin los conceptos abstractos no habría mundo real para nosotros. La ironía de la actitud de Marx es que hace esta exigencia como filósofo, no solamente como activista político. Por ese o es que puede ser tenido en cuenta para engrosar la distinguida casta de los “anti–filósofos”, entre los que se cuentan Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Adorno, Benjamin, Wittgenstein, y, en la actualidad, pensadores como Jacques Derrida y Richard Rorty, para quienes hay algo fundamentalmente sesgado en la totalidad de la actividad filosófica de su tiempo. Para estos hombres, la filosofía en sí, no sólo éste o aquel de sus tópicos, se ha convertido en una búsqueda profundamente problemática. Por lo tanto, o la quieren trascender por razones que siguen siendo filosóficamente interesantes, o anhelan encontrar algún método para reformar la filosofía en una nueva clave, propósito que para muchos de estos pensadores implica forjar un nuevo estilo de escritura especulativa. La mayoría de ellos están dispuestos a abatir las pretensiones metafísicas de la filosofía, asediándolas con algo en apariencia más fundamental: el ser, el poder, la diferencia, formas prácticas de vida, o en el caso de Marx, las “condiciones históricas”. Un anti–filósofo* de esta clase dista mucho de ser un simple oponente de la filosofía, al igual que una anti–novela como Ulises se diferencia de una no–novela como el directorio telefónico.
* Nota agregada: bajo determinadas consideraciones, podría creerse que Heinrich fue un anti/filósofo en el sentido de estar en contra de un tipo de pensador atareado con alucinaciones con el aspecto de categorías, que fue un anti–intelectual, en tanto no venía a hablar en nombre de las mayorías postergadas, y que fue un teórico que además estuvo a favor de una superación radical de cualquier Filosofía, protestando por añadidura en desmedro de la estructuración e hiperestructuración del pensamiento en Filosofía.
¿Por qué Marx era tan escéptico con respecto a la filosofía? Por una razón: consideraba que su punto de partida estaba errado. La filosofía no comenzó con la suficiente distancia en el tiempo. La filosofía alemana que estaba de moda en su época –el Idealismo– partió de las ideas, mirándolas detenidamente como la fundamentación de la realidad; pero Marx era consciente de que para que lleguemos a tener una idea, tiene que haber ocurrido previamente, además, algo mucho más significativo. ¿Qué debió habernos ocurrido con anterioridad, para haber comenzado a reflexionar? Que ya nos hallábamos unidos prácticamente al mundo que analizamos y, por ello, ya estamos insertos en un conjunto de relaciones, condiciones materiales e instituciones sociales:
“La producción de ideas y representaciones, de la conciencia, aparece al principio directamente entrelazada con la actividad material y el comercio material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. Las representaciones, los pensamientos, el comercio espiritual de los hombres se presentan todavía, aquí, como emanación directa de su comportamiento material. Y lo mismo ocurre con la producción espiritual, tal y como se manifiesta en el lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de un pueblo. Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, etc., pero los hombres reales y actuantes, tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra cosa sino el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real.” (IA, pág. 25–26).
Apostilla inserta: en la sorprendente cita de La Ideología Alemana, apreciamos que “Karell” delinea que lo canonizado en calidad de “superestructura” es como un lenguaje y, por una serie de inferencias, puede sostenerse que la hiperestructura es una semiótica, en la escala en que todo lenguaje es una pequeña semiótica.
Heinrich acrecienta que la superestructura es una producción espiritual o simbólica o, en los términos actuales, semiósica. Es pues, una semiosfera lotmaniana (ir a http://www.salta21.com/La-dialectica-base-superestructura.html).
Incluso, parece sugerirse que es plausible analizarse la dinámica de esa semiosfera apelando a la idea de que la producción simbólica en la hiperestructura, se distribuye, se consume, se intercambia, se apropia, se acumula, no dejando de circular (lo que es un brillante programa de investigación…).
No menos importante es destacar que lo tradicionalmente santificado como “Basis” es también un lenguaje, una semiótica y una semántica, únicamente que materiales.
Observamos que mientras Marx desea ligar, hablando epistemológicamente, la conciencia y el mundo material hasta juntarlos, hay un sentido político en el cual quiere deshacer esa relación. Como veremos, para él somos más humanos, y menos como los otros animales, cuando producimos libremente, gratuitamente, con independencia de cualquier necesidad material inmediata. La libertad es para Marx una especie de superabundancia creativa sobre lo que es materialmente esencial, aquello que rebasa la medida y se convierte en su propia referencia. Es que justamente, para todo lo que ocurre en la sociedad, se requieren prioritariamente ciertas condiciones materiales; así pues, “el exceso” de conciencia sobre la naturaleza, que Marx establece como un sello de nuestra humanidad,
es en sí mismo, irónicamente, una situación condicionada materialmente. Para Marx es en el lenguaje donde convergen, de manera más obvia, la conciencia y la práctica social:
“El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios del intercambio con los demás hombres.” (IA, pág. 31).
Glosa sobrecosturada: el lenguaje es en consecuencia, práctica simbólica –por lo que apuntamos es que consideré que en Karl había no sólo una Semiótica, sino que Levy era uno de los fundadores de la Semiótica en sí (cf. http://nangaramarx.blogspot.com.br/2014/10/la-poesia-de-marx-karl-el-propugnador.html).
Pero si bien el lenguaje surge de la necesidad, como una dimensión requerida por el trabajo colectivo, no se mantiene atado a dicha necesidad, así como el conocido fenómeno de la literatura, que es testimonio de sí misma. Cuando se refiere no sólo a la “conciencia”, sino al tipo sistemático de reflexión conocido como filosofía, es entonces cuando claramente se requieren especialistas y academias, y un conjunto de instituciones aliadas, que únicamente pueden ser sostenidos por el trabajo de los demás. Este es uno de los aspectos en los que Marx da a entender la división del trabajo en mental y manual. Sólo cuando la sociedad ha superado en parte la necesidad material, puede permitir que una minoría de sus miembros se retiren de las demandas del trabajo productivo para convertirse en políticos, académicos, promotores culturales, etc., de tiempo completo, y es en ese momento cuando la filosofía alcanza su plenitud. Ahora, el pensamiento puede fantasear acerca de su independencia de la realidad material, justamente porque existe un sentido material en que realmente es independiente:
“La división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual. Desde este instante puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente, que representa realmente algo sin representar algo real; desde este instante, se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la ‘teoría pura’, de la teología ‘pura’, la filosofía y la moral ‘puras’, etc.” (IA, pág. 32).
Para Marx, la cultura tiene un solo progenitor, el trabajo –que para él, equivale a decir explotación–. La cultura de la sociedad de clases tiende a reprimir esta verdad indeseada; prefiere soñar para sí una paternidad más noble, desconociendo su bajo ancestro e imaginándose que floreció simplemente a partir de una cultura previa o de la fantasía de los individuos liberados. Pero Marx está pronto a recordarnos que nuestro pensamiento, como nuestros sentidos físicos, son producto de la historia en la que se engranan. La historia –el mundo real–, de alguna manera siempre va más rápido que el conocimiento que busca enmarcarla, y Marx, que como buen dialéctico, hace énfasis en la dinámica, en los polifacético, en la interacción natural de las cosas, detesta esos sistemas omnicomprensivos de pensamiento que (como el Idealismo de Hegel), creían que era posible contener el mundo entero dentro de sus conceptos. Es tristemente irónico que su propio trabajo diera origen, con el tiempo, y entre otras cosas, a esa estéril construcción de sistemas.
El asunto es, para Marx, el de las causas materiales y las condiciones del pensamiento mismo. Podemos inspeccionar las causas de esto o aquello, pero ¿puede el pensamiento girar sobre sí, por así decirlo, para entender algo de la historia que lo produjo? Quizás para nosotros los modernos hay buenas razones acerca de por qué eso nunca puede lograrse completamente, por qué hay siempre una especie de punto ciego, cierta amnesia o auto–opacidad necesaria, que asegura que, al final, la mente siempre fracasará en su empeño.
El mismo Marx, hijo de la Ilustración, confiaba más en el poder traslúcido de la razón que la mayoría de nosotros; sin embargo, como pensador historicista (estas corrientes gemelas, racionalistas e historicistas, frecuentemente están en tensión), reconoció que si todo pensamiento era histórico, el suyo naturalmente también lo era. No habría podido existir el marxismo en la época de Carlomagno o de Chaucer, puesto que el marxismo es algo más que un conjunto de ideas brillantes, que cualquiera, en cualquier tiempo, habría podido pensar. Se trata de un fenómeno de naturaleza espacio–temporal, que reconoce que las categorías con las que piensa –trabajo abstracto, mercancía, individuo libre y otras– únicamente pudieron surgir como herencia del capitalismo y del liberalismo político. El marxismo como discurso emerge cuando es a la vez posible y necesario, como “crítica inmanente” del capitalismo y, por tanto, como producto de la época que desea transformar. El Manifiesto Comunista es pródigo en alabanzas a la gran clase media revolucionaria y a esa posibilidad de desencadenar el potencial humano que conocemos como capitalismo:
“Dondequiera llegó al poder, la burguesía destruyó todas las condiciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado despiadadamente todos los abigarrados lazos feudales que ligaban a los hombres a sus ‘superiores naturales’, no dejando en pie, entre hombre y hombre, ningún otro vínculo sino el interés desnudo, el insensible ‘pago al contado’. Ahogó el sagrado paroxismo del idealismo religioso, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo pequeñoburgués en las gélidas aguas del cálculo egoísta..."
“Dondequiera llegó al poder, la burguesía destruyó todas las condiciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado despiadadamente todos los abigarrados lazos feudales que ligaban a los hombres a sus ‘superiores naturales’, no dejando en pie, entre hombre y hombre, ningún otro vínculo sino el interés desnudo, el insensible ‘pago al contado’. Ahogó el sagrado paroxismo del idealismo religioso, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo pequeñoburgués en las gélidas aguas del cálculo egoísta... En una palabra, ha sustituido la explotación disfrazada con ilusiones religiosas y políticas, por la explotación franca, descarada, directa y escueta (...) Ha arrancado a las relaciones familiares su velo emotivamente sentimental, reduciéndolas a meras relaciones del dinero (...) La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción, vale decir las relaciones de producción, y, por ende, todas las relaciones sociales (...) El continuo trastocamiento de la producción, la conmoción ininterrumpida de todas las situaciones sociales, la eterna inseguridad y movilidad distingue la época moderna de todas las demás. Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su secuela de ideas y conceptos venerados desde antiguo, se disuelven, y todos los de formación reciente envejecen antes de poder osificarse*. Todo lo estamental y estable se evapora, todo lo consagrado se desacraliza, y los hombres se ven finalmente obligados a contemplar con ojos desapasionados su posición frente a la vida, sus relaciones mutuas.” (MC, pág. 138–139).
* Nota agregada: los elementos sociales son formaciones. Tales formaciones (de ideaciones, praxeológicas, discursivas, etc.) tienden a cristalizarse, endurecerse, osificarse en las comunas que existieron. Así, tanto la base cuanto la sobreestructura, son osificaciones penosas de los flujos sociales.
Son estas energías revolucionarias, al mismo tiempo admirables y devastadoras, las que de una parte ponen las bases materiales para el socialismo y, de otra, frustran ese proyecto a cada instante. El capitalismo barre con todas las formas tradicionales de opresión, y al obrar así, hace que la humanidad se enfrente con una realidad brutal que el socialismo debe conocer y transformar.
Asumir el pensamiento propio como arraigado en las condiciones materiales que busca examinar, es ser un filósofo materialista, expresión que es algo más que un indicio de paradoja. La tarea del pensamiento materialista es calcular dentro de sí esa realidad –el mundo material–, que es externa a él y, en cierto sentido, más fundamental que él. Esto es lo que Marx da a entender cuando manifiesta que, en la historia de la especie humana, el “ser social” determina la conciencia, y no viceversa, como los Idealistas pensaban:
“La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia.” (IA, pág. 26).
Aquí aparece, entonces, la conocida transformación que Marx hace de Hegel, cuya tortuosa dialéctica, en la cual las ideas determinan la existencia social, debe ser puesta con firmeza sobre su base materialista. Para Marx, lo que decimos o pensamos está determinado, en últimas, por lo que hacemos. Son las prácticas históricas lo que yace en el fondo de nuestros juegos de lenguaje. Pero en este punto se necesita cautela. Porque lo que hacemos como seres históricos está, por supuesto, profundamente ligado al pensamiento y al lenguaje; no hay actividad humana por fuera del ámbito del significado, la intención, la imaginación, como el propio Marx insiste:
“El animal forma una unidad inmediata con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su misma actividad vital el objeto de su voluntad y de su conciencia. Desarrolla una actividad vital consciente. No es una esfera determinada con la que se funda directamente.” (ME, pág. 67) “(...) Una araña ejecuta operaciones que semejan las manipulaciones de un tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un arquitecto. Pero hay algo en que el peor arquitecto aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro.” (C, vol. 1, pág. 194).
El ser social hace surgir el pensamiento pero, a su vez, queda atrapado en él. A pesar de ello, Marx quiere sostener que el primero es más fundamental –como pretende también que la “base” material de la sociedad produce su “superestructura” cultural, legal, política e ideológica–:
“En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social la que determina su conciencia.” (CCEP, “Prólogo”, pág. 4–5).
Apostilla inserta: para eliminar el mecanicismo y el economicismo que podría respirar en semejante cita, habría que recortar las palabras “conciencia social”, “proceso de vital”, “existencia social” e “inteligencia”.
Podría percibirse entonces, que palpita una interacción entre proceso vital y conciencia social, y entre ser social e inteligencia comunitaria, que es una dialéctica más amplia y compleja que la interacción entre “Basis” y sobreestructura.
Aquí está entonces la famosa “teoría económica de la historia” de Marx. Sus pretensiones sobre la prioridad del ser social y la conciencia son ontológicas, y están ligadas con la forma como concibe que son los seres humanos. La doctrina acerca de la relación base–superestructura también puede ser esto: todas las formas sociales y políticas, y los grandes cambios históricos, están determinados finalmente por los conflictos de la producción material. Pero la doctrina puede verse más bien históricamente, al describir el modo como los políticos, la ley, la ideología y otros, operan en la sociedad de clases. El punto de vista de Marx es que en tales órdenes sociales, estas formas tienen la tarea de ratificar, promover u ocultar la injusticia, y puede decirse, en este sentido, que son secundarias o “superestructurales”. Podría llegar a suponerse que, si las relaciones sociales fuesen justas, tal superestructura sería innecesaria.
Glosa añadida: puede cincelarse que en una colectividad emancipada, lo material ya no se basificará, ni lo semiósico se hiperestructurará, ni insistirá una dialéctica estrecha, ruda y torpe entre “Basis” y sobreestructura (cf. el ítem “d” de http://www.salta21.com/BocetoS-Por-una-modificacion.html).
Lo que nos atañe aquí, en otras palabras, es la función política de las ideas en la sociedad, no solo su origen material. Y esto nos lleva al concepto marxista de ideología:
“Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas.” (IA, pág. 50–51).
Cuando la filosofía se convierte en ideología tiende a distraer a hombres y mujeres de los conflictos históricos, al insistir en la primacía de lo espiritual, o al ofrecer resolverlos en un nivel más alto e imaginario. Por eso Marx censuró a los hegelianos. En contraste, su propia visión de la historia:
“... consiste en exponer el proceso real de producción, partiendo para eso de la producción material de la vida inmediata, y en concebir la forma de intercambio correspondiente a este modo de producción y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes fases, como la base de toda la historia, y en presentarla en su acción en cuanto Estado y para explicar todos los diversos productos teóricos y formas de la conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etc., y rastrear su proceso de nacimiento y de crecimiento desde esa base materialista, lo que, naturalmente, permitirá exponer las cosas en su totalidad (y también, por eso mismo, la acción recíproca entre estos diversos aspectos).” (IA, pág. 40).
A diferencia del pensamiento idealista, esta visión materialista “permanece constantemente en el terreno real de la historia”:
“... no explica la práctica desde la idea, sino que explica las formaciones ideológicas desde la práctica material; así se llega, consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no pueden ser disueltos por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción a la “autoconciencia” o la transformación en “fantasmas”, “espectros”, “visiones”, etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales, de las que emanan estas quimeras idealistas ...” (IA, pág. 40).
Marx piensa que si la clave de los problemas teóricos está anclada en las contradicciones sociales, su resolución, entonces, es más política que filosófica. Aparece así un estilo de filosofar que “descentra” la filosofía misma.
Marx, un antifilósofo como muchos, intenta aquí transformar todo el terreno sobre el que se levanta el discurso al concebir los rompecabezas filosóficos como síntomas de un subtexto histórico real y, a la vez, como una manera de alejar ese subtexto de la vista. Por mucho que a la filosofía le guste soñarse autosuficiente, debe confrontar su dependencia de aquello que la trasciende. El acercamiento materialista:
“... revela que la historia no termina por el hecho de disolverse en la ‘autoconciencia’, como el ‘espíritu del espíritu’, sino que en cada una de sus fases se encuentra un resultado material: una suma de fuerzas de producción, una relación históricamente creada de los individuos con la naturaleza y entre unos y ellos mismos, que cada generación transfiere a la que le sigue; una masa de fuerzas productivas, capitales y circunstancias, que aunque de una parte sean modificados por la nueva generación, dictan a esta, de otra parte, sus propias condiciones de vida y le imprimen un determinado desarrollo, un carácter especial. Revela por tanto que las circunstancias hacen a los hombres en la misma medida en que estos hacen las circunstancias.” (IA, págs. 40–41).
La humanidad, entonces, no es sólo el producto determinado de sus condiciones materiales; si así fuese, ¿cómo habría podido Marx tener la esperanza de transformarla algún día? Su materialismo no es “mecanicista” –como, por ejemplo, el de Thomas Hobbes que mira la conciencia como el simple reflejo de la circunstancia–, sino un materialismo histórico, porque lo que él desea es explicar el origen, carácter y función de las ideas en términos de las condiciones históricas a las cuales pertenecen.
Sin embargo, parece haber olvidado que no toda la filosofía es necesariamente idealista. Su propio pensamiento no lo es, como tampoco lo fue el de sus maestros, los grandes materialistas burgueses de la Ilustración francesa.
Por lo mismo, no toda ideología es “idealista”. Aun así, la concepción de Marx sobre la filosofía idealista es bien original: la ve como un tipo de fantasía que lucha para lograr mentalmente lo que aún no puede obtenerse en la realidad histórica. De ser así, la resolución de las contradicciones históricas significaría la muerte de la especulación filosófica. Pero esto también es cierto del pensamiento de Marx. No habría lugar para la filosofía marxista en una sociedad verdaderamente comunista, dado que dicha teoría existe exclusivamente para ayudar al surgimiento de esa sociedad. En efecto, en su forma anti–utópica, el pensamiento de Marx sorprende por lo poco que tiene que decir sobre el futuro de la situación. Su pensamiento, como toda teoría política radical, finalmente se supera a sí mismo. Y este es el sentido más profundo de su carácter histórico.
Nota zurfilada: el ocaso, el término de Heinrich se ubica en la portentosa frase “yo no soy marxista”, debido a que en ella, anida la voluntad de no eternizarse siendo marxista en una Escuela perpetua. Y en la medida en que un futuro libertario sin Karl es probable y como el futuro es algo que siempre está viniendo, que ya ha partido hacia nosotros, y que nos busca, habrá que aprender desde ahora a pensar con Marx, ciertamente, pero por igual, sin él. Habrá que meditar sin Marx (en estas líneas atrevidas, arriesgadas, se busca explicitar un “Karell” que desde 1992, venimos enseñando, manifestación de un Marx desconocido que se concreta a partir de unas escuetas apostillas al costado, en los márgenes de lo que dice, f. i., el oriundo de Dublín).
Fuentes
• TF “Tesis sobre Feuerbach”, en K. Marx, E Engels, La ideología alemana, traducción de Wenceslao Roces, Buenos Aires, Pueblos unidos, 1975.
• IA Marx, K., Engels, E, La ideología alemana (ver arriba).
• MC Marx, K., Engels, E, Manifiesto del Partido Comunista, en OME, vol. 9.
• ME Manuscritos económico–filosóficos de 1844, en K. Marx y E Engels, Escritos económicos varios, recopilación y traducción de Wenceslao Roces, México, Grijalbo, 1966.
• C El Capital. Crítica de la economía política, en OME, VI.
• CCEP Contribución a la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1980.
Por Terry Eagleton
* Es el primer escrito que nos recibe en Eagleton, Terry (1999): Marx y la libertad. Santa Fe de Bogotá, Editorial Norma, pp. 11/25.
Hegel y Aristóteles eran sin duda filósofos, pero ¿en qué sentido lo fue Karl Marx? Mucho de lo que Marx escribió tiene apariencia filosófica; no obstante, desdeñó la mentalidad filosófica y declaró en su notable undécima tesis sobre Feuerbach que “los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (TF). Se podría replicar que habría sido difícil cambiar un mundo que no comprendimos, si no fuese por el hecho de que, con seguridad, el mismo Marx habría estado de acuerdo. Su objetivo no es reemplazar ideas por acciones sin sentido, sino elaborar un tipo de filosofía práctica que ayudara a transformar lo que se busca comprender. El cambio social e intelectual van de la mano: “La filosofía no se puede realizar sin suprimir el proletariado”, escribe, y “el proletariado no se puede suprimir sin realizar la filosofía”. (CFD, pág. 223). En su segunda tesis sobre Feuerbach sostiene:
“El problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno a la realidad o irrealidad del pensamiento –aislado de la práctica– es un problema puramente escolástico.”
(TF, pág. 666).
Glosa inaugural: la apelación a la acción, no tiene que conducirnos a la omnipotencia de la praxis (ir a http://salta21.com/Foucault-y-las-trampas-weberianas.html).
Esta clase especial de teoría orientada hacia la acción, se conoce algunas veces como “conocimiento emancipador” y tiene una cantidad de rasgos distintivos. Es el tipo de entendimiento, en una situación dada, que un grupo o individuo requieren para cambiarla; y es así, entre otras cosas, una nueva auto comprensión. Pero conocerse de una nueva manera implica alterar, en ese mismo acto, la forma de ser; así tenemos una forma peculiar de cognición en la cual el acto de conocimiento altera lo que contempla. Al tratar de comprenderme a mí mismo y a mi condición, jamás puedo permanecer totalmente idéntico a mí mismo, desde que el yo que elabora el conocimiento, al igual que el yo comprendido, ahora son distintos de lo que fueron antes. Y si yo desease comprender todo eso, sería preciso repetir el proceso.
Es algo así como intentar saltar sobre nuestra propia sombra o alzarnos tirándonos de nuestro pelo. Y como tal conocimiento también moviliza a la gente de modo que cambia su condición de una manera práctica, se convierte en una especie de fuerza política o social, y hace parte de la situación material que examina, en vez de ser un simple “reflejo” de ella. Es el conocimiento como un suceso más bien que como una especulación abstracta, en el cual saber el qué no es ya tan claramente separable de saber el cómo. Más aún, la búsqueda de nuestra propia autoemancipación implica cuestiones de valor, mientras que el conocimiento de nuestra situación es un asunto de comprensión de hechos; es aquí donde la distinción común que la filosofía reconoce entre hechos y valores se hace interesantemente difusa. No es sólo que este tipo de conocimiento pueda ser aplicado a un uso valioso, sino que la motivación para el entendimiento está unida, en primer lugar, a un sentido del valor.
La undécima tesis sobre Feuerbach, entonces, no es solo un llamamiento filisteo para girar desde la especulación abstracta hacia el “mundo real”, aunque haya rasgos de este audaz anti–intelectualismo en el joven Marx.
Este llamamiento olvida, en primer lugar, que sin los conceptos abstractos no habría mundo real para nosotros. La ironía de la actitud de Marx es que hace esta exigencia como filósofo, no solamente como activista político. Por ese o es que puede ser tenido en cuenta para engrosar la distinguida casta de los “anti–filósofos”, entre los que se cuentan Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Adorno, Benjamin, Wittgenstein, y, en la actualidad, pensadores como Jacques Derrida y Richard Rorty, para quienes hay algo fundamentalmente sesgado en la totalidad de la actividad filosófica de su tiempo. Para estos hombres, la filosofía en sí, no sólo éste o aquel de sus tópicos, se ha convertido en una búsqueda profundamente problemática. Por lo tanto, o la quieren trascender por razones que siguen siendo filosóficamente interesantes, o anhelan encontrar algún método para reformar la filosofía en una nueva clave, propósito que para muchos de estos pensadores implica forjar un nuevo estilo de escritura especulativa. La mayoría de ellos están dispuestos a abatir las pretensiones metafísicas de la filosofía, asediándolas con algo en apariencia más fundamental: el ser, el poder, la diferencia, formas prácticas de vida, o en el caso de Marx, las “condiciones históricas”. Un anti–filósofo* de esta clase dista mucho de ser un simple oponente de la filosofía, al igual que una anti–novela como Ulises se diferencia de una no–novela como el directorio telefónico.
* Nota agregada: bajo determinadas consideraciones, podría creerse que Heinrich fue un anti/filósofo en el sentido de estar en contra de un tipo de pensador atareado con alucinaciones con el aspecto de categorías, que fue un anti–intelectual, en tanto no venía a hablar en nombre de las mayorías postergadas, y que fue un teórico que además estuvo a favor de una superación radical de cualquier Filosofía, protestando por añadidura en desmedro de la estructuración e hiperestructuración del pensamiento en Filosofía.
¿Por qué Marx era tan escéptico con respecto a la filosofía? Por una razón: consideraba que su punto de partida estaba errado. La filosofía no comenzó con la suficiente distancia en el tiempo. La filosofía alemana que estaba de moda en su época –el Idealismo– partió de las ideas, mirándolas detenidamente como la fundamentación de la realidad; pero Marx era consciente de que para que lleguemos a tener una idea, tiene que haber ocurrido previamente, además, algo mucho más significativo. ¿Qué debió habernos ocurrido con anterioridad, para haber comenzado a reflexionar? Que ya nos hallábamos unidos prácticamente al mundo que analizamos y, por ello, ya estamos insertos en un conjunto de relaciones, condiciones materiales e instituciones sociales:
“La producción de ideas y representaciones, de la conciencia, aparece al principio directamente entrelazada con la actividad material y el comercio material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. Las representaciones, los pensamientos, el comercio espiritual de los hombres se presentan todavía, aquí, como emanación directa de su comportamiento material. Y lo mismo ocurre con la producción espiritual, tal y como se manifiesta en el lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de un pueblo. Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, etc., pero los hombres reales y actuantes, tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra cosa sino el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real.” (IA, pág. 25–26).
Apostilla inserta: en la sorprendente cita de La Ideología Alemana, apreciamos que “Karell” delinea que lo canonizado en calidad de “superestructura” es como un lenguaje y, por una serie de inferencias, puede sostenerse que la hiperestructura es una semiótica, en la escala en que todo lenguaje es una pequeña semiótica.
Heinrich acrecienta que la superestructura es una producción espiritual o simbólica o, en los términos actuales, semiósica. Es pues, una semiosfera lotmaniana (ir a http://www.salta21.com/La-dialectica-base-superestructura.html).
Incluso, parece sugerirse que es plausible analizarse la dinámica de esa semiosfera apelando a la idea de que la producción simbólica en la hiperestructura, se distribuye, se consume, se intercambia, se apropia, se acumula, no dejando de circular (lo que es un brillante programa de investigación…).
No menos importante es destacar que lo tradicionalmente santificado como “Basis” es también un lenguaje, una semiótica y una semántica, únicamente que materiales.
Observamos que mientras Marx desea ligar, hablando epistemológicamente, la conciencia y el mundo material hasta juntarlos, hay un sentido político en el cual quiere deshacer esa relación. Como veremos, para él somos más humanos, y menos como los otros animales, cuando producimos libremente, gratuitamente, con independencia de cualquier necesidad material inmediata. La libertad es para Marx una especie de superabundancia creativa sobre lo que es materialmente esencial, aquello que rebasa la medida y se convierte en su propia referencia. Es que justamente, para todo lo que ocurre en la sociedad, se requieren prioritariamente ciertas condiciones materiales; así pues, “el exceso” de conciencia sobre la naturaleza, que Marx establece como un sello de nuestra humanidad,
es en sí mismo, irónicamente, una situación condicionada materialmente. Para Marx es en el lenguaje donde convergen, de manera más obvia, la conciencia y la práctica social:
“El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios del intercambio con los demás hombres.” (IA, pág. 31).
Glosa sobrecosturada: el lenguaje es en consecuencia, práctica simbólica –por lo que apuntamos es que consideré que en Karl había no sólo una Semiótica, sino que Levy era uno de los fundadores de la Semiótica en sí (cf. http://nangaramarx.blogspot.com.br/2014/10/la-poesia-de-marx-karl-el-propugnador.html).
Pero si bien el lenguaje surge de la necesidad, como una dimensión requerida por el trabajo colectivo, no se mantiene atado a dicha necesidad, así como el conocido fenómeno de la literatura, que es testimonio de sí misma. Cuando se refiere no sólo a la “conciencia”, sino al tipo sistemático de reflexión conocido como filosofía, es entonces cuando claramente se requieren especialistas y academias, y un conjunto de instituciones aliadas, que únicamente pueden ser sostenidos por el trabajo de los demás. Este es uno de los aspectos en los que Marx da a entender la división del trabajo en mental y manual. Sólo cuando la sociedad ha superado en parte la necesidad material, puede permitir que una minoría de sus miembros se retiren de las demandas del trabajo productivo para convertirse en políticos, académicos, promotores culturales, etc., de tiempo completo, y es en ese momento cuando la filosofía alcanza su plenitud. Ahora, el pensamiento puede fantasear acerca de su independencia de la realidad material, justamente porque existe un sentido material en que realmente es independiente:
“La división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual. Desde este instante puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente, que representa realmente algo sin representar algo real; desde este instante, se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la ‘teoría pura’, de la teología ‘pura’, la filosofía y la moral ‘puras’, etc.” (IA, pág. 32).
Para Marx, la cultura tiene un solo progenitor, el trabajo –que para él, equivale a decir explotación–. La cultura de la sociedad de clases tiende a reprimir esta verdad indeseada; prefiere soñar para sí una paternidad más noble, desconociendo su bajo ancestro e imaginándose que floreció simplemente a partir de una cultura previa o de la fantasía de los individuos liberados. Pero Marx está pronto a recordarnos que nuestro pensamiento, como nuestros sentidos físicos, son producto de la historia en la que se engranan. La historia –el mundo real–, de alguna manera siempre va más rápido que el conocimiento que busca enmarcarla, y Marx, que como buen dialéctico, hace énfasis en la dinámica, en los polifacético, en la interacción natural de las cosas, detesta esos sistemas omnicomprensivos de pensamiento que (como el Idealismo de Hegel), creían que era posible contener el mundo entero dentro de sus conceptos. Es tristemente irónico que su propio trabajo diera origen, con el tiempo, y entre otras cosas, a esa estéril construcción de sistemas.
El asunto es, para Marx, el de las causas materiales y las condiciones del pensamiento mismo. Podemos inspeccionar las causas de esto o aquello, pero ¿puede el pensamiento girar sobre sí, por así decirlo, para entender algo de la historia que lo produjo? Quizás para nosotros los modernos hay buenas razones acerca de por qué eso nunca puede lograrse completamente, por qué hay siempre una especie de punto ciego, cierta amnesia o auto–opacidad necesaria, que asegura que, al final, la mente siempre fracasará en su empeño.
El mismo Marx, hijo de la Ilustración, confiaba más en el poder traslúcido de la razón que la mayoría de nosotros; sin embargo, como pensador historicista (estas corrientes gemelas, racionalistas e historicistas, frecuentemente están en tensión), reconoció que si todo pensamiento era histórico, el suyo naturalmente también lo era. No habría podido existir el marxismo en la época de Carlomagno o de Chaucer, puesto que el marxismo es algo más que un conjunto de ideas brillantes, que cualquiera, en cualquier tiempo, habría podido pensar. Se trata de un fenómeno de naturaleza espacio–temporal, que reconoce que las categorías con las que piensa –trabajo abstracto, mercancía, individuo libre y otras– únicamente pudieron surgir como herencia del capitalismo y del liberalismo político. El marxismo como discurso emerge cuando es a la vez posible y necesario, como “crítica inmanente” del capitalismo y, por tanto, como producto de la época que desea transformar. El Manifiesto Comunista es pródigo en alabanzas a la gran clase media revolucionaria y a esa posibilidad de desencadenar el potencial humano que conocemos como capitalismo:
“Dondequiera llegó al poder, la burguesía destruyó todas las condiciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado despiadadamente todos los abigarrados lazos feudales que ligaban a los hombres a sus ‘superiores naturales’, no dejando en pie, entre hombre y hombre, ningún otro vínculo sino el interés desnudo, el insensible ‘pago al contado’. Ahogó el sagrado paroxismo del idealismo religioso, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo pequeñoburgués en las gélidas aguas del cálculo egoísta..."
“Dondequiera llegó al poder, la burguesía destruyó todas las condiciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado despiadadamente todos los abigarrados lazos feudales que ligaban a los hombres a sus ‘superiores naturales’, no dejando en pie, entre hombre y hombre, ningún otro vínculo sino el interés desnudo, el insensible ‘pago al contado’. Ahogó el sagrado paroxismo del idealismo religioso, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo pequeñoburgués en las gélidas aguas del cálculo egoísta... En una palabra, ha sustituido la explotación disfrazada con ilusiones religiosas y políticas, por la explotación franca, descarada, directa y escueta (...) Ha arrancado a las relaciones familiares su velo emotivamente sentimental, reduciéndolas a meras relaciones del dinero (...) La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción, vale decir las relaciones de producción, y, por ende, todas las relaciones sociales (...) El continuo trastocamiento de la producción, la conmoción ininterrumpida de todas las situaciones sociales, la eterna inseguridad y movilidad distingue la época moderna de todas las demás. Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su secuela de ideas y conceptos venerados desde antiguo, se disuelven, y todos los de formación reciente envejecen antes de poder osificarse*. Todo lo estamental y estable se evapora, todo lo consagrado se desacraliza, y los hombres se ven finalmente obligados a contemplar con ojos desapasionados su posición frente a la vida, sus relaciones mutuas.” (MC, pág. 138–139).
* Nota agregada: los elementos sociales son formaciones. Tales formaciones (de ideaciones, praxeológicas, discursivas, etc.) tienden a cristalizarse, endurecerse, osificarse en las comunas que existieron. Así, tanto la base cuanto la sobreestructura, son osificaciones penosas de los flujos sociales.
Son estas energías revolucionarias, al mismo tiempo admirables y devastadoras, las que de una parte ponen las bases materiales para el socialismo y, de otra, frustran ese proyecto a cada instante. El capitalismo barre con todas las formas tradicionales de opresión, y al obrar así, hace que la humanidad se enfrente con una realidad brutal que el socialismo debe conocer y transformar.
Asumir el pensamiento propio como arraigado en las condiciones materiales que busca examinar, es ser un filósofo materialista, expresión que es algo más que un indicio de paradoja. La tarea del pensamiento materialista es calcular dentro de sí esa realidad –el mundo material–, que es externa a él y, en cierto sentido, más fundamental que él. Esto es lo que Marx da a entender cuando manifiesta que, en la historia de la especie humana, el “ser social” determina la conciencia, y no viceversa, como los Idealistas pensaban:
“La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia.” (IA, pág. 26).
Aquí aparece, entonces, la conocida transformación que Marx hace de Hegel, cuya tortuosa dialéctica, en la cual las ideas determinan la existencia social, debe ser puesta con firmeza sobre su base materialista. Para Marx, lo que decimos o pensamos está determinado, en últimas, por lo que hacemos. Son las prácticas históricas lo que yace en el fondo de nuestros juegos de lenguaje. Pero en este punto se necesita cautela. Porque lo que hacemos como seres históricos está, por supuesto, profundamente ligado al pensamiento y al lenguaje; no hay actividad humana por fuera del ámbito del significado, la intención, la imaginación, como el propio Marx insiste:
“El animal forma una unidad inmediata con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su misma actividad vital el objeto de su voluntad y de su conciencia. Desarrolla una actividad vital consciente. No es una esfera determinada con la que se funda directamente.” (ME, pág. 67) “(...) Una araña ejecuta operaciones que semejan las manipulaciones de un tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un arquitecto. Pero hay algo en que el peor arquitecto aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro.” (C, vol. 1, pág. 194).
El ser social hace surgir el pensamiento pero, a su vez, queda atrapado en él. A pesar de ello, Marx quiere sostener que el primero es más fundamental –como pretende también que la “base” material de la sociedad produce su “superestructura” cultural, legal, política e ideológica–:
“En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social la que determina su conciencia.” (CCEP, “Prólogo”, pág. 4–5).
Apostilla inserta: para eliminar el mecanicismo y el economicismo que podría respirar en semejante cita, habría que recortar las palabras “conciencia social”, “proceso de vital”, “existencia social” e “inteligencia”.
Podría percibirse entonces, que palpita una interacción entre proceso vital y conciencia social, y entre ser social e inteligencia comunitaria, que es una dialéctica más amplia y compleja que la interacción entre “Basis” y sobreestructura.
Aquí está entonces la famosa “teoría económica de la historia” de Marx. Sus pretensiones sobre la prioridad del ser social y la conciencia son ontológicas, y están ligadas con la forma como concibe que son los seres humanos. La doctrina acerca de la relación base–superestructura también puede ser esto: todas las formas sociales y políticas, y los grandes cambios históricos, están determinados finalmente por los conflictos de la producción material. Pero la doctrina puede verse más bien históricamente, al describir el modo como los políticos, la ley, la ideología y otros, operan en la sociedad de clases. El punto de vista de Marx es que en tales órdenes sociales, estas formas tienen la tarea de ratificar, promover u ocultar la injusticia, y puede decirse, en este sentido, que son secundarias o “superestructurales”. Podría llegar a suponerse que, si las relaciones sociales fuesen justas, tal superestructura sería innecesaria.
Glosa añadida: puede cincelarse que en una colectividad emancipada, lo material ya no se basificará, ni lo semiósico se hiperestructurará, ni insistirá una dialéctica estrecha, ruda y torpe entre “Basis” y sobreestructura (cf. el ítem “d” de http://www.salta21.com/BocetoS-Por-una-modificacion.html).
Lo que nos atañe aquí, en otras palabras, es la función política de las ideas en la sociedad, no solo su origen material. Y esto nos lleva al concepto marxista de ideología:
“Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas.” (IA, pág. 50–51).
Cuando la filosofía se convierte en ideología tiende a distraer a hombres y mujeres de los conflictos históricos, al insistir en la primacía de lo espiritual, o al ofrecer resolverlos en un nivel más alto e imaginario. Por eso Marx censuró a los hegelianos. En contraste, su propia visión de la historia:
“... consiste en exponer el proceso real de producción, partiendo para eso de la producción material de la vida inmediata, y en concebir la forma de intercambio correspondiente a este modo de producción y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes fases, como la base de toda la historia, y en presentarla en su acción en cuanto Estado y para explicar todos los diversos productos teóricos y formas de la conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etc., y rastrear su proceso de nacimiento y de crecimiento desde esa base materialista, lo que, naturalmente, permitirá exponer las cosas en su totalidad (y también, por eso mismo, la acción recíproca entre estos diversos aspectos).” (IA, pág. 40).
A diferencia del pensamiento idealista, esta visión materialista “permanece constantemente en el terreno real de la historia”:
“... no explica la práctica desde la idea, sino que explica las formaciones ideológicas desde la práctica material; así se llega, consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no pueden ser disueltos por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción a la “autoconciencia” o la transformación en “fantasmas”, “espectros”, “visiones”, etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales, de las que emanan estas quimeras idealistas ...” (IA, pág. 40).
Marx piensa que si la clave de los problemas teóricos está anclada en las contradicciones sociales, su resolución, entonces, es más política que filosófica. Aparece así un estilo de filosofar que “descentra” la filosofía misma.
Marx, un antifilósofo como muchos, intenta aquí transformar todo el terreno sobre el que se levanta el discurso al concebir los rompecabezas filosóficos como síntomas de un subtexto histórico real y, a la vez, como una manera de alejar ese subtexto de la vista. Por mucho que a la filosofía le guste soñarse autosuficiente, debe confrontar su dependencia de aquello que la trasciende. El acercamiento materialista:
“... revela que la historia no termina por el hecho de disolverse en la ‘autoconciencia’, como el ‘espíritu del espíritu’, sino que en cada una de sus fases se encuentra un resultado material: una suma de fuerzas de producción, una relación históricamente creada de los individuos con la naturaleza y entre unos y ellos mismos, que cada generación transfiere a la que le sigue; una masa de fuerzas productivas, capitales y circunstancias, que aunque de una parte sean modificados por la nueva generación, dictan a esta, de otra parte, sus propias condiciones de vida y le imprimen un determinado desarrollo, un carácter especial. Revela por tanto que las circunstancias hacen a los hombres en la misma medida en que estos hacen las circunstancias.” (IA, págs. 40–41).
La humanidad, entonces, no es sólo el producto determinado de sus condiciones materiales; si así fuese, ¿cómo habría podido Marx tener la esperanza de transformarla algún día? Su materialismo no es “mecanicista” –como, por ejemplo, el de Thomas Hobbes que mira la conciencia como el simple reflejo de la circunstancia–, sino un materialismo histórico, porque lo que él desea es explicar el origen, carácter y función de las ideas en términos de las condiciones históricas a las cuales pertenecen.
Sin embargo, parece haber olvidado que no toda la filosofía es necesariamente idealista. Su propio pensamiento no lo es, como tampoco lo fue el de sus maestros, los grandes materialistas burgueses de la Ilustración francesa.
Por lo mismo, no toda ideología es “idealista”. Aun así, la concepción de Marx sobre la filosofía idealista es bien original: la ve como un tipo de fantasía que lucha para lograr mentalmente lo que aún no puede obtenerse en la realidad histórica. De ser así, la resolución de las contradicciones históricas significaría la muerte de la especulación filosófica. Pero esto también es cierto del pensamiento de Marx. No habría lugar para la filosofía marxista en una sociedad verdaderamente comunista, dado que dicha teoría existe exclusivamente para ayudar al surgimiento de esa sociedad. En efecto, en su forma anti–utópica, el pensamiento de Marx sorprende por lo poco que tiene que decir sobre el futuro de la situación. Su pensamiento, como toda teoría política radical, finalmente se supera a sí mismo. Y este es el sentido más profundo de su carácter histórico.
Nota zurfilada: el ocaso, el término de Heinrich se ubica en la portentosa frase “yo no soy marxista”, debido a que en ella, anida la voluntad de no eternizarse siendo marxista en una Escuela perpetua. Y en la medida en que un futuro libertario sin Karl es probable y como el futuro es algo que siempre está viniendo, que ya ha partido hacia nosotros, y que nos busca, habrá que aprender desde ahora a pensar con Marx, ciertamente, pero por igual, sin él. Habrá que meditar sin Marx (en estas líneas atrevidas, arriesgadas, se busca explicitar un “Karell” que desde 1992, venimos enseñando, manifestación de un Marx desconocido que se concreta a partir de unas escuetas apostillas al costado, en los márgenes de lo que dice, f. i., el oriundo de Dublín).
Fuentes
• TF “Tesis sobre Feuerbach”, en K. Marx, E Engels, La ideología alemana, traducción de Wenceslao Roces, Buenos Aires, Pueblos unidos, 1975.
• IA Marx, K., Engels, E, La ideología alemana (ver arriba).
• MC Marx, K., Engels, E, Manifiesto del Partido Comunista, en OME, vol. 9.
• ME Manuscritos económico–filosóficos de 1844, en K. Marx y E Engels, Escritos económicos varios, recopilación y traducción de Wenceslao Roces, México, Grijalbo, 1966.
• C El Capital. Crítica de la economía política, en OME, VI.
• CCEP Contribución a la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1980.
Por Terry Eagleton
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