Antes de los gobiernos. Antes de internet. Antes de entender
que los partidos tradicionales ya no sé recuperarían de la quema masiva y
que estos se podrían recomponer sobre sí mismos, se les daba a los
gobiernos un proceso de tiempo de gracia de cien días.
Ahora y sobre todo desde el primero de julio –a la velocidad a la que van produciéndose los nombramientos, las presencias y las ocupaciones del territorio nacional por el presidente electo– da la sensación de que tendremos no un periodo de gracia de cien días, sino de todo un sexenio.
¿Por qué digo esto? Porque es tan fuerte el cambio en el mandato que no sólo es el generacional –seguramente en los puestos más relevantes es donde menos se nota, me refiero a los secretarios o directores de la Comisión Federal de Electricidad– sino el de quiénes van a acompañar al presidente y cómo López Obrador estará dispuesto a confiar.
Primera aclaración: todos trabajarán desde el Palacio Nacional.
Prefiero no pensar cómo. Realmente la administración y el peso de la presidencia –se ponga uno como se ponga, lo quiera llevar por las líneas comerciales y en coches que no impongan un tráfico diferente– es siempre un aparato multiforme que termina devorando a quien lo tiene, lo lleva y lo sufre. Por mucho que se empeñe López Obrador, su presidencia será cercana a la gente, pero seguirá siendo la presidencia. En ese sentido, las necesidades físicas exceden por mucho a lo que piensa el presidente electo. Y más pronto que tarde, ese efecto se verá en la funcionalidad o perdida de la misma, o en los elementos que se van a tener que mover rápidamente para que simplemente quepa.
Pero de cualquier manera ahí está la realidad y no conviene pelearse con ella. Esta presidencia y gobierno fungían, sobre todo, en centralizar las cosas.
El futuro secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, tiene como principal objetivo controlar el gasto, las compras y ser la primera línea defensiva de la campaña nacional contra la corrupción. Hay otros como Alfonso Romo, el jefe de la oficina presidencial, cuya primera finalidad es estimular la inversión, traer más inversores, inventar nuevos jugadores y conseguir un cambio de las condiciones de juego tanto en la financiación como en el apoyo a los programas especiales del gobierno.
Mientras tanto, la presidencia va rodeándose de gente que sin duda alguna son de la absoluta confianza del presidente, pero que todos ellos o la mayor parte parecen inéditos. Eso no es bueno ni malo, sino que es distinto, dentro de lo que significa el conocimiento público de sus figuras o las razones por las que finalmente llegaron a estar donde están.
Lo cierto es que es un cambio que pensábamos que nunca veríamos, porque sobre todas las cosas es una transformación cuyo contenido es inmenso para el continente, que pretende encasquetar y encorsetar a los símbolos de poder y a las mismas estructuras que necesitaron Madero y “El Chacal” Huerta –uno de los últimos presidentes de infausta memoria en despachar en Palacio Nacional.
No solamente somos ocho veces más la población de ese entonces, sino que la administración mexicana es un monstruo de mil cabezas que necesita mucho espacio físico. Y una de las primeras preguntas en la búsqueda de la eficiencia es ¿cómo conseguirán el milagro de los metros cuadrados en el Palacio Nacional para sencillamente gobernar el país desde ahí?
Ahora y sobre todo desde el primero de julio –a la velocidad a la que van produciéndose los nombramientos, las presencias y las ocupaciones del territorio nacional por el presidente electo– da la sensación de que tendremos no un periodo de gracia de cien días, sino de todo un sexenio.
¿Por qué digo esto? Porque es tan fuerte el cambio en el mandato que no sólo es el generacional –seguramente en los puestos más relevantes es donde menos se nota, me refiero a los secretarios o directores de la Comisión Federal de Electricidad– sino el de quiénes van a acompañar al presidente y cómo López Obrador estará dispuesto a confiar.
Primera aclaración: todos trabajarán desde el Palacio Nacional.
Prefiero no pensar cómo. Realmente la administración y el peso de la presidencia –se ponga uno como se ponga, lo quiera llevar por las líneas comerciales y en coches que no impongan un tráfico diferente– es siempre un aparato multiforme que termina devorando a quien lo tiene, lo lleva y lo sufre. Por mucho que se empeñe López Obrador, su presidencia será cercana a la gente, pero seguirá siendo la presidencia. En ese sentido, las necesidades físicas exceden por mucho a lo que piensa el presidente electo. Y más pronto que tarde, ese efecto se verá en la funcionalidad o perdida de la misma, o en los elementos que se van a tener que mover rápidamente para que simplemente quepa.
Pero de cualquier manera ahí está la realidad y no conviene pelearse con ella. Esta presidencia y gobierno fungían, sobre todo, en centralizar las cosas.
El futuro secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, tiene como principal objetivo controlar el gasto, las compras y ser la primera línea defensiva de la campaña nacional contra la corrupción. Hay otros como Alfonso Romo, el jefe de la oficina presidencial, cuya primera finalidad es estimular la inversión, traer más inversores, inventar nuevos jugadores y conseguir un cambio de las condiciones de juego tanto en la financiación como en el apoyo a los programas especiales del gobierno.
Mientras tanto, la presidencia va rodeándose de gente que sin duda alguna son de la absoluta confianza del presidente, pero que todos ellos o la mayor parte parecen inéditos. Eso no es bueno ni malo, sino que es distinto, dentro de lo que significa el conocimiento público de sus figuras o las razones por las que finalmente llegaron a estar donde están.
Lo cierto es que es un cambio que pensábamos que nunca veríamos, porque sobre todas las cosas es una transformación cuyo contenido es inmenso para el continente, que pretende encasquetar y encorsetar a los símbolos de poder y a las mismas estructuras que necesitaron Madero y “El Chacal” Huerta –uno de los últimos presidentes de infausta memoria en despachar en Palacio Nacional.
No solamente somos ocho veces más la población de ese entonces, sino que la administración mexicana es un monstruo de mil cabezas que necesita mucho espacio físico. Y una de las primeras preguntas en la búsqueda de la eficiencia es ¿cómo conseguirán el milagro de los metros cuadrados en el Palacio Nacional para sencillamente gobernar el país desde ahí?
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