sábado, 15 de septiembre de 2018

Cultura del palimpsesto


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Cultura del palimpsesto

 

 


Cuando hablamos de ‘cultura del palimpsesto’ nos referimos a una estrategia de largo alcance dirigida a la destrucción sistemática de toda ‘herencia’ cultural -individual y colectiva- a fin de eliminar aquellos obstáculos que pudieran oponerse a la instauración de un ‘nuevo orden’ cultural, orden cultural acorde al ‘nuevo orden’ social propio de las utopías modernas y revolucionarias que se pretende imponer.
Entre los obstáculos que se oponen a la instauración de tal orden uno destaca particularmente: la identidad. Por esta razón la estrategia del palimpsesto se dirigirá muy especialmente a destruir las viejas identidades así como a crear otras nuevas, siempre fragmentarias a fin de que no puedan servir nunca como herramienta de unión de los sujetos sino que sean siempre motivo de conflicto y desunión.

Estrategia del palimpsesto e ingeniería social.

Esta estrategia del palimpsesto no opera en el vacío sino que forma parte de un contexto mucho más amplio, el de la ingeniería social, un plan ordenado a diferentes niveles en consonancia con el magno proyecto que hoy día está en marcha en las sociedades occidentales.
Así puede incluirse la estrategia del palimpsesto en lo que se ha llamado en ocasiones la ‘batalla de las ideas’ o la batalla por la cultura, una lucha por la hegemonía cultural que viene desarrollándose en Europa desde la Ilustración pero que ha devenido central en el último siglo y es ahora mismo un asunto estratégico al servicio del cual están las ciencias sociales profanas y la ‘intelligentsia‘ académica.
Es cierto que la batalla de la propaganda y la lucha por la hegemonía cultural han existido siempre, siendo un ejemplo claro de ello la Leyenda Negra anti-española elaborada durante siglos por ingleses y holandeses y que todavía se mantiene en el imaginario popular. Pero esta batalla por la cultura ha alcanzado un nuevo nivel de refinamiento a partir de la sistematización metódica que imprimieron a la misma la escuela de Frankfurt (Theodor Adorno [1], Horkheimer, Habermas) y diversas escuelas de psicología social, en particular la escuela de Chicago, sin olvidar la contribución fundamental de K. Popper.
El objetivo último de todo este frente de lucha representado por la ingeniería social y por las ciencias sociales es imposibilitar el surgimiento de cualquier tipo de oposición o disidencia a la ideología (cultura) hegemónica, siquiera en el plano de las ideas.
Es precisamente este dominio absoluto, y la consiguiente conciencia de carencia de enemigo exterior lo que ha supuesto uno de los factores clave en el paso de la modernidad a la postmodernidad -que algunos llaman hípermodernidad-: eliminada toda alteridad la modernidad se vuelve contra sí misma en un movimiento a la vez auto-destructivo e inevitable.
Volviendo a los mecanismos de control de la ingeniería social, esta opera en varios frentes de forma simultánea que podríamos resumir en cuatro escenarios estratégicos que operan al unísono en una única dirección común:
  • la historia y la cultura,
  • el lenguaje,
  • la información,
  • las emociones.
Lo que denominamos ‘cultura del palimpsesto’ es una estrategia que se aplica de manera exhaustiva al primero de estos ámbitos, el que concierne a la historia y la cultura. La cultura se desprestigia y pervierte, la historia se reescribe tal y como profetizara Orwell en su distopía 1984.
Sea como sea, se busca ante todo imprimir en la ciudadanía un desprecio -que en ocasiones acaba en odio- por su pasado y sus raíces, es decir potenciar la pérdida de identidad del sujeto.
Decimos que la cultura se pervierte pues se aleja de su función primordial y su razón de ser convirtiéndose en “industria cultural”, eufemismo que expresa claramente el triunfo de este proyecto a la hora de poner el arte y la creatividad al servicio ante todo del mercado. En cuanto a la alteración de la historia, generaciones enteras de occidentales son ya víctimas de esta Damnatio Memoriae implantada desde el aparato estatal, a través de la educación obligatoria.
A través de esta demolición sistemática de la cultura y la historia lo que se pretende es imponer la doctrina individualista de la auto-construcción del sujeto. En efecto el mito individualista propio de la modernidad se basa en que el sujeto se rebela contra toda herencia de su pasado para construirse a sí mismo según su voluntad en un proceso de supuesta individuación. Un mito que ha sido calificado a menudo de fáustico y prometeico pero en el que también son bien reconocibles rasgos luciferinos: rebeldía, ambición, soberbia. Y aún otro rasgo luciferino: la fe en la luz de la razón. Es muy llamativo que esta nueva antropología adquiriera su influencia social precisamente en el llamado Siglo de las Luces, que supuso el triunfo del racionalismo y el progresismo. Y hay que decir que esta doctrina progresista, individualista y luciferina está en la base misma de toda la mentalidad revolucionaria pues como ya dijimos al inicio, este fenómeno de borrado y alteración sistemático del pasado es inseparable de los mitos ilustrados y revolucionarios que pretenden instaurar un ‘tiempo nuevo’ o ‘nueva era’, un mundo nuevo para una nueva humanidad.
La cultura hegemónica gusta de presentar la modernidad -a través de estos falsos mitos que hemos enunciado- como un deseable proceso de individuación y auto-construcción que teóricamente ha de conducir a una mayor autonomía e incluso a un progreso moral -así lo interpreta en general la filosofía occidental-, desde nuestro punto de vista se trata de un proceso de incoación y despojamiento, a través del cual el sujeto se vuelve más frágil y dependiente y queda paulatinamente más solo e indefenso. Lo cual puede interpretarse sin duda en un sentido material pero también en un sentido psíquico, es decir concerniente al alma, interior al sujeto mismo. En el fondo esto no puede considerarse una casualidad pues, en virtud de las correspondencias que unen todos los niveles y modos de la manifestación, ambas realidades son tan solo dos caras de un mismo fenómeno -situado en una realidad más profunda- y estos procesos no pueden dejar de manifestarse de un modo cada vez más explícito e innegable.
Estas son las consecuencias finales del nihilismo y la acedia anti-tradicional que, aunque larvadas durante siglos, eclosionaron definitivamente en el llamado Siglo de las Luces -denominación tan paradójica como perturbadora-.
Pero aquí conviene matizar algo. Antaño, los proyectos utópicos imaginaban la instauración de ese tiempo nuevo como una ruptura brusca y traumática con las herencias del pasado, lo que supondría un año cero desde el cual la historia recomenzaría; es el ideal revolucionario clásico.
Sin embargo en la actualidad las ciencias sociales han modificado este sueño revolucionario y han inculcado la idea de que el cambio ha de ser gradual, “progresivo” -palabra clave en neolengua-. Son las luchas por los derechos y las conquistas sociales del último medio siglo, todas ellas dirigidas desde instancias superiores que supervisan la dirección y velocidad de ese cambio social. La revolución toma así una apariencia inocua de modo que genera muchas menos resistencias en la sociedad. E incluso aquellas resistencias que genera son consideradas como intolerables y perseguidas: el progreso social no se puede detener, escuchamos a menudo. Se ofrece además este cambio como algo deseable, una liberación -libertad es otra de las palabras clave en neolengua-.
Como vemos, sea por el método traumático de la revolución violenta, sea por el método más gradual que ofrece actualmente el progresismo, el resultado es uno y el mismo: la instauración del Nuevo Orden Mundial (NOM, o NWO por sus siglas en inglés).
[1] Destacar especialmente la labor crítica de Adorno dirigida a socavar la tradición artística occidental.

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