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Política, liberalismo y violencia: Walter Benjamin y Carl Schmitt
por Alessio Mulas – Resumen: El
derecho natural y el derecho positivo se afirman como criterio de los
fines y criterios de los medios, el uno ocupado en salvaguardar las
acciones hechas en el sentido de la justicia, y el otro en
supervisar la legalidad de tales acciones. La posición que asume la
política con respecto a la violencia y el derecho ha sido investigada,
aunque de una manera diferente, por Walter Benjamin y Carl Schmitt,
que ofrecieron un examen de las cuestiones relativas al mecanismo de
mediación de la violencia concebido por el liberalismo, el cual ofusca
el fundamento original de la política.
Se ha hecho célebre la carta que, en 1930, Walter Benjamin escribió a Carl Schmitt. Omitida por Adorno en la primera edición de los Gesammelte Schriften, pero publicada más tarde por Jacob Taubes, la carta tenía como objetivo informar al abogado de que sus estudios, en particular Die Diktatur, le habían sido de gran ayuda [1]. Más allá de las relaciones personales, es interesante ver cómo dos pensadores en las antípodas habían encontrado involuntariamente puntos de convergencia de notable valor, y sobre estos puntos se centrará nuestro breve análisis. Aunque la teoría política que se conoce con el nombre de comunitarismo es una vía poco comentada, lo cierto es que las diversas formas que encarna tienen como objetivo polémico común el liberalismo. Para formular una crítica comunitaria es necesario por tanto examinar la relación del derecho y de la política con la violencia, tema disimulado por el liberalismo, pero que afecta a la política en su esencia. Es el terreno sobre el cual les extrême se touchent.
La crítica de la violencia
Entre los escritos filosóficos de Walter Benjamin, destaca por su lucidez el ensayo Para una crítica de la violencia. Gewalt, violencia, en alemán también significa fuerza, poder, autoridad; la palabra, como enseguida deja claro el autor, indica una causa agente moralmente connotable. Se entrelaza con el derecho y la justicia en el ciclo de los fines y los medios. Para el derecho natural no se plantea el problema de la utilización de medios violentos para fines justos; la delegación de derechos hecha por los individuos al Estado presupone “que el individuo como tal, y antes de la conclusión de este contrato racional, ejerce también de jure todos los poderes que tiene de facto” [2], ya que spinozianamente “el derecho de cada uno se extiende hasta donde se extiende su determinado poder” [3]. En contraste con la teoría iusnaturalística de la violencia como “fisiológica”, natural, el derecho positivo considera el poder históricamente dado, juzgando sólo el uso de sus medios. El derecho natural y el derecho positivo se distinguen respectivamente como criterio de los fines y criterios de los medios, en cuanto se basan, el uno sobre el principio de la justicia y el otro sobre el principio de la legalidad. El único punto de unión de las dos escuelas es, en palabras de Benjamin, el “dogma fundamental común: los fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados a fines justos” [4]. En otras palabras, el iusnaturalismo adapta los medios a los fines justos, mientras que la teoría positiva del derecho garantiza el buen fin con la legitimidad de los medios, por lo que “si el derecho positivo es ciego a la incondicionalidad de los fines, el derecho natural es ciego a los condicionamientos de los medios”’ [5]; las dos perspectivas revelan una insuficiencia crítica.
En el caso de la violencia, la distinción entre legitimidad e ilegitimidad no es evidente de por sí. El derecho natural disuelve el problema de la legitimidad de los medios (por tanto también el de la violencia) en una casuística infinita, haciéndolo depender de la justicia-injusticia de los objetivos, para los cuales legítimo es el medio utilizado para fines justos. Por el contrario, el derecho positivo establece en primer lugar una distinción de principio inherente a la violencia reconocida, sancionada como poder, prescindiendo de los casos individuales en los que se aplica:
Estas relaciones jurídicas se caracterizan – en cuanto concierne a la persona singular como sujeto jurídico – por la tendencia a no admitir fines naturales de las personas singulares en todos los casos en los que estos fines podrían ser, en ocasiones, coherentemente perseguidos con la violencia. Vale decir que este ordenamiento jurídico tiende, en todos los campos en los que los fines de las personas singulares podrían ser coherentemente perseguidos con la violencia, a establecer fines jurídicos que pueden ser realizados de esta manera sólo desde el poder jurídico [6].
De aquí derivan algunos problemas del derecho positivo, que aplasta la persecución de fines naturales (donde por fines naturales entendemos fines que carecen de un “reconocimiento histórico universal”) a favor de los fines jurídicos (que, en cambio, poseen tal reconocimiento por parte del Estado). El ejemplo propuesto por Benjamin se refiere a las leyes que limitan el castigo educativo: el ordenamiento limita un buen fin, la educación rigurosa y severa de los jóvenes, si tiene como medio castigos y penitencias considerados como más o menos violentos. La discrepancia entre los fines naturales y los fines jurídicos se resuelve a favor de estos últimos.
La tesis de Benjamin es que el derecho positivo limita la violencia de la que la persona puede hacer uso no porque el ordenamiento tenga la intención de garantizar la protección de los fines jurídicos, sino más bien para salvaguardar el propio derecho. De hecho, el derecho monopoliza la violencia, la borra de las posibilidades de los individuos, en cuanto teme que ella “cuando no está en posesión del derecho en su momento existente, representa por eso una amenaza, no a causa de los fines que persigue, sino por su mera existencia fuera de la ley” [7]. Recht (derecho) es Vorrecht (privilegio). Al derecho positivo le interesa que la violencia venga ejercida en la legalidad, que no se sitúe fuera de los canales del derecho, y esto también alberga la contradicción ejemplificada por Schmitt a través de dos respuestas de Hans Kelsen, el padre del iuspositivismo del novecientos:
A aquellos que le preguntaron: “¿Cuando la democracia es amenazada por los mismos medios de la democracia, no se debe defender con la violencia?” Kelsen les respondió: “Es vuestro problema. No se trata de una cuestión jurídica, es decir, de una cuestión que un jurista pueda resolver”. En una discusión que tuvo lugar en 1926, el profesor vienés Hold von Ferneck planteó esta pregunta a su colega: “En el caso de que a un legislador enloquecido le venga a la mente dar la orden de que cada domingo sean fusilados diez hombres por un motivo cualquiera, por ejemplo porque tienen el pelo rojo, también esto debería ser considerado derecho y ley?”. Y Kelsen respondió con calma: “Soy un jurista, no un moralista” [8].
Diálogo contra violencia: ¿una zona franca?
El análisis de Benjamin no tiene el objetivo moralista de la crítica de las realidades coercitivas, como la policía, sino que apunta a la afirmación, en absoluto banal, de que la violencia como medio es poder que pone o que conserva el derecho, y renuncia a cualquier validez si rechaza una de estas dos funciones. La cuestión es, entonces, si se le dan regulaciones no violentas a los conflictos. La respuesta de Benjamin es afirmativa, y ejemplo de ello son las relaciones entre particulares, a través de los medios según la “cultura del sentimiento” (Die Kultur des Herzens). Pero aquí está la anomalía: por puras que puedan ser tales relaciones, empollan la violencia de la política. No pertenecen, de hecho, a las soluciones inmediatas, sino siempre a soluciones mediadas. “Ellos [los medios de solución] no se refieren nunca por tanto directamente a la resolución de conflictos entre hombre y hombre, sino sólo a través del intermediario de las cosas” [9]. La conversación (Unterredung), el mejor ejemplo civil de acuerdo, y el lenguaje, zona extraña a los espacios del conflicto, son en origen ejemplos de soluciones no violentas; sin embargo, declarando el engaño y la mentira objeto de castigo (es decir, vetándolos), el derecho “limita el uso de medios enteramente no violentos, ya que, como reacción, podrían engendrar violencia” [10]. Como ha señalado Emanuele Castrucci, Benjamin comparte con Schmitt la conciencia crítica de la deformación liberal del lenguaje, perspectiva según la cual se puede mediar todo en toda la medida en la que se puede hablar de todo.
El lenguaje neutralizaría todo el espacio de la violencia, de la transgresión, de las posibilidades de lo absolutamente otro / absolutamente hostil, usando funcionalmente las propias categorías prácticas: el intercambio, la conversación informativa, la discusión no violenta. […] La descriptibilidad de la esencia del totalmente otro reduciría – a través del lenguaje – la naturaleza catastrófica de la violencia al juego-convención, fair play ilimitado y omnipotente [11].
En realidad, escribe Benjamin, cada contrato y cada compromiso, por cuanto pacíficamente acordados, tienen carácter coactivo, porque está implícita una violencia manifestable sólo en última instancia.
La deformación liberal del lenguaje
Sobre esta última instancia Carl Schmitt, el “zelote de la decisión” (según la definición de Taubes), fundó lo “político”. Eso, señala Schmitt, tiene “criterios propios que actúan […] en relación con los diversos ámbitos concretos, relativamente independientes, del pensamiento y de la acción humana”; estos ámbitos se basan en una distinción de fondo – bien y mal (Gut und Böse) para el plano moral, bello y feo (Schön und Häßlich) para el estético, útil y dañino (Nützlich und Schädlich) para la economía. Por analogía, también lo político se rige sobre una distinción específica, a la cual sea posible referir “el actuar político”, o bien “las acciones y los movimientos políticos” [12]. Como se sabe, Schmitt propone como definición conceptual (no exhaustiva) y como criterio (no con valor contenutístico) el par amigo-enemigo (Freund-Feind). Entre las diversas antítesis no existe una relación de fundación ni de identidad. La especificidad de la antítesis amigo-enemigo es la indicación “del grado extremo de intensidad de una unión o de una separación, de una asociación o de una disociación” [13], que subsiste independientemente de las distinciones morales, estéticas y económicas. El enemigo no es necesariamente malo, feo o dañino, y nada excluye que con él se puedan hacer buenos negocios; pero es su ser “existencialmente, en forma particularmente intensa, algo otro y extranjero”, su alteridad (Anderssein) lo que hace real la posibilidad de un conflicto en el caso extremo (Ernstfall). Tal autonomía de lo político no significa tanto que la política constituya un área delimitada, distinta, desde la que lo político indica la intensidad de una contraposición dada por existente, como su originalidad, que para Schmitt es sobre todo “inderivabilidad”, presencia primigenia y originaria; el concepto de “política”, de hecho, “implica el fin de la política ‘bien fundada”’ [14].
Sólo en la política se puede decidir si tal Anderssein, la alteridad existencial, es la negación del propio modo de existir, y eventualmente combatir lo extranjero (der Fremde). En la primera versión del Begriff se habla de la afirmación y la negación “ontológica de la propia forma de existencia” [15]. Es patente, señala Schmitt, que “en la realidad psicológica” se tiende a ver al enemigo como económicamente perjudicial, estéticamente feo y moralmente malo, pero esto no afecta a la autonomía del amigo-enemigo de las otras contraposiciones. Por el contrario, para comprender los conceptos de amigo y enemigo no hace falta considerarlos ideales típicos, metáforas, símbolos, ni hace falta comprometerlos con conceptos económicos, morales y estéticos.
Aquí llegamos a aquello que, siguiendo a Castrucci, hemos llamado conciencia crítica (benjaminiana-schmittiana) de la deformación liberal del lenguaje. El riesgo evidenciado por Schmitt es el de caer en la trampa del liberalismo, el cual reduce al enemigo a competir sobre el plano económico y a adversario de discusiones acerca de temas espirituales. Está clara la referencia al reaccionario Juan Donoso Cortés, que definía a la burguesía liberal como una clase que se sustrae a la decisión, una clase discutidora que “transfiere todas las actividades políticas al discurso, a la prensa y al Parlamento” [16]. El liberalismo se sustrae a lo “político”, confiando en reconducir a una solución privada (a través de la conversación) lo que nos afecta públicamente – a la pregunta de si él era un liberal, Schmitt respondió, “pregúnteselo a mi esposa”, lo que indica que liberal es un término que identifica, precisamente, virtudes privadas. Como bien resume Jean-François Kervégan, “le libéralisme est avant tout, selon les catégories schmittiennes, une entreprise intellectuelle de critique et même de dénégation de la politique» [17]. No es la charla eterna, sino la decisión lo que importa. A la pregunta “¿Cristo o Barrabás?” el liberalismo respondería, como ironizaba Donoso Cortés, “con el establecimiento de una comisión de investigación” [18]. Pero el enemigo no es el competidor vago o el adversario genérico. La dificultad que Schmitt encuentra en la explicación del concepto es dada por la falta, en el léxico, de una clara distinción entre enemigo público y privado, que empuja al jurista a hacer uso de los términos inimicus y ἐχθρός para enemigo privado, y hostis y πολέμιος en lugar de enemigo público, es decir de “un conjunto de hombres que combaten al menos virtualmente, es decir, en base a una posibilidad real” [19].
La posibilidad real de la muerte física
En cualquier caso, los conceptos de amigo y enemigo adquieren significado cuando se refieren a la guerra, la realización extrema de la hostilidad; no la guerra genérica, ni la lucha simbólica (como es la vida humana, dice Schmitt), sino la “posibilidad real de la muerte física” (die reale Möglichkeit der physischen Tötung). La esencia de lo político – póngase atención – no es la guerra misma, ni cada negociación política se resuelve en una confrontación militar. Lo que el pensador alemán quiere evidenciar es que lo “político” no existe sin la susodicha posibilidad de la muerte. Si la violent death, primun malum, en Hobbes caracteriza el estado de naturaleza (en rehuir la muerte violenta se llega a la cesión de derechos al soberano), en Schmitt la verdadera Möglichkeit der physischen Tötung es la condición necesaria para que el concepto de enemigo se mantenga en su sentido primero: la (posibilidad de la) guerra es el presupuesto de la política. Recuperando la máxima clausewitziana, a menudo malinterpretada, que querría la guerra como continuación de la política por otros medios, él especifica que el teórico militar prusiano entendía más bien la guerra como uno de los muchos instrumentos de la política: en términos schmittianos, ella es la ultima ratio del amigo-enemigo, la antítesis en base a la cual los pueblos se reagrupan desde siempre. No es pues la guerra derivada de la política, sino la política la que muestra la naturaleza “polemológica” del hombre.
Reconstruyendo la lógica de Schmitt, tenemos:
– la posibilidad real de la guerra constituye el presupuesto de lo político;
– la presencia del enemigo (hostis πολέμιος) precede lógicamente la posibilidad real de la guerra;
– el primer requisito de lo político, por lo tanto, es el enemigo público.
Digan lo que digan los críticos católicos, según los cuales el Sermón de la montaña va en contra de cualquier género de realismo político, la paradoja de la invitación a ser τέλειος (completo, perfecto, maduro), del mandamiento mismo de amar a los propios enemigos (“amad a vuestros enemigos y orar por vuestros perseguidores”, Mt. 5:48), está justo en presuponer la existencia del enemigo, más allá de lo privado y lo público. Para decirlo con Cacciari, “el simple hecho – que se tienen enemigos – es pre-potente respecto al amor” [20]. El amor es solicitado hacia el enemigo en cuanto tal, pero no suprime la existencia del enemigo – él, que nos persigue, que niega nuestra forma de existencia, es necesario. Siempre hay un enemigo hacia el que poner la otra mejilla, al cual dejar el manto si le sustrajeran la túnica, o hacia el que dirigir el perdón.
Posted on 19/07/2017 at 9:30 am in Autores, Contra el Imperio, Pensamiento, Reflexiones contemporáneas, Schmitt, Carl | RSS feed | Responder | Trackback URL
Se ha hecho célebre la carta que, en 1930, Walter Benjamin escribió a Carl Schmitt. Omitida por Adorno en la primera edición de los Gesammelte Schriften, pero publicada más tarde por Jacob Taubes, la carta tenía como objetivo informar al abogado de que sus estudios, en particular Die Diktatur, le habían sido de gran ayuda [1]. Más allá de las relaciones personales, es interesante ver cómo dos pensadores en las antípodas habían encontrado involuntariamente puntos de convergencia de notable valor, y sobre estos puntos se centrará nuestro breve análisis. Aunque la teoría política que se conoce con el nombre de comunitarismo es una vía poco comentada, lo cierto es que las diversas formas que encarna tienen como objetivo polémico común el liberalismo. Para formular una crítica comunitaria es necesario por tanto examinar la relación del derecho y de la política con la violencia, tema disimulado por el liberalismo, pero que afecta a la política en su esencia. Es el terreno sobre el cual les extrême se touchent.
La crítica de la violencia
Entre los escritos filosóficos de Walter Benjamin, destaca por su lucidez el ensayo Para una crítica de la violencia. Gewalt, violencia, en alemán también significa fuerza, poder, autoridad; la palabra, como enseguida deja claro el autor, indica una causa agente moralmente connotable. Se entrelaza con el derecho y la justicia en el ciclo de los fines y los medios. Para el derecho natural no se plantea el problema de la utilización de medios violentos para fines justos; la delegación de derechos hecha por los individuos al Estado presupone “que el individuo como tal, y antes de la conclusión de este contrato racional, ejerce también de jure todos los poderes que tiene de facto” [2], ya que spinozianamente “el derecho de cada uno se extiende hasta donde se extiende su determinado poder” [3]. En contraste con la teoría iusnaturalística de la violencia como “fisiológica”, natural, el derecho positivo considera el poder históricamente dado, juzgando sólo el uso de sus medios. El derecho natural y el derecho positivo se distinguen respectivamente como criterio de los fines y criterios de los medios, en cuanto se basan, el uno sobre el principio de la justicia y el otro sobre el principio de la legalidad. El único punto de unión de las dos escuelas es, en palabras de Benjamin, el “dogma fundamental común: los fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados a fines justos” [4]. En otras palabras, el iusnaturalismo adapta los medios a los fines justos, mientras que la teoría positiva del derecho garantiza el buen fin con la legitimidad de los medios, por lo que “si el derecho positivo es ciego a la incondicionalidad de los fines, el derecho natural es ciego a los condicionamientos de los medios”’ [5]; las dos perspectivas revelan una insuficiencia crítica.
En el caso de la violencia, la distinción entre legitimidad e ilegitimidad no es evidente de por sí. El derecho natural disuelve el problema de la legitimidad de los medios (por tanto también el de la violencia) en una casuística infinita, haciéndolo depender de la justicia-injusticia de los objetivos, para los cuales legítimo es el medio utilizado para fines justos. Por el contrario, el derecho positivo establece en primer lugar una distinción de principio inherente a la violencia reconocida, sancionada como poder, prescindiendo de los casos individuales en los que se aplica:
Estas relaciones jurídicas se caracterizan – en cuanto concierne a la persona singular como sujeto jurídico – por la tendencia a no admitir fines naturales de las personas singulares en todos los casos en los que estos fines podrían ser, en ocasiones, coherentemente perseguidos con la violencia. Vale decir que este ordenamiento jurídico tiende, en todos los campos en los que los fines de las personas singulares podrían ser coherentemente perseguidos con la violencia, a establecer fines jurídicos que pueden ser realizados de esta manera sólo desde el poder jurídico [6].
De aquí derivan algunos problemas del derecho positivo, que aplasta la persecución de fines naturales (donde por fines naturales entendemos fines que carecen de un “reconocimiento histórico universal”) a favor de los fines jurídicos (que, en cambio, poseen tal reconocimiento por parte del Estado). El ejemplo propuesto por Benjamin se refiere a las leyes que limitan el castigo educativo: el ordenamiento limita un buen fin, la educación rigurosa y severa de los jóvenes, si tiene como medio castigos y penitencias considerados como más o menos violentos. La discrepancia entre los fines naturales y los fines jurídicos se resuelve a favor de estos últimos.
La tesis de Benjamin es que el derecho positivo limita la violencia de la que la persona puede hacer uso no porque el ordenamiento tenga la intención de garantizar la protección de los fines jurídicos, sino más bien para salvaguardar el propio derecho. De hecho, el derecho monopoliza la violencia, la borra de las posibilidades de los individuos, en cuanto teme que ella “cuando no está en posesión del derecho en su momento existente, representa por eso una amenaza, no a causa de los fines que persigue, sino por su mera existencia fuera de la ley” [7]. Recht (derecho) es Vorrecht (privilegio). Al derecho positivo le interesa que la violencia venga ejercida en la legalidad, que no se sitúe fuera de los canales del derecho, y esto también alberga la contradicción ejemplificada por Schmitt a través de dos respuestas de Hans Kelsen, el padre del iuspositivismo del novecientos:
A aquellos que le preguntaron: “¿Cuando la democracia es amenazada por los mismos medios de la democracia, no se debe defender con la violencia?” Kelsen les respondió: “Es vuestro problema. No se trata de una cuestión jurídica, es decir, de una cuestión que un jurista pueda resolver”. En una discusión que tuvo lugar en 1926, el profesor vienés Hold von Ferneck planteó esta pregunta a su colega: “En el caso de que a un legislador enloquecido le venga a la mente dar la orden de que cada domingo sean fusilados diez hombres por un motivo cualquiera, por ejemplo porque tienen el pelo rojo, también esto debería ser considerado derecho y ley?”. Y Kelsen respondió con calma: “Soy un jurista, no un moralista” [8].
Diálogo contra violencia: ¿una zona franca?
El análisis de Benjamin no tiene el objetivo moralista de la crítica de las realidades coercitivas, como la policía, sino que apunta a la afirmación, en absoluto banal, de que la violencia como medio es poder que pone o que conserva el derecho, y renuncia a cualquier validez si rechaza una de estas dos funciones. La cuestión es, entonces, si se le dan regulaciones no violentas a los conflictos. La respuesta de Benjamin es afirmativa, y ejemplo de ello son las relaciones entre particulares, a través de los medios según la “cultura del sentimiento” (Die Kultur des Herzens). Pero aquí está la anomalía: por puras que puedan ser tales relaciones, empollan la violencia de la política. No pertenecen, de hecho, a las soluciones inmediatas, sino siempre a soluciones mediadas. “Ellos [los medios de solución] no se refieren nunca por tanto directamente a la resolución de conflictos entre hombre y hombre, sino sólo a través del intermediario de las cosas” [9]. La conversación (Unterredung), el mejor ejemplo civil de acuerdo, y el lenguaje, zona extraña a los espacios del conflicto, son en origen ejemplos de soluciones no violentas; sin embargo, declarando el engaño y la mentira objeto de castigo (es decir, vetándolos), el derecho “limita el uso de medios enteramente no violentos, ya que, como reacción, podrían engendrar violencia” [10]. Como ha señalado Emanuele Castrucci, Benjamin comparte con Schmitt la conciencia crítica de la deformación liberal del lenguaje, perspectiva según la cual se puede mediar todo en toda la medida en la que se puede hablar de todo.
El lenguaje neutralizaría todo el espacio de la violencia, de la transgresión, de las posibilidades de lo absolutamente otro / absolutamente hostil, usando funcionalmente las propias categorías prácticas: el intercambio, la conversación informativa, la discusión no violenta. […] La descriptibilidad de la esencia del totalmente otro reduciría – a través del lenguaje – la naturaleza catastrófica de la violencia al juego-convención, fair play ilimitado y omnipotente [11].
En realidad, escribe Benjamin, cada contrato y cada compromiso, por cuanto pacíficamente acordados, tienen carácter coactivo, porque está implícita una violencia manifestable sólo en última instancia.
La deformación liberal del lenguaje
Sobre esta última instancia Carl Schmitt, el “zelote de la decisión” (según la definición de Taubes), fundó lo “político”. Eso, señala Schmitt, tiene “criterios propios que actúan […] en relación con los diversos ámbitos concretos, relativamente independientes, del pensamiento y de la acción humana”; estos ámbitos se basan en una distinción de fondo – bien y mal (Gut und Böse) para el plano moral, bello y feo (Schön und Häßlich) para el estético, útil y dañino (Nützlich und Schädlich) para la economía. Por analogía, también lo político se rige sobre una distinción específica, a la cual sea posible referir “el actuar político”, o bien “las acciones y los movimientos políticos” [12]. Como se sabe, Schmitt propone como definición conceptual (no exhaustiva) y como criterio (no con valor contenutístico) el par amigo-enemigo (Freund-Feind). Entre las diversas antítesis no existe una relación de fundación ni de identidad. La especificidad de la antítesis amigo-enemigo es la indicación “del grado extremo de intensidad de una unión o de una separación, de una asociación o de una disociación” [13], que subsiste independientemente de las distinciones morales, estéticas y económicas. El enemigo no es necesariamente malo, feo o dañino, y nada excluye que con él se puedan hacer buenos negocios; pero es su ser “existencialmente, en forma particularmente intensa, algo otro y extranjero”, su alteridad (Anderssein) lo que hace real la posibilidad de un conflicto en el caso extremo (Ernstfall). Tal autonomía de lo político no significa tanto que la política constituya un área delimitada, distinta, desde la que lo político indica la intensidad de una contraposición dada por existente, como su originalidad, que para Schmitt es sobre todo “inderivabilidad”, presencia primigenia y originaria; el concepto de “política”, de hecho, “implica el fin de la política ‘bien fundada”’ [14].
Sólo en la política se puede decidir si tal Anderssein, la alteridad existencial, es la negación del propio modo de existir, y eventualmente combatir lo extranjero (der Fremde). En la primera versión del Begriff se habla de la afirmación y la negación “ontológica de la propia forma de existencia” [15]. Es patente, señala Schmitt, que “en la realidad psicológica” se tiende a ver al enemigo como económicamente perjudicial, estéticamente feo y moralmente malo, pero esto no afecta a la autonomía del amigo-enemigo de las otras contraposiciones. Por el contrario, para comprender los conceptos de amigo y enemigo no hace falta considerarlos ideales típicos, metáforas, símbolos, ni hace falta comprometerlos con conceptos económicos, morales y estéticos.
Aquí llegamos a aquello que, siguiendo a Castrucci, hemos llamado conciencia crítica (benjaminiana-schmittiana) de la deformación liberal del lenguaje. El riesgo evidenciado por Schmitt es el de caer en la trampa del liberalismo, el cual reduce al enemigo a competir sobre el plano económico y a adversario de discusiones acerca de temas espirituales. Está clara la referencia al reaccionario Juan Donoso Cortés, que definía a la burguesía liberal como una clase que se sustrae a la decisión, una clase discutidora que “transfiere todas las actividades políticas al discurso, a la prensa y al Parlamento” [16]. El liberalismo se sustrae a lo “político”, confiando en reconducir a una solución privada (a través de la conversación) lo que nos afecta públicamente – a la pregunta de si él era un liberal, Schmitt respondió, “pregúnteselo a mi esposa”, lo que indica que liberal es un término que identifica, precisamente, virtudes privadas. Como bien resume Jean-François Kervégan, “le libéralisme est avant tout, selon les catégories schmittiennes, une entreprise intellectuelle de critique et même de dénégation de la politique» [17]. No es la charla eterna, sino la decisión lo que importa. A la pregunta “¿Cristo o Barrabás?” el liberalismo respondería, como ironizaba Donoso Cortés, “con el establecimiento de una comisión de investigación” [18]. Pero el enemigo no es el competidor vago o el adversario genérico. La dificultad que Schmitt encuentra en la explicación del concepto es dada por la falta, en el léxico, de una clara distinción entre enemigo público y privado, que empuja al jurista a hacer uso de los términos inimicus y ἐχθρός para enemigo privado, y hostis y πολέμιος en lugar de enemigo público, es decir de “un conjunto de hombres que combaten al menos virtualmente, es decir, en base a una posibilidad real” [19].
La posibilidad real de la muerte física
En cualquier caso, los conceptos de amigo y enemigo adquieren significado cuando se refieren a la guerra, la realización extrema de la hostilidad; no la guerra genérica, ni la lucha simbólica (como es la vida humana, dice Schmitt), sino la “posibilidad real de la muerte física” (die reale Möglichkeit der physischen Tötung). La esencia de lo político – póngase atención – no es la guerra misma, ni cada negociación política se resuelve en una confrontación militar. Lo que el pensador alemán quiere evidenciar es que lo “político” no existe sin la susodicha posibilidad de la muerte. Si la violent death, primun malum, en Hobbes caracteriza el estado de naturaleza (en rehuir la muerte violenta se llega a la cesión de derechos al soberano), en Schmitt la verdadera Möglichkeit der physischen Tötung es la condición necesaria para que el concepto de enemigo se mantenga en su sentido primero: la (posibilidad de la) guerra es el presupuesto de la política. Recuperando la máxima clausewitziana, a menudo malinterpretada, que querría la guerra como continuación de la política por otros medios, él especifica que el teórico militar prusiano entendía más bien la guerra como uno de los muchos instrumentos de la política: en términos schmittianos, ella es la ultima ratio del amigo-enemigo, la antítesis en base a la cual los pueblos se reagrupan desde siempre. No es pues la guerra derivada de la política, sino la política la que muestra la naturaleza “polemológica” del hombre.
Reconstruyendo la lógica de Schmitt, tenemos:
– la posibilidad real de la guerra constituye el presupuesto de lo político;
– la presencia del enemigo (hostis πολέμιος) precede lógicamente la posibilidad real de la guerra;
– el primer requisito de lo político, por lo tanto, es el enemigo público.
Digan lo que digan los críticos católicos, según los cuales el Sermón de la montaña va en contra de cualquier género de realismo político, la paradoja de la invitación a ser τέλειος (completo, perfecto, maduro), del mandamiento mismo de amar a los propios enemigos (“amad a vuestros enemigos y orar por vuestros perseguidores”, Mt. 5:48), está justo en presuponer la existencia del enemigo, más allá de lo privado y lo público. Para decirlo con Cacciari, “el simple hecho – que se tienen enemigos – es pre-potente respecto al amor” [20]. El amor es solicitado hacia el enemigo en cuanto tal, pero no suprime la existencia del enemigo – él, que nos persigue, que niega nuestra forma de existencia, es necesario. Siempre hay un enemigo hacia el que poner la otra mejilla, al cual dejar el manto si le sustrajeran la túnica, o hacia el que dirigir el perdón.
Posted on 19/07/2017 at 9:30 am in Autores, Contra el Imperio, Pensamiento, Reflexiones contemporáneas, Schmitt, Carl | RSS feed | Responder | Trackback URL
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