jueves, 25 de octubre de 2018

¿Será posible que aún no se den cuenta?




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¿Será posible que aún no se den cuenta?

 

 


Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra; sin entrar en detalles acerca de si efectivamente tropezamos dos o más veces con la misma, es un hecho que el ser humano, por más pruebas que la realidad le ofrezca de esto o de lo otro, olímpicamente las desecha y sigue aferrado a su creencia; no a una idea o juicio resultado de un análisis medianamente objetivo sino, repito, a una creencia.
¿Cuántas veces no hemos escuchado esta respuesta?: Yo creo que este candidato sí va a hacer cosas buenas por el pueblo mexicano, o por los que menos tienen. No habla de una conclusión producto de un análisis de un conjunto de datos e información sino de una creencia; es decir, de algo religioso.
Es común que creamos algo o en alguien, en vez de analizar los pocos o muchos elementos que tengamos para, con ellos llegar a esta o aquella conclusión. Lo nuestro pues, es la creencia, no la conclusión. ¿A quiénes beneficia esta conducta, profundamente arraigada entre nosotros los mexicanos? ¿Qué explica esta propensión a creer, antes que a analizar? ¿Quiénes son los beneficiarios de esa práctica? ¿Acaso los creyentes mismos?
Sin duda, sin que me atreva a afirmar que los beneficiarios son los políticos demagogos y sinvergüenzas que medran a costa de la ignorancia de decenas de millones quienes, antes que concluir creen, sí diría —sin temor a equivocarme— que los perjudicados claros y casi únicos son los creyentes mismos.
En países como el nuestro, donde las creencias religiosas gozan de una confianza ciega por parte de decenas de millones, la educación que se nos ha impartido nos lleva, de manera natural, a creer, no a analizar.  El sistema educativo, tanto en su vertiente pública como en la privada, ha privilegiado desde los años treinta del siglo pasado, creer, no analizar, no el juicio sino la creencia.
Esto, por perverso que haya sido y sea todavía en los tiempos que corren, permite a políticos —gobernantes, funcionarios y legisladores junto con dirigentes de partidos—, aprovecharse de la pereza mental y el conformismo de quienes jamás han intentado llevar a cabo el análisis más superficial de un político y sus promesas incumplibles.
Esa conducta permite dos cosas, igualmente negativas; una, las promesas incumplibles del candidato y los políticos en general —a sabiendas que jamás las cumplirán— y la otra, la resignación —casi religiosa— del ciudadano que a pesar de que es consciente de que lo prometido jamás será realidad, sin reticencia alguna cree en la palabra del político mentiroso.
Con electores que tienen profundamente arraigada esa costumbre de creer en vez de analizar, muy difícilmente —si no es que imposible— una democracia puede consolidarse en la mente de esos millones que como dije, prefieren creer antes que intentar, analizar —así fuere por encimita— las palabras melosas del mentiroso.
Lo que he dicho en los párrafos anteriores fue, hasta la saciedad, demostrado en el reciente proceso electoral; en él, decenas de millones —a pesar de los elementos probatorios de lo contrario—, creen que López cumplirá lo que, repito, es y será imposible de cumplir.
Hoy, a casi cuatro meses de las elecciones de este 1 de julio sorprende, no que grupos importantes de los más de 30 millones de electores que entregaron su voto a López se hayan desengañado del engaño del cual fueron objeto, sino que, más convencidos de lo que ya estaban, siguen creyendo en aquél.
Mantener esa posición no habla mal de López, sino de los electores que, por ningún motivo están dispuestos a dejar de creer en algo o en alguien; esa creencia es su asidero, es el clavo ardiendo al que se agarran como la tabla de salvación que le ofrecen al que está a punto de ahogarse.
Qué mal debe estar México, para que decenas de millones sigan, todavía hoy, aferrados a una creencia, no a una conclusión. ¡Pobre país!

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