En estas últimas casi tres décadas, caído el muro de Berlín y reconfigurados los poderes globales, el mundo ha cambiado mucho.
Cambios, de todos modos, que en absoluto han sido para beneficio de las grandes mayorías. Se han perdido conquistas históricas en el campo popular en lo tocante a aspectos laborales, se acentuaron más aún las diferencias Sur-Norte, se remilitarizó el planeta, siguió creciendo la catástrofe medioambiental. Hoy día, incluso, asistimos a un endurecimiento de las posiciones de derecha, rayanas ya en el neofascismo, con planteos racistas y supremacistas, dando como resultado una sucesión de pueblos que democráticamente optan por presidentes extremistas, neonazis, que mantienen furiosos discursos xenófobos y moralistas. Dicho de otro modo: poblaciones que alegremente eligen a sus verdugos. Si a ello se suma que los embates de la crisis financiera desatada en 2008 aún no han revertido, siendo ya tan aguda como la de 1930, todo indica que tenemos un escenario prebélico similar al que desató la Segunda Guerra Mundial. La diferencia es que ahora los “juguetes” militares tienen un poderío infernalmente superior a los de aquel entonces, y una aventura bélica puede degenerar en el fin de la humanidad completa.
En otros términos: hoy por hoy, caídos –que no extinguidos– los ideales socialistas que condujeron las luchas populares durante buena parte del siglo XX, triunfaron ampliamente las fuerzas del capital en su versión más ultraconservadora. Todo indica, sin dudas, que ese triunfo cambió las cosas para largo. No “terminó la historia”, como se pretendió algunos años atrás (Francis Fukuyama tuvo la desfachatez de proponerlo); pero la naturaleza del cambio en juego es, definitivamente, muy profunda, y revertirla se ve como algo muy lejano en estos momentos. La revolución socialista, tal como están hoy las cosas, está aún en espera (larga espera).
Como parte de ese triunfo, en estos momentos inapelable, se da un proceso muy particular consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas vencedoras, del discurso que unos años atrás fuera patrimonio de las izquierdas políticas. Pero de ninguna manera esto tiene lugar por una evolución progresista de la situación internacional, por un mejoramiento de las condiciones humanas generales. Este cambio, sutilmente, puede terminar funcionando como una mordaza contra cualquier forma de descontento, de protesta. Los discursos de género y étnico, por ejemplo –sin con esto quitarles en absoluto su inestimable valor transformador– en buena medida pasaron a ser “moda” aceptada por el establishment. Hablar de derechos humanos no es peligroso; al contrario, es “políticamente correcto”.
Cultura de derechos humanos
Los derechos humanos, en tanto forma de reivindicación de los principios que fundamentan la igualdad entre todos los miembros de la especie humana, tienen ya una larga historia, y no son, en realidad, patrimonio del pensamiento de izquierda, del socialismo en ninguna de sus versiones. Surgieron con la burguesía moderna. El mundo moderno, la concepción política y social de la industria capitalista, tiene como punto de partida justamente los derechos humanos. Claro que –valga la salvedad– estos derechos (los llamados “de primera generación”) son de carácter individual, atañen al ciudadano, a la figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan fecundo en la historia –los iluministas franceses (Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Diderot), los padres fundadores norteamericanos (Washington, Jefferson, Franklin), ubicados todos en los finales del siglo XVIII– concibieron un mundo de las libertades del individuo, superando así los lastres todavía feudales, monárquicos y teocéntricos con que se movían las sociedades europeas de ese entonces, y sus respectivas colonias al otro lado del Atlántico (lastres que, en muchos casos, persisten aún en algunos países, no los llamados “centrales” sino en los “periféricos”, en el Tercer Mundo, donde la idea de derechos humanos sigue siendo vista como una bandera de la izquierda).
Pero de ninguna manera estos derechos, la formulación teórica de esos principios, su visión fundamentalmente jurídica, pueden conectarse con lo que, un siglo más tarde estaría proponiendo el materialismo histórico y la profunda revolución teórica impulsada por sus fundadores, Marx y Engels. En ellos no se trata de “mejorar la sociedad existente” sino de “construir una nueva” aboliendo la preexistente. El socialismo no es “políticamente correcto”: es revolucionario, lo cual es muy distinto.
La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadanode 1789, surgida en la Revolución Francesa (machista, ni siquiera se menciona a la mujer, de ahí que dos años más tarde de su aparición Olympe de Gougesproclamó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana), no contempla como un eje fundamental la estructura económico-social. El acento estaba puesto totalmente en el ciudadano como ente político: libertad de expresión, de asociación, de locomoción. Debieron pasar años –y correr mucha sangre, con interminables listas de mártires que dieron su vida por cambiar esa sociedad– para que las diferencias económicas fueran consideradas igualmente como algo atinente al ámbito de los derechos humanos generales (los llamados derechos colectivos, derechos “de segunda generación”); y mucho más aún para que se consideraran los llamados universales (“de tercera generación”): derecho a la paz, a un medio ambiente sano. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) contempla todas esas “generaciones”, agregándose luego una cuarta: los derechos de las minorías, indicando el respeto debido a los “diferentes” del colectivo, pero en todos los casos, lo económico-social es siempre visto en una perspectiva de “corrección política” (por ejemplo: derecho al trabajo, o a un salario justo), presuponiendo “natural” la explotación, es decir: la confrontación de clases sociales).
De todos modos, por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su historia, el campo de los derechos humanos sigue estando asociado fundamentalmente a la esfera político-civil. Si bien no es una especialidad jurídica, todo apunta a esa identificación. En una aproximación rápida –y sin dudas superficial– puede llegar a identificárselos con democracia –hoy día palabra ya muy desgastada, que a base de tanto manoseo significa todo y no significa nada. En su nombre, por ejemplo, puede invadirse otro país y matarse seres humanos–. Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) han invadido numerosas veces a naciones soberanas para “restablecer la democracia”. Incomprensible para un extraterrestre, pero esa es la dura realidad humana, con la que se nos bombardea a diario desde los medios masivos de comunicación con los que se moldea la opinión pública.
Si bien en los países latinoamericanos ha ido tomando en los años recientes un cariz de denuncia, el tema de los derechos humanos no necesariamente está ligado a los proyectos políticos de izquierda. De todos modos, su formulación puede conllevar algo de contestatario, en tanto abre una crítica contra una situación dada (cualquiera fuere, sin incluir allí forzosamente una lectura de la sociedad en términos de luchas de clases: denuncia cualquier tipo de discriminación, de injusticia). De acuerdo al contexto en que se haga, levantar la voz contra el Estado como violador de derechos humanos puede tener un sentido de profunda acusación, y por tanto, de proyecto de transformación. En Latinoamérica, más aún en las pasadas décadas cuando los Estados contrainsurgentes se constituyeron en los peores violadores de derechos humanos (Estados contrainsurgentes y terroristas en el marco de la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional), violadores del derecho básico y primordial del derecho a la vida incluso, con masacres y desaparición forzada de personas, levantar la voz contra esas tropelías era profundamente subversivo. En esas latitudes los poderes dominantes criminalizaron los derechos humanos, y hoy no es infrecuente ver que se los liga –interesadamente, por supuesto– a la idea de “defensa de los delincuentes”, así como años atrás se los ligaba a “defensa de guerrilleros subversivos”. Pero los derechos humanos no tienen forzosamente el color de la izquierda.
Protestar, o incluso demandar al Estado porque permitió, por ejemplo, la construcción de un aeropuerto muy cerca de una ciudad dado que eso hace molesta la vida cotidiana de sus habitantes por el ruido excesivo (escenario posible en un país escandinavo, digamos), no conlleva ninguna semilla de transformación social. Es, simplemente, una protesta respecto a algo que atenta contra la calidad de vida. Como vemos, entonces, el campo de los derechos humanos es tremendamente amplio y puede dar para un enorme abanico de posibilidades. Más aún: en países como los escandinavos donde las necesidades primarias están totalmente resueltas, tiene pleno sentido preocuparse por la calidad de vida y atacar esos excesos del Estado; en la mayoría del mundo, el Sur, el Tercer Mundo, donde “la vida no vale nada”, seguir vivo cada día ya es un logro. Dada la pobreza crónica y la violencia demencial que les inunda, la calidad de vida (protestar por la cercanía de un aeropuerto, o por el no maltrato a los osos panda, por ejemplo) suena a chiste de mal gusto.
Plantear cambios profundos, o incluso plantear cualquier cambio, ha sido hasta ahora una afrenta intolerable para los poderes constituidos, que son siempre conservadores, en cualquier parte del mundo. Sin embargo hoy, en esta fase de triunfo absoluto del capital, se da este fenómeno del avance de un pensamiento que recoge la idea de derechos humanos; es posible decir en voz alta todo aquello por lo que hace algunas décadas se masacraban poblaciones completas. En ese sentido podríamos estar tentados de considerar que ha habido un progreso político, cultural. Tenemos el derecho a exigir respeto a la vida tanto como condiciones dignas de vida; por tanto todos podemos expresar abiertamente tener derecho a vivir en paz, a no ser discriminados por ningún motivo, a expresar sin temor nuestra opción sexual o nuestra preferencia religiosa. Cosas quizá impensable en el marco de la Guerra Fría, donde una visión maniquea de la realidad no permitía estos matices, importantísimos sin duda, y donde todo se reducía al modelo económico en juego: o se estaba con un bloque ideológico (derecha capitalista, liderado por Estados Unidos) o con el otro (izquierda socialista, comandado por la Unión Soviética). Lo demás no contaba.
Sobre el “progreso” ético
Insistamos con la idea: podemos estar tentados de considerar que hay una sustantiva mejoría en la condición humana. Hoy, en medio de una ya extendida cultura de derechos humanos, no se podría linchar impunemente a una persona negra –como pocas décadas atrás todavía hacía el Ku Klux Klan en el sur de Estados Unidos–, y hasta, por el contrario, un afrodescendiente puede ocupar la Casa Blanca (Barack Obama); o nadie agrediría públicamente a un homosexual por su condición de tal –al menos en Occidente– sin consecuencias legales. Aunque se los siga explotando de manera inmisericorde, nadie se atrevería a mencionar en público algo insultante contra los pueblos originarios del continente americano, y en cualquier país de Latinoamérica ya no sorprende que su presidente sea una mujer, pese al machismo patriarcal todavía reinante. No hay dudas que se ha dado un paso adelante, por lo menos en lo declarado. Lo “políticamente correcto”, siempre de la mano de la idea de derechos humanos, se ha impuesto en forma universal.
Sin embargo –y esto es lo que debe puntualizarse con preocupación– en nombre de los derechos humanos (asimilándolos al discurso de la democracia) se pueden esconder situaciones de la mayor injusticia. En su nombre se puede hacer cualquier cosa. Sólo para ejemplificarlo con algo que ya hemos olvidado, pero que sigue siendo una herida abierta: en Kosovo, en plena Europa, hace apenas unos años se masacró a población civil llegándose a hablar con toda tranquilidad de “bombardeos humanitarios” (sic) en nombre de los derechos humanos. O en su nombre, por ejemplo, se puede llamar a la “resolución pacífica de conflictos” (un conflicto gremial, digamos) allí donde en realidad no hay conflictos sino reivindicaciones legítimas.
El discurso de los derechos humanos es universal; pero por ello mismo es tan amplio que da lugar a todo. Es el Estado quien debe, en principio, garantizar su cumplimiento. Pero si las políticas impuestas por la globalización del capital van contra el Estado: ¿a quién se lo exigimos entonces? Si se toma al pie de la letra lo que los derechos humanos nos confieren como facultades para la población, y se exige en consecuencia –aunque no sepamos claramente a quién exigirle–, si se los pone en práctica, por fuerza se abren confrontaciones: si todos tenemos derechos a una vida digna, sin dudas alguien demasiado “afortunado” en la distribución de las riquezas tendrá que renunciar a sus derechos a la propiedad (pocas manos detentan el 50% de la riqueza total del mundo); si todos tenemos derecho a la paz, hay que terminar con la industria bélica y la hegemonía militarista estadounidense, que gasta 35 000 dólares por segundo en aprovisionamientos para la guerra (¿alguien sabe cómo hacerlo?); si todos tenemos derecho a un medio ambiente sano, ¿cómo cambiamos el modelo de desarrollo insostenible en curso que inexorablemente nos lleva a una catástrofe medioambiental global?, ¿a quién se le exige ese cambio?
Con todo esto, en definitiva, queremos decir que en la forma en que se concibe todo el campo de los derechos humanos existe el riesgo (insistamos: existe el riesgo, lo cual no significa que ello pase siempre) de quedarse en un discurso vacío, sin incidencia en la realidad. El epígrafe del presente texto lo dice de un modo tragicómico: el socialismo científico de Marx y Engels nos dan la pista de cómo es una sociedad y por dónde van las cosas para cambiarla. Los llamados derechos humanos son una pátina prometedora, pero que se queda inexorablemente en la promesa.
Mucho de las agendas de la izquierda de hace un par décadas es asumido hoy como plataforma de los grandes factores de poder, incluidos los derechos humanos. ¿No es, como mínimo, llamativo este corrimiento? La izquierda global, definitivamente, hoy está huérfana de propuesta. Eso no significa que el conflicto inmanente que denuncia el socialismo (lucha de clases) esté resuelto: significa que la pícara y oportunista derecha sabe muy bien qué hace, y le ha tapado la boca al discurso de izquierda. Lo cual lleva a plantearse urgentemente y con necesidad imperiosa por qué el campo popular y el ideario socialista están tan golpeados, y cómo hacer para rehabilitarlos en su genuino y justo poder transformador.
Cambios, de todos modos, que en absoluto han sido para beneficio de las grandes mayorías. Se han perdido conquistas históricas en el campo popular en lo tocante a aspectos laborales, se acentuaron más aún las diferencias Sur-Norte, se remilitarizó el planeta, siguió creciendo la catástrofe medioambiental. Hoy día, incluso, asistimos a un endurecimiento de las posiciones de derecha, rayanas ya en el neofascismo, con planteos racistas y supremacistas, dando como resultado una sucesión de pueblos que democráticamente optan por presidentes extremistas, neonazis, que mantienen furiosos discursos xenófobos y moralistas. Dicho de otro modo: poblaciones que alegremente eligen a sus verdugos. Si a ello se suma que los embates de la crisis financiera desatada en 2008 aún no han revertido, siendo ya tan aguda como la de 1930, todo indica que tenemos un escenario prebélico similar al que desató la Segunda Guerra Mundial. La diferencia es que ahora los “juguetes” militares tienen un poderío infernalmente superior a los de aquel entonces, y una aventura bélica puede degenerar en el fin de la humanidad completa.
En otros términos: hoy por hoy, caídos –que no extinguidos– los ideales socialistas que condujeron las luchas populares durante buena parte del siglo XX, triunfaron ampliamente las fuerzas del capital en su versión más ultraconservadora. Todo indica, sin dudas, que ese triunfo cambió las cosas para largo. No “terminó la historia”, como se pretendió algunos años atrás (Francis Fukuyama tuvo la desfachatez de proponerlo); pero la naturaleza del cambio en juego es, definitivamente, muy profunda, y revertirla se ve como algo muy lejano en estos momentos. La revolución socialista, tal como están hoy las cosas, está aún en espera (larga espera).
Como parte de ese triunfo, en estos momentos inapelable, se da un proceso muy particular consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas vencedoras, del discurso que unos años atrás fuera patrimonio de las izquierdas políticas. Pero de ninguna manera esto tiene lugar por una evolución progresista de la situación internacional, por un mejoramiento de las condiciones humanas generales. Este cambio, sutilmente, puede terminar funcionando como una mordaza contra cualquier forma de descontento, de protesta. Los discursos de género y étnico, por ejemplo –sin con esto quitarles en absoluto su inestimable valor transformador– en buena medida pasaron a ser “moda” aceptada por el establishment. Hablar de derechos humanos no es peligroso; al contrario, es “políticamente correcto”.
Cultura de derechos humanos
Los derechos humanos, en tanto forma de reivindicación de los principios que fundamentan la igualdad entre todos los miembros de la especie humana, tienen ya una larga historia, y no son, en realidad, patrimonio del pensamiento de izquierda, del socialismo en ninguna de sus versiones. Surgieron con la burguesía moderna. El mundo moderno, la concepción política y social de la industria capitalista, tiene como punto de partida justamente los derechos humanos. Claro que –valga la salvedad– estos derechos (los llamados “de primera generación”) son de carácter individual, atañen al ciudadano, a la figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan fecundo en la historia –los iluministas franceses (Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Diderot), los padres fundadores norteamericanos (Washington, Jefferson, Franklin), ubicados todos en los finales del siglo XVIII– concibieron un mundo de las libertades del individuo, superando así los lastres todavía feudales, monárquicos y teocéntricos con que se movían las sociedades europeas de ese entonces, y sus respectivas colonias al otro lado del Atlántico (lastres que, en muchos casos, persisten aún en algunos países, no los llamados “centrales” sino en los “periféricos”, en el Tercer Mundo, donde la idea de derechos humanos sigue siendo vista como una bandera de la izquierda).
Pero de ninguna manera estos derechos, la formulación teórica de esos principios, su visión fundamentalmente jurídica, pueden conectarse con lo que, un siglo más tarde estaría proponiendo el materialismo histórico y la profunda revolución teórica impulsada por sus fundadores, Marx y Engels. En ellos no se trata de “mejorar la sociedad existente” sino de “construir una nueva” aboliendo la preexistente. El socialismo no es “políticamente correcto”: es revolucionario, lo cual es muy distinto.
La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadanode 1789, surgida en la Revolución Francesa (machista, ni siquiera se menciona a la mujer, de ahí que dos años más tarde de su aparición Olympe de Gougesproclamó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana), no contempla como un eje fundamental la estructura económico-social. El acento estaba puesto totalmente en el ciudadano como ente político: libertad de expresión, de asociación, de locomoción. Debieron pasar años –y correr mucha sangre, con interminables listas de mártires que dieron su vida por cambiar esa sociedad– para que las diferencias económicas fueran consideradas igualmente como algo atinente al ámbito de los derechos humanos generales (los llamados derechos colectivos, derechos “de segunda generación”); y mucho más aún para que se consideraran los llamados universales (“de tercera generación”): derecho a la paz, a un medio ambiente sano. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) contempla todas esas “generaciones”, agregándose luego una cuarta: los derechos de las minorías, indicando el respeto debido a los “diferentes” del colectivo, pero en todos los casos, lo económico-social es siempre visto en una perspectiva de “corrección política” (por ejemplo: derecho al trabajo, o a un salario justo), presuponiendo “natural” la explotación, es decir: la confrontación de clases sociales).
De todos modos, por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su historia, el campo de los derechos humanos sigue estando asociado fundamentalmente a la esfera político-civil. Si bien no es una especialidad jurídica, todo apunta a esa identificación. En una aproximación rápida –y sin dudas superficial– puede llegar a identificárselos con democracia –hoy día palabra ya muy desgastada, que a base de tanto manoseo significa todo y no significa nada. En su nombre, por ejemplo, puede invadirse otro país y matarse seres humanos–. Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) han invadido numerosas veces a naciones soberanas para “restablecer la democracia”. Incomprensible para un extraterrestre, pero esa es la dura realidad humana, con la que se nos bombardea a diario desde los medios masivos de comunicación con los que se moldea la opinión pública.
Nunca tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre como ahora”, según Rosalina Tuyuc, dirigente indígena guatemalteca.Derechos humanos e izquierda
Si bien en los países latinoamericanos ha ido tomando en los años recientes un cariz de denuncia, el tema de los derechos humanos no necesariamente está ligado a los proyectos políticos de izquierda. De todos modos, su formulación puede conllevar algo de contestatario, en tanto abre una crítica contra una situación dada (cualquiera fuere, sin incluir allí forzosamente una lectura de la sociedad en términos de luchas de clases: denuncia cualquier tipo de discriminación, de injusticia). De acuerdo al contexto en que se haga, levantar la voz contra el Estado como violador de derechos humanos puede tener un sentido de profunda acusación, y por tanto, de proyecto de transformación. En Latinoamérica, más aún en las pasadas décadas cuando los Estados contrainsurgentes se constituyeron en los peores violadores de derechos humanos (Estados contrainsurgentes y terroristas en el marco de la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional), violadores del derecho básico y primordial del derecho a la vida incluso, con masacres y desaparición forzada de personas, levantar la voz contra esas tropelías era profundamente subversivo. En esas latitudes los poderes dominantes criminalizaron los derechos humanos, y hoy no es infrecuente ver que se los liga –interesadamente, por supuesto– a la idea de “defensa de los delincuentes”, así como años atrás se los ligaba a “defensa de guerrilleros subversivos”. Pero los derechos humanos no tienen forzosamente el color de la izquierda.
Protestar, o incluso demandar al Estado porque permitió, por ejemplo, la construcción de un aeropuerto muy cerca de una ciudad dado que eso hace molesta la vida cotidiana de sus habitantes por el ruido excesivo (escenario posible en un país escandinavo, digamos), no conlleva ninguna semilla de transformación social. Es, simplemente, una protesta respecto a algo que atenta contra la calidad de vida. Como vemos, entonces, el campo de los derechos humanos es tremendamente amplio y puede dar para un enorme abanico de posibilidades. Más aún: en países como los escandinavos donde las necesidades primarias están totalmente resueltas, tiene pleno sentido preocuparse por la calidad de vida y atacar esos excesos del Estado; en la mayoría del mundo, el Sur, el Tercer Mundo, donde “la vida no vale nada”, seguir vivo cada día ya es un logro. Dada la pobreza crónica y la violencia demencial que les inunda, la calidad de vida (protestar por la cercanía de un aeropuerto, o por el no maltrato a los osos panda, por ejemplo) suena a chiste de mal gusto.
Plantear cambios profundos, o incluso plantear cualquier cambio, ha sido hasta ahora una afrenta intolerable para los poderes constituidos, que son siempre conservadores, en cualquier parte del mundo. Sin embargo hoy, en esta fase de triunfo absoluto del capital, se da este fenómeno del avance de un pensamiento que recoge la idea de derechos humanos; es posible decir en voz alta todo aquello por lo que hace algunas décadas se masacraban poblaciones completas. En ese sentido podríamos estar tentados de considerar que ha habido un progreso político, cultural. Tenemos el derecho a exigir respeto a la vida tanto como condiciones dignas de vida; por tanto todos podemos expresar abiertamente tener derecho a vivir en paz, a no ser discriminados por ningún motivo, a expresar sin temor nuestra opción sexual o nuestra preferencia religiosa. Cosas quizá impensable en el marco de la Guerra Fría, donde una visión maniquea de la realidad no permitía estos matices, importantísimos sin duda, y donde todo se reducía al modelo económico en juego: o se estaba con un bloque ideológico (derecha capitalista, liderado por Estados Unidos) o con el otro (izquierda socialista, comandado por la Unión Soviética). Lo demás no contaba.
Sobre el “progreso” ético
Insistamos con la idea: podemos estar tentados de considerar que hay una sustantiva mejoría en la condición humana. Hoy, en medio de una ya extendida cultura de derechos humanos, no se podría linchar impunemente a una persona negra –como pocas décadas atrás todavía hacía el Ku Klux Klan en el sur de Estados Unidos–, y hasta, por el contrario, un afrodescendiente puede ocupar la Casa Blanca (Barack Obama); o nadie agrediría públicamente a un homosexual por su condición de tal –al menos en Occidente– sin consecuencias legales. Aunque se los siga explotando de manera inmisericorde, nadie se atrevería a mencionar en público algo insultante contra los pueblos originarios del continente americano, y en cualquier país de Latinoamérica ya no sorprende que su presidente sea una mujer, pese al machismo patriarcal todavía reinante. No hay dudas que se ha dado un paso adelante, por lo menos en lo declarado. Lo “políticamente correcto”, siempre de la mano de la idea de derechos humanos, se ha impuesto en forma universal.
Sin embargo –y esto es lo que debe puntualizarse con preocupación– en nombre de los derechos humanos (asimilándolos al discurso de la democracia) se pueden esconder situaciones de la mayor injusticia. En su nombre se puede hacer cualquier cosa. Sólo para ejemplificarlo con algo que ya hemos olvidado, pero que sigue siendo una herida abierta: en Kosovo, en plena Europa, hace apenas unos años se masacró a población civil llegándose a hablar con toda tranquilidad de “bombardeos humanitarios” (sic) en nombre de los derechos humanos. O en su nombre, por ejemplo, se puede llamar a la “resolución pacífica de conflictos” (un conflicto gremial, digamos) allí donde en realidad no hay conflictos sino reivindicaciones legítimas.
El discurso de los derechos humanos es universal; pero por ello mismo es tan amplio que da lugar a todo. Es el Estado quien debe, en principio, garantizar su cumplimiento. Pero si las políticas impuestas por la globalización del capital van contra el Estado: ¿a quién se lo exigimos entonces? Si se toma al pie de la letra lo que los derechos humanos nos confieren como facultades para la población, y se exige en consecuencia –aunque no sepamos claramente a quién exigirle–, si se los pone en práctica, por fuerza se abren confrontaciones: si todos tenemos derechos a una vida digna, sin dudas alguien demasiado “afortunado” en la distribución de las riquezas tendrá que renunciar a sus derechos a la propiedad (pocas manos detentan el 50% de la riqueza total del mundo); si todos tenemos derecho a la paz, hay que terminar con la industria bélica y la hegemonía militarista estadounidense, que gasta 35 000 dólares por segundo en aprovisionamientos para la guerra (¿alguien sabe cómo hacerlo?); si todos tenemos derecho a un medio ambiente sano, ¿cómo cambiamos el modelo de desarrollo insostenible en curso que inexorablemente nos lleva a una catástrofe medioambiental global?, ¿a quién se le exige ese cambio?
Con todo esto, en definitiva, queremos decir que en la forma en que se concibe todo el campo de los derechos humanos existe el riesgo (insistamos: existe el riesgo, lo cual no significa que ello pase siempre) de quedarse en un discurso vacío, sin incidencia en la realidad. El epígrafe del presente texto lo dice de un modo tragicómico: el socialismo científico de Marx y Engels nos dan la pista de cómo es una sociedad y por dónde van las cosas para cambiarla. Los llamados derechos humanos son una pátina prometedora, pero que se queda inexorablemente en la promesa.
Mucho de las agendas de la izquierda de hace un par décadas es asumido hoy como plataforma de los grandes factores de poder, incluidos los derechos humanos. ¿No es, como mínimo, llamativo este corrimiento? La izquierda global, definitivamente, hoy está huérfana de propuesta. Eso no significa que el conflicto inmanente que denuncia el socialismo (lucha de clases) esté resuelto: significa que la pícara y oportunista derecha sabe muy bien qué hace, y le ha tapado la boca al discurso de izquierda. Lo cual lleva a plantearse urgentemente y con necesidad imperiosa por qué el campo popular y el ideario socialista están tan golpeados, y cómo hacer para rehabilitarlos en su genuino y justo poder transformador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario