“Acabar con la asimetría penal por cuestiones de sexo”. Esta
frase, pronunciada durante la campaña electoral de 2016, desató una
enorme tormenta. Todos los partidos, de izquierda o derecha, excepto la
formación que la había incluido de manera disimulada en su programa, se
rasgaron las vestiduras y tacharon la ocurrencia de barbaridad. Como una
manada de lobos al olor de la sangre, se lanzaron de inmediato sobre su
presa. Fue entonces cuando el socialista Antonio Hernando
afirmó: “Si ustedes no son conscientes de que las mujeres mueren y son
asesinadas precisamente por ser mujeres, es que no han entendido nada”.
Con estas palabras, Hernando había dejado al descubierto la mentira
nuclear de la Violencia de Género.
El principio de igualdad ante la ley constituye el pilar básico de la democracia moderna. Y una de sus consecuencias lógicas es que los delitos deben quedar definidos por la propia naturaleza del acto y no por el grupo social al que pertenece quien lo comete. La LIVG viola este principio al establecer el delito de autor, una aberración que se suponía extinguida con la caída de los regímenes totalitarios del pasado siglo XX. Contempla determinadas conductas que constituyen delito si las lleva a cabo un hombre, pero no lo son si las comete una mujer, al igual que en la Alemania Nazi determinados actos eran punibles si los cometía un judío, pero no si los llevaba a cabo un ario. Lo mismo sucedía en la Sudáfrica del apartheid racial. Entonces, tal como hoy, sus promotores inventaron justificaciones absurdas que, desgraciadamente, convencieron a buena parte del público.
Los defensores de esta regresión argumentan que la asimetría legal tiene el loable fin de proteger a las mujeres de los hombres. Y para que este loable fin justifique los medios empleados, construyen una imagen distorsionada de la sociedad, estableciendo el principio de que toda relación hombre-mujer es en esencia una relación de poder, donde el varón sometería sistemáticamente a la mujer. Es el llamado heteropatriarcado.
En esta recreación de la realidad, la imposición del concepto de Violencia de Género es la clave de bóveda. Sirve para establecer el principio indiscutible (que luego derivará en leyes) de que las mujeres son agredidas sistemáticamente por el hecho de ser mujeres (violencia-de-género). Así, los conflictos no se analizarán de manera individualizada, como es la norma con cualquier delito o falta. Todo homicidio, agresión, vejación, menosprecio o desconsideración de una persona varón hacia una persona mujer se juzgará desde la perspectiva del machismo imperante.
Este sesgo llega a derivar en la afirmación de que existe un “terrorismo machista”. Los homicidas formarían parte de un concilíabulo, aunque no exista ninguna relación, ni siquiera indirecta, entre ellos. La expresión “nos están matando”, que las activistas repiten, pretende establecer la idea de que, en efecto, existe un “colectivo hombres” que se dedica a atentar sistemáticamente contra las mujeres… por el simple hecho de ser mujeres.
Lo cierto es que, desde prácticamente cualquier perspectiva estadística, España es uno de los mejores países del mundo para nacer mujer. De hecho, en un importante estudio de la FRA-Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, se preguntó a las mujeres si habían sufrido violencia física o sexual. Los países miembros que encabezaron la lista por número de casos fueron Dinamarca (52%), Finlandia (47%), Suecia (46%) y Francia y Reino Unido, con un 44%. Porcentualmente, España tiene uno de los más bajos: el 22%. Consideración a parte, en estos porcentajes están agregadas percepciones, no hechos.
Sin embargo, todas estas evidencias rara vez son reflejadas por los medios de información o por los partidos políticos. Muy al contrario, se difunde la idea de que la sociedad española es extremadamente machista, que subyace en ella una intensa “violencia estructural”. Y cada muerte de una mujer a manos de un hombre es publicitada con abundancia de detalles a través de los medios de información, creándose una especie de marcador deportivo, donde se va anotando y publicitando el siniestro tanteo.
Pero los hechos son tozudos. Que medie un varón no parece ser condición indispensable para que exista violencia doméstica. Su incidencia es igual, o incluso levemente superior, en las parejas homosexuales y lesbianas que en las heterosexuales. En toda relación afectiva, donde median las emociones y los sentimientos, los conflictos son inevitables. Y en determinados casos estos conflictos, lejos de canalizarse correctamente, degeneran en violencia. Circunstancia que tiene que ver con numerosos factores de riesgo, no solo el sexo.
En lo que va de año, se han producido la menos 19 casos de intentos de homicidio de mujeres a sus parejas (los consumados ascienden a 10). Y las agresiones flagrantes, como golpear a la pareja de forma reiterada con un objeto contundente o punzante causando graves lesiones, multiplican esa cifra.
A estos sucesos habría que sumar las agresiones a hijos y ancianos por parte de mujeres, en algunos casos, con resultado de muerte. De hecho, las mujeres son responsables del 70% de los infanticidios. Lo que seguramente tenga una explicación no relacionada con la identidad sexual.
Es evidente que la violencia femenina no goza de la misma publicidad que la masculina; mucho menos es analizada desde la perspectiva de género, sino que estos casos son tratados como sucesos aleatorios, inconexos entre sí, como debe ser.
Sin embargo, si todos estos sucesos se agruparan bajo el paraguas de la perspectiva de género, aplicando la misma vara de medir que se aplica a los varones, habría que concluir que, en España, existe también una violencia estructural femenina.
Pero eso sería reproducir la falacia de la VG, solo que a la inversa. Y quizá se estimularía una especie de movimiento masculinista que no haría sino cooperar en la consecución del fin perseguido: la división de la sociedad en identidades y colectivos según el sexo.
La realidad es que el mundo no siempre es bello ni bueno. En ocasiones, resulta violento… pero para todos. En él se asesinan mujeres, se asesinan hombres y se asesinan niños.
El sentimiento de posesión y los celos incontrolados que dan lugar a actos como sustraer el móvil a la pareja para controlar sus contactos y mensajes, degradar su dignidad, descalificarla, silenciarla o someterla, bien mediante la violencia física o bien mediante la violencia psicológica, serían comportamientos prevalentes en los jóvenes varones.
La realidad, sin embargo, es diferente. Estas conductas están equitativamente repartidas entre chicos y chicas. De hecho, en algunos aspectos, las chicas resultarían algo más agresivas, como muestran las siguientes tablas:
Lo obvio: la VG y la quiebra democrática
Se abunda, y con razón, en lo que es obvio, que las leyes de violencia de género suponen un atentado contra el principio fundamental de la democracia: la igualdad ante la ley. De hecho, este error jurídico se ha convertido en una realidad gracias a que se han impuesto a este principio otros aspectos muy poco fiables, como el estado de opinión del momento o una alarma social generada de forma artificial.El principio de igualdad ante la ley constituye el pilar básico de la democracia moderna. Y una de sus consecuencias lógicas es que los delitos deben quedar definidos por la propia naturaleza del acto y no por el grupo social al que pertenece quien lo comete. La LIVG viola este principio al establecer el delito de autor, una aberración que se suponía extinguida con la caída de los regímenes totalitarios del pasado siglo XX. Contempla determinadas conductas que constituyen delito si las lleva a cabo un hombre, pero no lo son si las comete una mujer, al igual que en la Alemania Nazi determinados actos eran punibles si los cometía un judío, pero no si los llevaba a cabo un ario. Lo mismo sucedía en la Sudáfrica del apartheid racial. Entonces, tal como hoy, sus promotores inventaron justificaciones absurdas que, desgraciadamente, convencieron a buena parte del público.
Promover un enfoque radicalmente diferente no implica desentenderse de las personas que sufren violencia por parte de sus parejas o exparejas, tampoco renunciar a la igualdad efectiva entre hombres y mujeresPor si esto no fuera suficiente, la LIVG ha provocado que el derecho penal sea utilizado de forma abusiva. En lugar de reservarlo para lo que fue ideado, para casos graves, introduce el delito, de forma sesgada y discriminatoria, en cualquier discusión de pareja que suba de tono y emplee palabras vulgares. Cualquier actitud como insultos, comportamientos poco educados o menosprecios de un hombre a una mujer, nunca al revés, se convierten en delitos, cuando frecuentemente no son más que meras manifestaciones de grosería o, a lo sumo, faltas. Cualquier conflicto en una relación hombre-mujer ahora puede ser judicializado.
Lo menos obvio: la regresión
Que una característica biológica que no es elegible, como el sexo, sirva para adjudicar derechos diferentes a las personas y constituirlas de manera forzada en identidades y colectivos segregados es mucho más que un error. No solo se conculca el principio de igualdad ante la ley, sino que, además, al clasificar a las personas en grupos según su sexo, estableciendo derechos diferentes para cada grupo, se regresa a la vieja sociedad estamental, algo que las democracias liberales habían dejado atrás.Los defensores de esta regresión argumentan que la asimetría legal tiene el loable fin de proteger a las mujeres de los hombres. Y para que este loable fin justifique los medios empleados, construyen una imagen distorsionada de la sociedad, estableciendo el principio de que toda relación hombre-mujer es en esencia una relación de poder, donde el varón sometería sistemáticamente a la mujer. Es el llamado heteropatriarcado.
En esta recreación de la realidad, la imposición del concepto de Violencia de Género es la clave de bóveda. Sirve para establecer el principio indiscutible (que luego derivará en leyes) de que las mujeres son agredidas sistemáticamente por el hecho de ser mujeres (violencia-de-género). Así, los conflictos no se analizarán de manera individualizada, como es la norma con cualquier delito o falta. Todo homicidio, agresión, vejación, menosprecio o desconsideración de una persona varón hacia una persona mujer se juzgará desde la perspectiva del machismo imperante.
Este sesgo llega a derivar en la afirmación de que existe un “terrorismo machista”. Los homicidas formarían parte de un concilíabulo, aunque no exista ninguna relación, ni siquiera indirecta, entre ellos. La expresión “nos están matando”, que las activistas repiten, pretende establecer la idea de que, en efecto, existe un “colectivo hombres” que se dedica a atentar sistemáticamente contra las mujeres… por el simple hecho de ser mujeres.
Datos y cámara de eco
En todo mal hay un umbral mínimo a partir de cual es cada vez más difícil reducir la siniestralidad. Y en España, según las cifras de la OCDE, parece que en la llamada violencia de género lo alcanzamos hace tiempo. Llevamos gastadas decenas de miles de millones de euros, adoptadas cientos de medidas y redactadas numerosas leyes y, sin embargo, la media de mujeres asesinadas permanece invariable, antes y después de la aprobación de la LIVG: media 1999-2003: 58,4 / media 2005-2018: 59,4.Lo cierto es que, desde prácticamente cualquier perspectiva estadística, España es uno de los mejores países del mundo para nacer mujer. De hecho, en un importante estudio de la FRA-Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, se preguntó a las mujeres si habían sufrido violencia física o sexual. Los países miembros que encabezaron la lista por número de casos fueron Dinamarca (52%), Finlandia (47%), Suecia (46%) y Francia y Reino Unido, con un 44%. Porcentualmente, España tiene uno de los más bajos: el 22%. Consideración a parte, en estos porcentajes están agregadas percepciones, no hechos.
Sin embargo, todas estas evidencias rara vez son reflejadas por los medios de información o por los partidos políticos. Muy al contrario, se difunde la idea de que la sociedad española es extremadamente machista, que subyace en ella una intensa “violencia estructural”. Y cada muerte de una mujer a manos de un hombre es publicitada con abundancia de detalles a través de los medios de información, creándose una especie de marcador deportivo, donde se va anotando y publicitando el siniestro tanteo.
Pero los hechos son tozudos. Que medie un varón no parece ser condición indispensable para que exista violencia doméstica. Su incidencia es igual, o incluso levemente superior, en las parejas homosexuales y lesbianas que en las heterosexuales. En toda relación afectiva, donde median las emociones y los sentimientos, los conflictos son inevitables. Y en determinados casos estos conflictos, lejos de canalizarse correctamente, degeneran en violencia. Circunstancia que tiene que ver con numerosos factores de riesgo, no solo el sexo.
En lo que va de año, se han producido la menos 19 casos de intentos de homicidio de mujeres a sus parejas (los consumados ascienden a 10). Y las agresiones flagrantes, como golpear a la pareja de forma reiterada con un objeto contundente o punzante causando graves lesiones, multiplican esa cifra.
A estos sucesos habría que sumar las agresiones a hijos y ancianos por parte de mujeres, en algunos casos, con resultado de muerte. De hecho, las mujeres son responsables del 70% de los infanticidios. Lo que seguramente tenga una explicación no relacionada con la identidad sexual.
Es evidente que la violencia femenina no goza de la misma publicidad que la masculina; mucho menos es analizada desde la perspectiva de género, sino que estos casos son tratados como sucesos aleatorios, inconexos entre sí, como debe ser.
Sin embargo, si todos estos sucesos se agruparan bajo el paraguas de la perspectiva de género, aplicando la misma vara de medir que se aplica a los varones, habría que concluir que, en España, existe también una violencia estructural femenina.
Pero eso sería reproducir la falacia de la VG, solo que a la inversa. Y quizá se estimularía una especie de movimiento masculinista que no haría sino cooperar en la consecución del fin perseguido: la división de la sociedad en identidades y colectivos según el sexo.
La realidad es que el mundo no siempre es bello ni bueno. En ocasiones, resulta violento… pero para todos. En él se asesinan mujeres, se asesinan hombres y se asesinan niños.
La Violencia de Género en los adolescentes
A pesar de las evidencias, en vez de rectificar, se abunda en el error. De igual forma que ocurre con los adultos, se ponen de relieve los comportamientos sexistas y violentos que anidan en los varones adolescente, ignorándose estos mismos comportamientos cuando los protagonizan las chicas.El sentimiento de posesión y los celos incontrolados que dan lugar a actos como sustraer el móvil a la pareja para controlar sus contactos y mensajes, degradar su dignidad, descalificarla, silenciarla o someterla, bien mediante la violencia física o bien mediante la violencia psicológica, serían comportamientos prevalentes en los jóvenes varones.
La realidad, sin embargo, es diferente. Estas conductas están equitativamente repartidas entre chicos y chicas. De hecho, en algunos aspectos, las chicas resultarían algo más agresivas, como muestran las siguientes tablas:
Fuente: Violencia en parejas jóvenes: estudio preliminar sobre su prevalencia y motivos (2015)
Sin embargo, existiría otra explicación más realista.
A medida que se hace aumentar la sensibilidad social, los umbrales que delimitan lo que es aceptable tienden a ser cada vez más restrictivos. Es decir, la progresión estadística se volvería negativa porque acciones que antes no se consideraban denunciables, ahora sí lo son.
Si se decidiera, por ejemplo, rebajar el límite de velocidad de las autovías de 120 a 70 km/h, y fuera delito superar en 30 Km/h este límite, las estadísticas que miden la tasa de delincuencia experimentarían un fuerte repunte. Para los conductores resultaría muy difícil circular por amplias y modernas autovías respetando la nueva velocidad máxima. Y muchos, aunque reducirían su velocidad, tenderían a superar el margen que la nueva ley establece como delito.
En el caso de la Violencia de Género ocurre algo similar. El umbral de tolerancia ha descendido de manera acusada. La violación, que antes tenía unas características concretas, hoy pretende ampliarse a otros supuestos. Lo mismo sucede con la agresión sexual. Y actos que antes eran considerados a lo sumo como faltas, ahora han pasado a ser tipificados como delitos. Mientras que otros que no eran faltas ahora sí lo son. Como anécdota, cabe señalar que en algunas universidades ya se considera agresión sexual “mirar fijamente” a una mujer.
Parece evidente que el concepto de Violencia de Género está promoviendo una rebaja del umbral de tolerancia en las relaciones hombre-mujer. De ahí que las estadísticas parezcan evolucionar en dirección contraria a los “avances”. Una circunstancia que es aprovechada para estimular la alarma social, generándose un círculo vicioso que se retroalimenta: cuanta más intolerancia, más delitos. Y cuantos más delitos, más intolerancia.
Para explicar estos fenómenos, el sociólogo Stanley Cohen acuñó en 1972 un término: Pánico Moral. En su libro Folks Devils and Moral Panics, Cohen explica la dinámica: las fuerzas vivas señalan un comportamiento, o un grupo, como encarnación de la maldad, provocando preocupación y miedo, sentimientos que son exacerbados hasta desembocar en hostilidad hacia determinadas actitudes o colectivos. De esta forma, se instiga a la masa a lanzarse ciegamente contra el supuesto mal, anulando el debate racional, obstaculizando la búsqueda de soluciones correctas y desviando la atención de la imprescindible crítica al poder político.
La violencia de género es en buena medida el pánico moral de la España del siglo XXI, un fenómeno de histeria colectiva desencadenado y alimentado desde el poder. La “posesión diabólica”, que desencadenó episodios similares en el pasado, ha sido sustituida por el “machismo imperante” y el nuevo vocablo, “violencia de género”, posee una carga emocional similar a la que tuvo la palabra “brujería” siglos atrás. Así, igual que en Salem se justificaba la persecución de las brujas para proteger a víctimas indefensas y librar del mal a la comunidad, hoy se vulneran derechos fundamentales con el pretexto de redimir a la sociedad de una violencia estructural imaginaria.
Afortunadamente, parece que el tabú que impedía cuestionar la LIVG se ha roto. Y afloran críticas que recomiendan modificaciones técnicas de esta ley. Sin embargo, el verdadero problema no está en la letra de la ley, sino en su espíritu. Y es este espíritu lo que debe cambiar.
Promover un enfoque radicalmente diferente no implica desentenderse de las personas que sufren violencia por parte de sus parejas o exparejas, tampoco renunciar a la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Sin embargo, ayudar a las víctimas implica conceder nuestra simpatía y apoyo incondicional, afirmar con contundencia que hombres y mujeres somos iguales ante la ley, ciudadanos con los mismos derechos, y ser consecuentes con estos principios. No promulgar leyes injustas, segregar a la sociedad en colectivos o criminalizar a la mitad de la población para obtener réditos políticos. No hay un sexo bueno y otro malo: la bondad y la maldad, lo mismo que el buen juicio y la estupidez, están repartidos de forma muy equitativa entre hombres y mujeres.
La paradoja estadística
Durante los últimos años se ha hecho evidente una paradoja: cuanto más se avanza en materia de Violencia de Género, más alarmantes son las estadísticas. La explicación para algunos es que según se sensibiliza a la sociedad para que no tolere conductas machistas, más mujeres deciden pasar a la acción y denunciar estas conductas. Lo que se reflejaría en las estadísticas de manera negativa.Sin embargo, existiría otra explicación más realista.
A medida que se hace aumentar la sensibilidad social, los umbrales que delimitan lo que es aceptable tienden a ser cada vez más restrictivos. Es decir, la progresión estadística se volvería negativa porque acciones que antes no se consideraban denunciables, ahora sí lo son.
Si se decidiera, por ejemplo, rebajar el límite de velocidad de las autovías de 120 a 70 km/h, y fuera delito superar en 30 Km/h este límite, las estadísticas que miden la tasa de delincuencia experimentarían un fuerte repunte. Para los conductores resultaría muy difícil circular por amplias y modernas autovías respetando la nueva velocidad máxima. Y muchos, aunque reducirían su velocidad, tenderían a superar el margen que la nueva ley establece como delito.
En el caso de la Violencia de Género ocurre algo similar. El umbral de tolerancia ha descendido de manera acusada. La violación, que antes tenía unas características concretas, hoy pretende ampliarse a otros supuestos. Lo mismo sucede con la agresión sexual. Y actos que antes eran considerados a lo sumo como faltas, ahora han pasado a ser tipificados como delitos. Mientras que otros que no eran faltas ahora sí lo son. Como anécdota, cabe señalar que en algunas universidades ya se considera agresión sexual “mirar fijamente” a una mujer.
Parece evidente que el concepto de Violencia de Género está promoviendo una rebaja del umbral de tolerancia en las relaciones hombre-mujer. De ahí que las estadísticas parezcan evolucionar en dirección contraria a los “avances”. Una circunstancia que es aprovechada para estimular la alarma social, generándose un círculo vicioso que se retroalimenta: cuanta más intolerancia, más delitos. Y cuantos más delitos, más intolerancia.
El Pánico Moral
El concepto de Violencia de Género constituye una entrada trasera por la que políticos, expertos y activistas penetran en el ámbito privado de las personas, manipulando sus relaciones y vínculos. La secuencia es simple: una vez se da por cierto que las raíces del problema anidan en la sociedad (violencia estructural), no hay más remedio que invadir la intimidad de los sujetos para erradicarlo. Pero el impulso definitivo es la histeria colectiva.Para explicar estos fenómenos, el sociólogo Stanley Cohen acuñó en 1972 un término: Pánico Moral. En su libro Folks Devils and Moral Panics, Cohen explica la dinámica: las fuerzas vivas señalan un comportamiento, o un grupo, como encarnación de la maldad, provocando preocupación y miedo, sentimientos que son exacerbados hasta desembocar en hostilidad hacia determinadas actitudes o colectivos. De esta forma, se instiga a la masa a lanzarse ciegamente contra el supuesto mal, anulando el debate racional, obstaculizando la búsqueda de soluciones correctas y desviando la atención de la imprescindible crítica al poder político.
La violencia de género es en buena medida el pánico moral de la España del siglo XXI, un fenómeno de histeria colectiva desencadenado y alimentado desde el poder. La “posesión diabólica”, que desencadenó episodios similares en el pasado, ha sido sustituida por el “machismo imperante” y el nuevo vocablo, “violencia de género”, posee una carga emocional similar a la que tuvo la palabra “brujería” siglos atrás. Así, igual que en Salem se justificaba la persecución de las brujas para proteger a víctimas indefensas y librar del mal a la comunidad, hoy se vulneran derechos fundamentales con el pretexto de redimir a la sociedad de una violencia estructural imaginaria.
Afortunadamente, parece que el tabú que impedía cuestionar la LIVG se ha roto. Y afloran críticas que recomiendan modificaciones técnicas de esta ley. Sin embargo, el verdadero problema no está en la letra de la ley, sino en su espíritu. Y es este espíritu lo que debe cambiar.
Promover un enfoque radicalmente diferente no implica desentenderse de las personas que sufren violencia por parte de sus parejas o exparejas, tampoco renunciar a la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Sin embargo, ayudar a las víctimas implica conceder nuestra simpatía y apoyo incondicional, afirmar con contundencia que hombres y mujeres somos iguales ante la ley, ciudadanos con los mismos derechos, y ser consecuentes con estos principios. No promulgar leyes injustas, segregar a la sociedad en colectivos o criminalizar a la mitad de la población para obtener réditos políticos. No hay un sexo bueno y otro malo: la bondad y la maldad, lo mismo que el buen juicio y la estupidez, están repartidos de forma muy equitativa entre hombres y mujeres.
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