Anoche
tuve un sueño. Estaba en un lejano reino llamado Locombia. La mayoría
de los aldeanos apenas podían sobrevivir con los ingresos y unos pocos
disfrutaban a costa del sudor y esfuerzos de todos ellos.
Lo grave del asunto es que buena parte de esa minoría, un día cualquiera comenzó a experimentar una extraña metamorfosis: de su nariz brotaron pelos horrorosos, su boca se deformó hasta convertirse en trompa, su piel se fue tornando de un gris extraño y debieron abrirle orificios a sus pantalones y faldas porque, de su coxis, comenzó a surgir como apéndice, una enorme cola negra.
Al principio se sintieron extraños, pero pronto se acostumbraron a su transformación, es más, se sentían felices de pertenecer a esa nueva élite.
El rey tenía apellidos aristocráticos: Duque y Marqués. No podía faltar el personaje siniestro de toda historia: un tal Uribio Paraco; un bufón a quien conocían como Pachito el santo y un cortesano que aplaudía las actuaciones de todos ellos y les quemaba incienso: Angelino Guasón. “Es un traidor de nuestra clase, se olvidó cuando trabajaba en los cultivos de sol a sol y andaba en alpargatas”, comentaban todos en el caserío.
El problema fueron los mutantes. Se multiplicaron en la corte real, entre los políticos, en los hospitales, las universidades, las entidades públicas, los gremios, las empresas constructoras y en el Congreso, entre otros escenarios donde tomaron mucha fuerza.
Cuando iban a los cocteles, se cuidaban de no pisarle a cola a otros especímenes. Defendían lo que hacían y argumentaban que sus ingresos extras provenían de una divisa que no se movía en la bolsa de valores sino que circulaba de mano en mano, a la que llamaban Coima.
Un día, cansados de tanto abuso, los aldeanos decidieron organizarse. Y marcharon por las calles despavimentadas. Hicieron sonar pitos, cacerolas y gritaban indignados. El personaje siniestro, Uribio Paraco, le recomendó al rey Duque Marqués, que sacara a todos los miembros de la fuerza pública para acallar las protestas. “Son unos desagradecidos; tanto que hemos hecho por ellos y mírelos, cómo nos pagan”, le dijo. Pero siguieron manifestándose. Estaban dolidos con tanto atropello. No querían ser súbditos. Estaban cansados de ser por muchos siglos lo mismo.
Así las cosas, los Congresistas decidieron desempolvar un extraño engendro concebido a su conveniencia, al que habían denominado la Ley Hamelin, y muy a su pesar porque varios de ellos tenían trompa, bigotes largos y una cola disimulada en su espalda, promovieron la aprobación de la iniciativa. Unos estaban a favor y otros en contra. “Acabar con los roedores sería tanto como traicionar a los nuestros”. Pero prevaleció el temor a que la turba enardecida los sacara del poder y ellos no querían renunciar a la buena vida.
Después de muchas discusiones, trajeron a Hamelin de Alemania. Una persona en apariencia insignificante salvo que traía una flauta en su mochila. El rey Duque Marqués se excusó para no recibirlo y, con él, todos los que veían un peligro en el extraño personaje, al que el pueblo aclamaba.
“Ya que no me reciben, yo mismo haré mi bienvenida”, exclamó el desairado y comenzó a tocar la flauta.
Atraídos por los acordes, el rey Duque Marqués, Uribio Paraco, Angelino Guasón, los políticos, muchos funcionarios gubernamentales, congresistas, dirigentes de gremios, miembros de la fuerza pública, rectores de universidades y colegios, directivos de entidades hospitalarias y de cuanto rincón se pueda uno imaginar en Locombia, comenzaron a salir de sus madrigueras.
No podían contenerse. Vibraban con la música dulce de la flauta. Movían sus bigotes al tiempo que con la cola hacían eco al ritmo que se esparcía por todos lados.
“¿Qué haremos ahora?”, preguntaron los aldeanos, sorprendidos ante la multitud de roedores que los sobrepasaban en cantidad. Estaban preocupados. “¿Dónde queda un río, pero bien grande para que quepan todas estas ratas?”, preguntó Hamelin.
Cuando le señalaron hacia dónde quedaba el caudal del reino, emprendió camino. Tras él, multitudes de mutantes. Iban felices, cautivados por las dulces melodías de la flauta. No les importaba nada, como nunca tampoco les preocuparon los aldeanos. Ellos sólo pensaban en sí mismos y en los de su clase, y ahora lo que les interesaban eran esos extraños acordes.
Justo cuando iba a descubrir cuál era su destino, me despertó la alarma del televisor. El titular del noticiero anunciaba que la Ley Anticorrupción había sido aprobada en primer debate pero, debido a que pronto concluía el período de sesiones extraordinarias en el Congreso, lo más probable es que tuvieran que aplazar el proyecto para el próximo año, al tiempo que desde sus mansiones, un número incontable de roedores aplaudían…
Blog del autor www.cronicasparalapaz.wordpress.com
Lo grave del asunto es que buena parte de esa minoría, un día cualquiera comenzó a experimentar una extraña metamorfosis: de su nariz brotaron pelos horrorosos, su boca se deformó hasta convertirse en trompa, su piel se fue tornando de un gris extraño y debieron abrirle orificios a sus pantalones y faldas porque, de su coxis, comenzó a surgir como apéndice, una enorme cola negra.
Al principio se sintieron extraños, pero pronto se acostumbraron a su transformación, es más, se sentían felices de pertenecer a esa nueva élite.
El rey tenía apellidos aristocráticos: Duque y Marqués. No podía faltar el personaje siniestro de toda historia: un tal Uribio Paraco; un bufón a quien conocían como Pachito el santo y un cortesano que aplaudía las actuaciones de todos ellos y les quemaba incienso: Angelino Guasón. “Es un traidor de nuestra clase, se olvidó cuando trabajaba en los cultivos de sol a sol y andaba en alpargatas”, comentaban todos en el caserío.
El problema fueron los mutantes. Se multiplicaron en la corte real, entre los políticos, en los hospitales, las universidades, las entidades públicas, los gremios, las empresas constructoras y en el Congreso, entre otros escenarios donde tomaron mucha fuerza.
Cuando iban a los cocteles, se cuidaban de no pisarle a cola a otros especímenes. Defendían lo que hacían y argumentaban que sus ingresos extras provenían de una divisa que no se movía en la bolsa de valores sino que circulaba de mano en mano, a la que llamaban Coima.
Un día, cansados de tanto abuso, los aldeanos decidieron organizarse. Y marcharon por las calles despavimentadas. Hicieron sonar pitos, cacerolas y gritaban indignados. El personaje siniestro, Uribio Paraco, le recomendó al rey Duque Marqués, que sacara a todos los miembros de la fuerza pública para acallar las protestas. “Son unos desagradecidos; tanto que hemos hecho por ellos y mírelos, cómo nos pagan”, le dijo. Pero siguieron manifestándose. Estaban dolidos con tanto atropello. No querían ser súbditos. Estaban cansados de ser por muchos siglos lo mismo.
Así las cosas, los Congresistas decidieron desempolvar un extraño engendro concebido a su conveniencia, al que habían denominado la Ley Hamelin, y muy a su pesar porque varios de ellos tenían trompa, bigotes largos y una cola disimulada en su espalda, promovieron la aprobación de la iniciativa. Unos estaban a favor y otros en contra. “Acabar con los roedores sería tanto como traicionar a los nuestros”. Pero prevaleció el temor a que la turba enardecida los sacara del poder y ellos no querían renunciar a la buena vida.
Después de muchas discusiones, trajeron a Hamelin de Alemania. Una persona en apariencia insignificante salvo que traía una flauta en su mochila. El rey Duque Marqués se excusó para no recibirlo y, con él, todos los que veían un peligro en el extraño personaje, al que el pueblo aclamaba.
“Ya que no me reciben, yo mismo haré mi bienvenida”, exclamó el desairado y comenzó a tocar la flauta.
Atraídos por los acordes, el rey Duque Marqués, Uribio Paraco, Angelino Guasón, los políticos, muchos funcionarios gubernamentales, congresistas, dirigentes de gremios, miembros de la fuerza pública, rectores de universidades y colegios, directivos de entidades hospitalarias y de cuanto rincón se pueda uno imaginar en Locombia, comenzaron a salir de sus madrigueras.
No podían contenerse. Vibraban con la música dulce de la flauta. Movían sus bigotes al tiempo que con la cola hacían eco al ritmo que se esparcía por todos lados.
“¿Qué haremos ahora?”, preguntaron los aldeanos, sorprendidos ante la multitud de roedores que los sobrepasaban en cantidad. Estaban preocupados. “¿Dónde queda un río, pero bien grande para que quepan todas estas ratas?”, preguntó Hamelin.
Cuando le señalaron hacia dónde quedaba el caudal del reino, emprendió camino. Tras él, multitudes de mutantes. Iban felices, cautivados por las dulces melodías de la flauta. No les importaba nada, como nunca tampoco les preocuparon los aldeanos. Ellos sólo pensaban en sí mismos y en los de su clase, y ahora lo que les interesaban eran esos extraños acordes.
Justo cuando iba a descubrir cuál era su destino, me despertó la alarma del televisor. El titular del noticiero anunciaba que la Ley Anticorrupción había sido aprobada en primer debate pero, debido a que pronto concluía el período de sesiones extraordinarias en el Congreso, lo más probable es que tuvieran que aplazar el proyecto para el próximo año, al tiempo que desde sus mansiones, un número incontable de roedores aplaudían…
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