domingo, 24 de mayo de 2020

La nueva estrategia antichina de Washington, por Thierry Meyssan


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La nueva estrategia antichina de Washington, por Thierry Meyssan



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Violando las normas sanitarias de su propia administración, el secretario de Estado Mike ‎Pompeo viajó a Israel el 13 de mayo de 2020, o sea 4 días antes de la nominación del nuevo ‎gobierno israelí. Allí sorprendió a todo el mundo al despachar los temas regionales en ‎sólo minutos y dedicar su visita a pasar en revista las inversiones chinas en Israel. ‎
Una de las consecuencias de esta epidemia de coronavirus es que Occidente acabar de darse ‎cuenta de lo mucho que depende de las capacidades industriales de China. Europeos y ‎estadounidenses comprobaron repentinamente que no tenían cómo fabricar los millones de ‎mascarillas quirúrgicas cuyo uso querían imponer a toda la población. Y tuvieron que ir a ‎comprarlas en China, donde a menudo llegaron a luchar entre sí en los aeropuertos, tratando de ‎birlar a sus “aliados” algún lote de las preciadas mascarillas quirúrgicas chinas. ‎
En ese contexto de “sálvese quien pueda” generalizado, el liderazgo de Estados Unidos a la ‎cabeza de Occidente dejó tener de sentido. Es por esa razón que Washington ha decidido ‎renunciar a su anterior intención de reequilibrar las relaciones comerciales con China para pasar a ‎oponerse al establecimiento de las llamadas «rutas de la seda» y ayudar los europeos a ‎relocalizar parte de sus industrias. ‎
Esto podría ser un viraje decisivo: el cese parcial del proceso de globalización iniciado con la ‎desaparición de la Unión Soviética. Pero, ¡cuidado! No se trata de una decisión económica de ‎cuestionamiento de los principios del libre intercambio, sino de una estrategia geopolítica ‎tendiente a sabotear las ambiciones chinas. ‎
El preludio de ese cambio de estrategia fue la campaña, no sólo económica sino también política ‎y militar, contra el gigante chino Huawei. Estados Unidos y la OTAN dijeron temer que si Huawei ‎obtenía acceso a los contratos públicos occidentales para la instalación de la tecnología 5G, ‎el ejército chino podría interceptar las comunicaciones que pasarían por esos canales. ‎En realidad sabían que si China obtiene esos contratos, será el único país técnicamente capaz de ‎pasar a la etapa siguiente [1].‎
No es que la administración Trump se haya dejado ganar por las ridículas fobias del grupo ‎Amanecer Rojo [2], cuya obsesión antichina viene de su visceral ‎anticomunismo, sino que ha tomado conciencia de los gigantescos progresos militares de China. ‎Claro, el presupuesto del Ejército Popular de Liberación es risible en comparación con ‎el presupuesto de las fuerzas armadas de Estados Unidos, pero es precisamente la estrategia ‎china de ahorro en el sector militar y los progresos técnicos chinos lo que hoy permite a ‎los militares chinos desafiar al leviatán estadounidense. ‎
Al término de la Primera Guerra Mundial, los políticos chinos del Kuomintang y del Partido ‎Comunista emprendieron juntos la tarea de reunificar su país y sacarlo del largo siglo de ‎humillación colonial que había vivido. Un líder del Kuomintang, Chang Kai-chek, trató de acabar ‎con el Partido Comunista, pero fue derrotado y tuvo que exilarse en Taiwán. Mao Zedong siguió ‎adelante con el sueño nacionalista, mientras orientaba el Partido Comunista hacia una ‎transformación social del país. Pero su objetivo siguió siendo ante todo de carácter nacionalista, ‎como quedó demostrado en 1969 con el conflicto sino-ruso por la isla de ‎ Zhenbao. ‎
En los años 1980, el almirante Liu Huaqing –quien reprimió en 1989 el intento de golpe de Estado ‎de Zhao Ziyang durante los acontecimientos de la plaza Tiananmén– concibió una estrategia para ‎mantener a los ejércitos estadounidenses fuera de la zona cultural china. La República Popular ‎China ha venido aplicando pacientemente esa política desde hace 40 años. Sin provocar guerras, ‎Pekín ha extendido su soberanía en el Mar de China e impone límites a la marina de guerra de ‎Estados Unidos. No está lejos el día en que los navíos de guerra estadounidenses tendrán que ‎retirarse de esa región, dejando así vía libre a la recuperación de Taiwán por parte de China. ‎
Después de la disolución de la URSS, el entonces presidente George Bush padre consideró que ‎Estados Unidos ya no tenía rival en el mundo y que había llegado el momento de hacer dinero. ‎Desmovilizó un millón de soldados estadounidenses y abrió el camino a la globalización financiera. ‎Las transnacionales estadounidenses trasladaron sus cadenas de producción a China, donde sus ‎productos comenzaron a ser fabricados por innumerables obreros chinos, con menor formación pero que ‎cobraban 20 veces menos que los obreros estadounidenses. Poco a poco, casi todos los bienes ‎de consumo que compran los estadounidenses se importaban de China. La clase media ‎estadounidense se depauperó mientras que China perfeccionaba la formación de sus propios ‎obreros y se enriquecía. Gracias al principio del libre intercambio, otros países occidentales, y ‎finalmente del mundo entero, también comenzaron a trasladar su producción industrial hacia ‎China. Con el paso de los años, el Partido Comunista decidió establecer un equivalente moderno ‎de la antigua «Ruta de la Seda» y, en 2013, eligió a Xi Jinping para realizar ese proyecto. ‎Si llega a concretarse, China podría llegar a tener en sus manos prácticamente el monopolio de la ‎producción industrial mundial. ‎
Al decidir sabotear las «rutas de la seda», el presidente Donald Trump trata de mantener ‎a China fuera de lo que Estados Unidos considera su propia zona cultural, como hace China ‎al mantener a Estados Unidos fuera de lo que Pekín considera la zona cultural china. Washington ‎podrá contar para ello con sus «aliados», cuyas sociedades ya están prácticamente devastadas ‎por la competencia de los excelentes productos chinos a bajo precio. Algunos de esos «aliados» ‎de Washington ya viven, a causa de esa situación, revueltas populares como la de los llamados ‎Chalecos Amarillos, en Francia. En tiempos de la antigua «Ruta de la Seda», China aportaba ‎a Europa productos completamente desconocidos en ese continente. En nuestra época, las ‎nuevas «rutas de la seda» llevan a Occidente productos similares a los que pueden fabricarse ‎en esa parte del mundo… pero mucho menos caros. ‎
Sin embargo, contrariamente a la creencia generalizada, China podría renunciar a las nuevas ‎‎«rutas de la seda», por razones de geoestrategia y sin importar el monto de lo que ya ha ‎invertido. Ya lo hizo en el pasado. En el siglo XV, China proyectó abrir una “ruta de la seda” ‎marítima, envió a África y al Medio Oriente una formidable flota bajo las órdenes del almirante ‎Zheng He, «el eunuco de las tres joyas», pero finalmente renunció al proyecto, llegando incluso ‎a destruir su propia flota. ‎
El secretario de Estado Mike Pompeo viajó a Israel, en pleno periodo de confinamiento por el ‎Covid-19. Allí trató de convencer a los dos futuros primeros ministros –el colonialista judío ‎Benyamin Netanyahu y el nacionalista israelí Benny Gantz– para que pongan fin a las inversiones ‎chinas en Israel [3]. Las empresas chinas ya controlan la mitad del ‎sector agrícola israelí y en los próximos meses pasarían a garantizar el 90% de sus intercambios ‎comerciales. Mike Pompeo tratará de convencer también al presidente de Egipto, Abdel Fattah al-‎Sissi, ya que el Canal de Suez y los puertos israelíes de Haifa y Ashdod serían las terminales de la ‎moderna «ruta de la seda» en el Mediterráneo.‎
Después de varios intentos, China, teniendo en cuenta la inestabilidad en Irak, Siria y Turquía, ‎ha renunciado abrir su nueva «ruta de la seda» a través de esos países. Entre Washington y Moscú ‎existe un acuerdo tácito para mantener, en cualquier lugar de la frontera sirio-turca, un “bolsón” ‎yihadista, como medio de convencer a China de que no es posible hacer inversiones en esa zona. ‎La intención de Moscú es asentar su alianza con Pekín sobre «rutas de la seda» que pasarían ‎por territorio ruso, en vez de transitar por los países occidentales. Ese es el proyectp de «Gran ‎Asociación Euroasiática» del presidente Vladimir Putin [4].‎
Aparece así una y otra vez el mismo dilema, la llamada «trampa de Tucídides»: ante el ascenso ‎de una nueva potencia (China), la potencia dominante (Estados Unidos) tiene la opción entre ‎hacerle la guerra (como sucedió entre Esparta y Atenas) o cederle espacio, lo cual equivale a ‎aceptar la división del mundo. ‎

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