10/12/2012
La trampa del consenso
El
problema de la democracia mexicana no ha sido la falta de consenso sino la
ausencia de una coalición gobernante. La improductividad del pluralismo no se
debe a la falta de un Gran Acuerdo Nacional que supere las parcialidades sino
al carácter minoritario de los gobiernos desde 1997 y su incapacidad para
montar un consorcio con fuerza para impulsar reformas sustantivas. El anhelo de
consenso no es democrático. La intención de que todas las fuerzas políticas se
abracen no corresponde a la tensa dinámica de las democracias sino a los
regímenes contrarios que sueñan con la eliminación de la divergencia. La
fantasía del consenso es elementalmente autoritaria: bajo el toldo del Proyecto
Nacional, las fuerzas legítimas, racionales, patrióticas; a la intemperie, los
marginales de la sinrazón y el extremismo: los enemigos del progreso.
El convenio que recientemente firmaron los tres principales partidos políticos con el nuevo gobierno representa, sin duda, un cambio de tono. Tras los resentimientos y la polarización, tras la política del repudio, podemos leer un documento que expresa el reconocimiento de la diversidad y que recoge distintas miradas sobre las reformas necesarias para México. Nadie puede ver ahí la imposición de unos, el avasallamiento de otros. Se trata, en efecto, de una compleja pieza de negociación que recoge ideas de las tres fuerzas políticas. El pacto es una nueva declaración de independencia de la clase política. Una reivindicación de lo público frente a la fuerza privatizadora de los poderes fácticos. Por primera vez, un documento firmado por el presidente de la república reconoce el imperio de quienes carecen de representatividad y la debilidad de quienes han recibido el voto. Si los partidos y el gobierno coinciden en algo es en la necesidad de reconstruir la plataforma de lo público frente a las corporaciones privadas.
Pero esa declaración de voluntad parece un certificado de legitimación más que el trazo de una ruta: las oposiciones reconocen al gobierno y el gobierno reconoce a las oposiciones. Un título más que un instrumento; un símbolo antes que una herramienta de gobierno. No se trata de un pacto que selle una coalición de gobierno al definir prioridades con claridad y compartir responsabilidades políticas con carteras en la administración. El pacto por México se parece más a los muchos documentos que se han firmado en los últimos años para declarar las hermosas intenciones de los políticos que colocan el-interés-nacional-por-encima-de-sus-intereses-de-partido-o-de-grupo. Es cierto: no debe negarse que el Pacto por México tiene sustancia; entre las vaguedades llega a encontrarse la concreción y aborda temas que han sido tabú. Pero también es cierto que el pacto representa una innecesaria atadura para una administración naciente que bien estuvo dispuesta a abandonar sus promesas de campaña por el fugaz aplauso del consenso.
El convenio que recientemente firmaron los tres principales partidos políticos con el nuevo gobierno representa, sin duda, un cambio de tono. Tras los resentimientos y la polarización, tras la política del repudio, podemos leer un documento que expresa el reconocimiento de la diversidad y que recoge distintas miradas sobre las reformas necesarias para México. Nadie puede ver ahí la imposición de unos, el avasallamiento de otros. Se trata, en efecto, de una compleja pieza de negociación que recoge ideas de las tres fuerzas políticas. El pacto es una nueva declaración de independencia de la clase política. Una reivindicación de lo público frente a la fuerza privatizadora de los poderes fácticos. Por primera vez, un documento firmado por el presidente de la república reconoce el imperio de quienes carecen de representatividad y la debilidad de quienes han recibido el voto. Si los partidos y el gobierno coinciden en algo es en la necesidad de reconstruir la plataforma de lo público frente a las corporaciones privadas.
Pero esa declaración de voluntad parece un certificado de legitimación más que el trazo de una ruta: las oposiciones reconocen al gobierno y el gobierno reconoce a las oposiciones. Un título más que un instrumento; un símbolo antes que una herramienta de gobierno. No se trata de un pacto que selle una coalición de gobierno al definir prioridades con claridad y compartir responsabilidades políticas con carteras en la administración. El pacto por México se parece más a los muchos documentos que se han firmado en los últimos años para declarar las hermosas intenciones de los políticos que colocan el-interés-nacional-por-encima-de-sus-intereses-de-partido-o-de-grupo. Es cierto: no debe negarse que el Pacto por México tiene sustancia; entre las vaguedades llega a encontrarse la concreción y aborda temas que han sido tabú. Pero también es cierto que el pacto representa una innecesaria atadura para una administración naciente que bien estuvo dispuesta a abandonar sus promesas de campaña por el fugaz aplauso del consenso.
¿Qué
necesidad tenía el gobierno de Peña Nieto de firmar un acuerdo que cancelara
desde la primera hora de su gobierno la promesa de reforma energética? Si
existía en principio una coincidencia entre dos fuerzas políticas capaces de
impulsar la reforma anunciada, ¿para qué agregar a una tercera y abortarla? Ahí
se encuentra la preocupante señal del nuevo gobierno: Peña Nieto prefirió la
imagen del consenso a la eficacia de la utensilio mayoritario que tiene a la
mano. En lugar de definir una agenda compacta y optar por un aliado firme, el
nuevo gobierno suscribió con las dos oposiciones un largo catálogo de propósitos,
atando su pie derecho a un partido y el pie izquierdo a otro. ¿Puede caminar un
gobierno con esos listones?
Con el pacto, Peña Nieto ha aceptado que sus oposiciones decidan o que, por lo menos, tengan tanto peso en la decisión como su gobierno. A ellas obsequió un cogobierno sin responsabilidad. El presidente se ha comprometido a que, en todos los asuntos abordados por el pacto: educación, sistema penitenciario, deuda de los estados o telecomunicaciones, las iniciativas de reforma legal o constitucional, habrán de llevar la firma de los tres partidos políticos. Si el Presidente decidiera caminar su propia ruta, sus oposiciones podrían denunciar traición legítimamente. El nuevo gobierno regaló al consejo rector del pacto el volante, el acelerador y el freno de las reformas.
El pacto fue un cambio de lenguaje, un cambio de tono. Una declaración de bravura de la clase política frente a los poderes sin representatividad. Pero no fue la fundación de una coalición gobernante ni mucho menos la determinación de prioridades claras de un nuevo gobierno. El ánimo reformista de su retórica puede quedar atrapado en esa trampa que suele ser el consenso, una fiesta breve que, como sabemos, suele terminar en decepción.
Con el pacto, Peña Nieto ha aceptado que sus oposiciones decidan o que, por lo menos, tengan tanto peso en la decisión como su gobierno. A ellas obsequió un cogobierno sin responsabilidad. El presidente se ha comprometido a que, en todos los asuntos abordados por el pacto: educación, sistema penitenciario, deuda de los estados o telecomunicaciones, las iniciativas de reforma legal o constitucional, habrán de llevar la firma de los tres partidos políticos. Si el Presidente decidiera caminar su propia ruta, sus oposiciones podrían denunciar traición legítimamente. El nuevo gobierno regaló al consejo rector del pacto el volante, el acelerador y el freno de las reformas.
El pacto fue un cambio de lenguaje, un cambio de tono. Una declaración de bravura de la clase política frente a los poderes sin representatividad. Pero no fue la fundación de una coalición gobernante ni mucho menos la determinación de prioridades claras de un nuevo gobierno. El ánimo reformista de su retórica puede quedar atrapado en esa trampa que suele ser el consenso, una fiesta breve que, como sabemos, suele terminar en decepción.
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