Enrique Peña Nieto o los sucedáneos de la legitimidad
¿Cómo
mantener una democracia basada en el concepto de la igualdad, mientras
siga en funcionamiento una economía con cada vez mayor desigualdad?
Lester Thurow, economista estadunidense
La voluntad no se representa: es una o es otra
Tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre y de ser pueblo
J J Rousseau, El contrato social
El
principal saboteador del gobierno de Enrique Peña Nieto es el propio
Enrique Peña Nieto. Potencialmente, entre las principales fuentes de
conflictos que obstaculizarán sus propósitos se encuentran, del lado
político, la manera en la que pretende legitimarse y aspira a ampliar
los espacios de gobernabilidad; y del lado socioeconómico, su decisión
por mantener la misma estrategia neoliberal de desarrollo instrumentada
entre 1983 y 2012, cuyos funestos resultados son harto conocidos por las
mayorías del país y a escala mundial.
Como todo nuevo gobernante, sea de
derecha o de izquierda, en cualquier parte del mundo, es natural que
Enrique Peña Nieto trate de consolidar su liderazgo. Sabe que de su
capacidad para establecer un gobierno fuerte, para concentrar el poder a
través del fortalecimiento de su papel como [Poder] Ejecutivo y del uso
de la extraordinaria concentración de poder-meta, y constitucionalmente
que le concede a una persona el presidencialismo mexicano, no sólo
depende la estabilidad y el destino de su mandato, así como la
posibilidad de llevar a cabo las políticas públicas que se ha propuesto.
Adicionalmente, tiene enfrente otros retos no menos relevantes: de los
resultados que coseche en su sexenio dependerá la continuidad de su
partido en la Presidencia de la República, luego de padecer durante 12
años el castigo de los electores (sobre todo por el bloque dominante,
con el objeto de evitar que el triunfo de los grupos progresistas
perturbara su proyecto de nación autoritario-neoliberal), que lo obligó a
actuar como actor secundario, tras bambalinas, como bufón de la corte de la ultraderecha clerical panista.
Ante esos desafíos tendrá que
demostrar que es algo más que una ficción, una mercancía fabricada por
el crimen organizado de la oligarquía y las otras fracciones de la
derecha, en especial por la que monopoliza los medios de comunicación,
que lo vendió electoralmente como una imagen bien acicalada y de sonrisa
seductora –sólo les faltó presentarlo como el elegido de los dioses
para gobernar antes de haber nacido–, pero vacía políticamente. Hecho
que, por añadidura, lo mostró como una marioneta encumbrada turbiamente
en la Presidencia para velar por los intereses oligárquicos y
asegurarles la prolongación del orgiástico e impune pillaje del sector público y la nación por 6 años más.
Deberá probar que posee los atributos
de los que han carecido los gobernantes mexicanos (salvo los casos de
Benito Juárez y Lázaro Cárdenas): que es un líder del Ejecutivo
democrático, con capacidad de liderazgo (por sus acciones) no sólo por
sus características personales, sino para cumplir institucionalmente con
las funciones de la gestión de las políticas públicas; que tiene las
facultades y la eficacia necesarias –como condición para buen gobierno–,
así como el equipo adecuado para atender con solvencia los problemas
colectivos (bienestar, democracia, libertades, justicia, seguridad) y
conciliar la multiplicidad de prioridades individuales, de grupos y
clases sociales; que se ceñirá al imperio de las leyes, y en el
ejercicio del poder político aceptará los equilibrios institucionales,
donde el Ejecutivo es el encargado de ejecutar las leyes, el Legislativo
de hacerlas y el Poder Judicial de velar por su cumplimiento, bajo
normas y procedimientos establecidos constitucionalmente. Así se dice
que funciona un régimen democrático, y las elites locales y sus
publicistas, a menudo a sueldo, pregonan a los cuatro vientos que el
antiguo autoritario se convirtió mágicamente en una democracia, por obra y gracia
de los votos y la simple alternancia en el gobierno, aunque el
funcionamiento del actual subsistema electoral sea asombrosamente
similar al sórdido pasado reciente y en el resto del sistema político
permanezcan intocadas las prácticas despóticas. Deberá abrir los
espacios de interlocución a los descontentos e incorporar sus demandas
dentro de sus programas. Un gobierno eficaz es también un gobierno
controlado por instituciones igualmente eficaces. En un régimen
democrático son caras de la misma moneda.
Con 2 meses de gobierno, empero, es un
despropósito esperar que Enrique Peña despliegue todas sus artes para
demostrar que en verdad es un inesperado príncipe democrático, una especie de prodigio legado por el provinciano agreste reino atlacomulquense
para el bien de la patria. O para reafirmar la imagen que proyectaba
allende de los reflectores mediático-electorales y cuando era el pequeño sultán
mexiquense: un mediocre gobernante construido y elegido para cerrarle
el paso a Andrés Manuel López Obrador, salvaguardar el modelo
autoritario-neoliberal y servir a los intereses oligárquicos.
Pero mientras descubre sus cualidades, Peña Nieto trata de ajustar cuentas con los demonios de su pasado no muy democráticos que lo persiguen, que ensuciaron su investidura antes de asumirla.
La angelical leyenda de la
democracia burguesa reza que los ciudadanos tienen el poder de conceder
el poder. Ellos son el superior y a ellos, los elegidos como
depositarios, les toca responder por las acciones tomadas en su nombre.
Como se sabe, en una democracia formal, la legitimidad es uno de los
fundamentos donde se apoya el poder político. Un gobernante que lo
ejerce es legítimo cuando es elegido de acuerdo con el orden legal, a
las leyes establecidas en el país, a los preceptos constitucionales y
las normas electorales. Si es verdad que el poder reside en el pueblo,
como cuenta la fábula democrática electoral, sólo poseerá el
poder legítimamente a quien éste elija, y el pueblo decide quiénes serán
sus representantes a través de las elecciones, aunque por sí solas,
éstas no crean sistemas democráticos. Son una condición necesaria, pero
no suficiente. Además, no se les entrega un poder absoluto. Su autoridad
es acotada por los contrapesos asociados a la legal división de poderes
del Estado y regulada por su Constitución Política (en este caso, de
los Estados Unidos Mexicanos). La autoridad conferida legalmente, como
dice Max Weber, es el ejercicio institucionalizado del poder.
Cuando la legitimidad y la autoridad son obtenidas bajo esos requisitos
legales, la población, la mayoría, aceptará el mandato de los
gobernantes. Y un gobierno inspirará mayor respeto y confianza cuando
están persuadidos de que las leyes que dicta y aplican son justas y, al
igual que las políticas públicas, buscan el bien común del conjunto de
la sociedad. Agrega Weber: “un orden político posee legitimidad cuando
la ciudadanía lo reconoce como justo”.
El poder político es ilegítimo cuando
alguien llega al gobierno por medio de mecanismos no autorizados por las
leyes, si carece de la legitimidad del pueblo otorgada por el voto.
Ése es el pecado de origen que
Enrique Peña Nieto trata de exorcizar para granjearse la credibilidad
que no obtuvo legítimamente. Las raíces de su gobierno están podridas, como lo fueron las de Carlos Salinas y Felipe Calderón, y se hunden en las tierras de un sistema político también putrefacto.
Como escribiera el poeta michoacano
Ramón Martínez Ocaranza: “¡Oh, generación de víboras!/¿cómo queréis ser
buenos si vuestro corazón está podrido?”.
Aunque Peña Nieto adorne su mandato
con acuerdos, con acciones y una ampulosa verbosidad populista y otras
medidas, no podrá borrar su naturaleza espuria. Como Salinas y Calderón,
será asediado durante todo su mandato por los descontentos que no
olvidan y luchan por el cambio democrático, aunque responda
socarronamente como el primero: “ni los veo, ni los oigo”. Al cabo, la
población carece de las formas legales e institucionales que le permitan
sancionar a los tres niveles de gobierno. Ya no digamos por incumplir
con sus promesas, pues a cualquiera se le pueden olvidar los detalles
acaso irrelevantes, sino por violentar impunemente el orden
constitucional realmente existente, el cual se supone fue creado para
atemorizar y atemperar los ímpetus delincuenciales de los gobernantes.
Con el antiguo régimen, que no era democrático, pasaba lo mismo.
Lo más que podrá hacer es anestesiar
la memoria social si actúa con justicia, si adopta medidas políticas
democráticas y socioeconómicas que beneficien a las mayorías.
Es innegable que la “operación cicatriz”, la estrategia de maquillar al engendro, asear el estercolero y lavar el cerebro a los incautos que se dejen, ha arrojado algunos frutos desde que Leonardo Valdés y sus muchachos le dieron unas pinceladas de legalidad a la bastardía.
En la búsqueda de la legitimidad, Enrique Peña y el bloque dominante,
sobre todo la oligarquía de los medios y sus gatilleros, propagan la
amnesia social, exaltan las virtudes del Ejecutivo y elogian sus
propuestas y medidas. Enrique Peña recurre al consenso excluyente. Peña
pacta sus propuestas –al menos en apariencia– con el Partido Acción
Nacional, el Partido de la Revolución Democrática, el Partido del
Trabajo y sus legisladores. Éstos se han sumado alegremente a su tarea
de afianzamiento y legitimación en nombre de la “civilidad”, la
pluralidad, la gobernabilidad y la estabilidad política, traicionan a
sus simpatizantes, escoden sus propias crisis orgánicas y de
representatividad del sistema de partidos y simulan un equilibrio de
poderes democráticamente avasallados, por convicción propia o con
prebendas. Fingen que comparten el poder. Pero su voluntad conciliadora
se agota al llegar a la ribera donde se ubican los trabajadores,
los indígenas, los simpatizantes de López Obrador y el resto de la
oposición que cuestiona su legitimidad y lucha por la democracia, el imperio de las leyes y en contra del capitalismo neoliberal. A ellos los excluye: tratará de dividirlos con óbolos asistencialistas y espejismos, aislarlos y ¿reprimirlos?
La avalancha de iniciativas y medidas
adaptadas no tocan las causas de la crisis de legitimidad del peñismo y
la descomposición del sistema, que nutren la desintegración social, la
criminalidad, el descontento, la movilización y la violencia social que
estalla intermitentemente en el país, y que reflejan la crisis económica
y sociopolítica.
El ejercicio de la política está
plagado de acciones y símbolos. Los emitidos por el peñismo, como diría
Hannah Arendt, estimularán la acción colectiva, sin descartarse que se
manifieste violentamente como una forma de poder asumido y de antipoder,
debido a que la autoridad ha dejado de funcionar y a la crisis de las
instituciones y sus mecanismos que resuelven, atenúan y aíslan los
conflictos.
Peña Nieto y sus legisladores
aprobaron la contrarreforma laboral. No se inmutaron con la miserable
alza salarial. La austeridad pública es para los otros. El recorte de 5
por ciento en los ingresos de la elite del gobierno federal es
insultante. Caderón bajó 10 por ciento su salario –no los otros
ingresos– y el de sus empleados de lujo. En 2006, López Obrador prometía
abatirlos a la mitad. La declaración patrimonial de los peñistas fue
una broma, aunque mostró que la política es más que rentable y oscura. Su equipo “plural” es un pastiche integrado por el círculo estrecho mexiquense, mercenarios que defeccionaron de otros partidos, priístas de viejo cuño, salinistas, Chicago Boys
que no se caracterizan por sus virtudes republicanas, aunque no se
descarta que se arrepientan de su pasado turbio, despótico y aventurero
que los condena, y se aferren a la democracia como a los clavos de Cristo. Fueron elegidos por la lealtad al príncipe, al margen de su experiencia probada en el manejo de los asuntos públicos.
Ante los saldos aviesos del
neoliberalismo, Enrique Peña pudo elegir otro camino. En plena gran
depresión de la década de 1930, Keynes envió una carta a Franklin
Roosevelt donde le decía: “Usted se enfrenta a una doble tarea: la
recuperación de la crisis y la aprobación de reformas económicas y
sociales que debieron haber sido introducidas hace mucho. El objetivo de
la recuperación es incrementar el producto y el empleo. El producto se
destina a ser vendido y su volumen depende del poder de compra que le
hará frente en el mercado. Un incremento en el producto requiere de por
lo menos uno de tres factores. Las personas deben ser inducidas a gastar
una mayor parte de su ingreso, o las empresas deben ser persuadidas, ya
sea por una mayor confianza o por una menor tasa de interés, a
contratar más personal y así crear más ingresos en manos de sus
empleados. Alternativamente, la autoridad pública debe ser llamada a
crear ingresos adicionales a través del gasto público. Cuando los
tiempos son malos no se puede esperar que el primer factor funcione a
una escala adecuada. El segundo factor no podrá operar sino hasta que el
gobierno haya revertido la situación a través del gasto público. En
consecuencia, el mayor impulso para salir del bache sólo puede provenir del tercer factor”.
Pero Peña apuesta a la eliminación de las trabas que impiden la radicalización del neoliberalismo.
*Economista
Fuente: Contralínea 319 / enero 2013
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