¿Qué hacemos con los indios?
Francisco López Bárcenas
E
l día 25 de octubre de 1875, Ignacio Ramírez, El Nigromante,
preocupado por la desigualdad social imperante en el país, escribió a
Carlos Olaguibel, gobernador del estado de México, una carta en la que
preguntaba
Desde el gobierno actual se miran dos rutas para enfrentar el
problema: una asistencialista y otra de contención del descontento
social; la primera a cargo de la Comisión Nacional para el Desarrollo de
los Pueblos Indígenas (CDI) y la segunda a cargo de la Comisión para el
Diálogo con los Pueblos Indígenas, una ampliación de lo que fue la
Comisión para el Diálogo y la Negociación en Chiapas y que, como
aquélla, depende de la Secretaría de Gobernación. Nuria Mayorga Delgado,
titular de la CDI, ha dicho que sus prioridades serán la Cruzada
Nacional contra el Hambre y los programas de electrificación, agua
potable y acciones productivas, es decir, los mismos programas que ha
CDI ha desarrollado por años. Por su parte, Jaime Martínez Veloz ha
dicho que la comisión que encabeza tiene que ver con ¿qué hacemos con los pobres?, que en los tiempos en que la cuestión se formulaba resultaban sinónimo de indios. Casi siglo y medio después la pregunta sigue teniendo vigencia, entre otras cosas porque –a pesar de las políticas elaboradas desde el Estado para su desaparición y los programas económicos del sector privado con los mismos fines– los pueblos indígenas siguen existiendo, luchan contra las políticas colonialistas ejercidas en su contra, reclaman una verdadera reforma del Estado para que se les incluya en la nación mexicana, se reconozcan sus derechos colectivos y se creen los mecanismos para hacerlos efectivos.
hacer política para construir las condiciones que permitan reanudar el diálogo.
Las políticas asistenciales para pueblos indígenas no son ninguna novedad; por décadas han sido el eje de la acción gubernamental y esa fue la ruta que marcó el Presidente de la República cuando era candidato, y no la modificó por más que sectores del interior de su partido y un grupo de indígenas ligados a las instituciones gubernamentales se lo sugirieron. En ese rubro no hay por qué mostrarse sorprendidos. Lo novedoso es lo segundo que, al parecer, no estaba en su agenda gubernamental y tuvieron que hacerlo en respuesta a la reaparición pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, aunque tampoco quieren que el centro de atención sean los rebeldes y por eso la ampliaron a un diálogo y negociación con todos los pueblos indígenas del país.
Una de ellas es que el derecho internacional sobre derechos indígenas ha avanzado sustancialmente y contiene algunas materias que se encuentran ausentes en los acuerdos de San Andrés, pero sus disposiciones son obligatorias en nuestro país por disposición de nuestra Constitución Política; la otra es que los tratados comerciales, aunque no se refieren a derechos indígenas los impactan negativamente y es necesario regular la forma en que se implementan para que no lo hagan. Y, lo más importante: muchos de los pueblos con los que se busca dialogar ya están implementando su autonomía por la vía de los hechos, creando gobiernos propios, cuerpos de seguridad y defendiendo sus recursos naturales. Esa es la problemática que la comisión debe tener presente y buscarle solución. Hacerlo requiere voluntad política y –desgraciadamente– no se ve que el grupo gobernante la tenga.
Eso es lo que algunos pueblos y organizaciones que los acompañan en la defensa de sus derechos perciben. Por eso es que ya se escuchan voces calificando la estrategia del gobierno de simulación, una medida de contención de la protesta social. Y no se trata de cualquier voz, porque quienes hablan son representantes de algunos pueblos en resistencia contra las actuales políticas gubernamentales. Ellos necesitan señales claras de los verdaderos objetivos de la comisión para el diálogo para saber si pueden esperar algo de ella porque, como enseñó Eric Hobsbawm y su experiencia les dicta, la única manera de conquistar derechos es luchar por ellos.
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