Nuestros juegos del hambre
Escrito por Autor Invitado
Por Antonio Salgado Borge
Los mensajes de la cúspide elogian
las ayudas….Pero rara vez promueven, entre los ciudadanos, la
importancia de organizarse para exigir la justicia que les corresponde-
Sergio Aguayo, profesor-investigador y analista político mexicano.
Nos encontramos en la víspera de una
nueva temporada de nuestros muy particulares juegos del hambre. En 2015
se celebrarán elecciones intermedias y los signos que se pueden percibir
indican que, una vez más, la mayoría de los triunfos electorales
estarán basados en la capacidad de los partidos políticos de lucrar con
la miseria.
Una aberración de esta naturaleza es a
todas luces inaceptable en cualquier sistema que se jacte de ser
auténticamente democrático. Sin embargo, tan sólo representa uno de los
escalones más bajos en los senderos descendentes que han llevado a las
democracias alrededor del mundo a entrar en un intenso estado de crisis.
En su más reciente edición (12/2014), la
revista Letras Libres ofrece un magnífico texto de Thomas Meaney y
Yascha Mounk titulado “¿Qué era la democracia”?. Los autores identifican
una decepción general de los beneficios que la democracia promete que
ha llevado a buena parte de los habitantes de regímenes democráticos a
asumir una suerte de fatalismo. Son dos los factores que, a su juicio,
fungen como los principales causantes de este “fatalismo democrático”:
El primero de éstos es el fracaso del
libre mercado. Meaney y Mounk subrayan que un aumento generacional de la
prosperidad solía ser considerado como resultado o prerrequisito de la
democracia liberal; pero éste no sólo no se ha producido, sino que las
condiciones de vida en buena parte de las democracias alrededor del
mundo han disminuido dramáticamente. Los indicadores de movilidad social
y poder de compra del salario mínimo en México y Estados Unidos revelan
que para las generaciones actuales es sumamente improbable tener un
mejor nivel de vida que el de sus padres.
El segundo factor que lleva a caer en un
“fatalismo democrático” son las modestas ganancias que la democracia
liberal ha generado. Contrario a lo prometía, este sistema no puede
garantizar grandes resultados políticos o económicos y tan sólo asegura
“un proceso político que permite a las personas tomar malas decisiones
sin poner en riesgo el orden político entero”. En el peor de los casos,
“la llegada de la democracia no se distingue para los campesinos de las
formas de clientelismo o patrimonio que le precedieron”. Finalmente, el
poder de decisión o soberanía termina siendo transferido del pueblo a
los grandes capitales y a los acreedores de la deuda pública.
México es un ejemplo perfecto de cómo
llevar estos factores al extremo. En nuestro país no hay muestras
visibles de prosperidad bien distribuida, de movilidad social, de
soberanía o de resultados económicos. Pero si que las hay de poderes
fácticos, de clientelismo y de legislaciones en detrimento de las
mayorías y a favor de grandes capitales. No es de extrañar, entonces,
que el desencanto de nuestra población con la democracia sea cada día
mayor.
Una vez conocidos los factores que
propician “fatalismo democrático”, es posible afirmar en nuestra
lacerante desigualdad, en nuestro bajo PIB per cápita y en nuestro
pésimo desempeño económico radica una de las grandes fisuras de nuestra
democracia. El problema es que, lejos de encarar estas deficiencias, en
las últimas décadas gobiernos federales y estatales se han dedicado a
combinar políticas de sentido neoliberal con un despilfarro recursos en
gastos irracionales, dádivas o corruptelas que no contribuyen a
incrementar el nivel de vida de sus gobernados ni a generar seres
humanos heterónomos y comprometen a las generaciones futuras que tendrán
que responder por los pasivos generados convertidos en deuda pública.
Nuestra economía y nuestra democracia se
hunden simultáneamente socavadas por un modelo que es electoralmente
redituable, pero carísimo en términos monetarios y democráticos.
Desgraciadamente, la prosperidad en nuestro país – promesa para y
requisito de la democracia- no sólo no aumentará, sino que disminuirá, a
corto plazo, ante los menores ingresos derivados del bajo precio del
petróleo y de los efectos reforma energética a mediano plazo. El
malestar de los mexicanos es creciente y su presencia es claramente
visible en manifestaciones desesperadas –violencia, crimen organizado,
revueltas–, organizadas -marchas y manifestaciones estudiantiles-, o
simplemente en el completo rechazo que ya enfrenta todo lo que huela a
instituciones o actores del sistema político.
El diagnóstico de Meaney y Mounk será
válido para México y 2015 será un año de decepción y destrucción
democrática en nuestro país. Ante la falta de un desarrollo democrático
real, el próximo año el poder de decisión de un buen número de votantes
será transferido nuevamente a las élites partidistas y a sus
patrocinadores.
Lo único que puede atravesarse en este
proceso es un aumento en la fuerza y velocidad del movimiento de
indignados que recorre todo el país. Esta opción no es descabellada,
pero su impacto será mucho más directo en 2018. Por lo pronto, es seguro
que en 2015 presenciaremos una reedición más de nuestros trianuales
juegos del hambre y que el único rastro de nuestro sueño democrático
será ese concepto operacional vaciado de sentido que hoy mal llamamos
democracia.
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