Están pasando cosas
imprevistas, también para quienes en principio disponen de los mejores
instrumentos para conocer la sociedad y anticipar su posible evolución: resultados electorales desconcertantes, pérdida de referendos contra todo pronóstico,
avance de fuerzas políticas reaccionarias… El pabellón de los
desconcertados está formado por gente de variada procedencia, tanto de
derechas como de izquierdas, los conservadores clásicos y los pijos
progresistas, el Partido Republicano americano y los Clinton, los
socialdemócratas y los democristianos europeos… En tiempos de fragmentación, lo único transversal es el desconcierto,
aunque a la derecha le suele durar menos. Por lo general, los
conservadores se llevan mejor con la incertidumbre y no tienen
demasiadas pretensiones de formular una teoría de la sociedad, mientras
las cosas funcionen. La izquierda suele sufrir más con la falta de
claridad y tarda mucho tiempo en comprender por qué los trabajadores votan a la extrema derecha. De
ahí el amplio debate acerca de qué debe hacer la izquierda (los
liberales, los demócratas, los socialistas o los progresistas) para
recuperar alguna capacidad estratégica en medio de una situación que ni
comprende ni, por supuesto, controla. De todas maneras, puede que la
distinción entre la derecha y la izquierda sea menos relevante que la diferencia entre quienes lo han entendido (Trump y Sanders) y quienes no han entendido nada (los demócratas y los republicanos clásicos).
¿Cómo
se explica este desconcierto? Mi hipótesis es que tiene su origen en la
fragmentación de nuestras sociedades. Vivimos en comunidades
atravesadas por fracturas múltiples, en Estados Unidos concretamente, entre las ciudades de la costa y el interior del país,
entre la población blanca y las minorías, la ética protestante del
trabajo y una cultura de la abundancia y la diversión… Al mismo tiempo,
los medios, los tradicionales y las redes sociales, han acelerado esta
fragmentación de las identidades culturales y políticas; especialmente
las redes sociales permiten la creación de comunidades abstractas y
homogéneas en unos enclaves de opinión donde se refleja la
autosegregación psíquica de las comunidades ideológicas.
El pabellón de los desconcertados está formado por gente variada, desde conservadores clásicos hasta pijos progresistas
Una de las consecuencias de
esta ruptura es la incapacidad de entenderse unos a otros, no solamente
desde el punto de vista de compartir objetivos comunes, sino también
desde el meramente cognitivo: hacerse cargo de lo que les pasa a los
otros, de las razones de su malestar, antes de denigrar el hecho de que
no tengan soluciones verdaderas a ese malestar o se dejen seducir por ofertas políticas que no representan ninguna solución. Por un lado, ese grupo de americanos blancos, mayores, salidos de las clases medias superiores y movidos por un espíritu de resentimiento racial contra la América de las minorías que Barack Obama encarnaba,
que se sienten irritados con la inmigración y el comercio
internacional. Por otro, la secesión de una minoría civilizada que se
distancia de las pulsiones populistas no tanto porque tiene una
idea superior de democracia como porque no sufre las amenazas de
precariedad a los más golpeados por la crisis ni comprende los temores
de los de abajo. Las élites dirigentes no están entendiendo bien lo que
ocurre en el seno de nuestras sociedades, probablemente porque ellos se
encuentran en unos entornos cerrados que les impiden entender otras
situaciones. No hay experiencias compartidas ni visión de conjunto; tan
solo la comodidad privada, de una parte, y el sufrimiento invisible, de
la otra. Quienes se han turnado en la dirección de los asuntos públicos
no han entendido lo corrosivo que está resultando para la democracia una
persistente desigualdad y la diferencia de oportunidades. Las múltiples
convulsiones experimentadas por la sociedad americana (con sus
equivalentes en otros lugares del mundo), desde el Tea Party hasta Trump
o, en el extremo contrario, los movimientos Occupy Wall Street y el
éxito inesperado de Bernie Sanders, son los síntomas de una desafección
de los americanos por una modernidad forzada, mientras que la élite y su formidable aparato de propaganda repite una y otra vez que no hay otro horizonte posible.
El desconcierto en el que vivimos tiene su origen en la fragmentación de las sociedades
Las élites argumentan que
ciertas reacciones no son razonables ni ofrecen las soluciones
adecuadas, y es cierto, pero eso no les exime de la responsabilidad de
indagar en las causas de ese malestar y pensar que tal vez estén
haciendo algo mal. Insistir en que la política es representativa, que la
globalización ofrece muchas oportunidades y el racismo es malo, es algo
que solo vale para tener razón, pero no sirve para hacerse cargo de por
qué resulta tan irritante el elitismo político, qué dimensiones de la
globalización representan una amenaza real para mucha gente y qué
aspectos del conflicto multicultural deben resolverse con algo más que
buenas intenciones.
Las soluciones al desconcierto actual solo se solucionaría con el entendimiento común, compartiendo experiencias y sentimientos
El problema es que tampoco la gente es necesariamente más sabia que sus representantes, por lo que esa fórmula de elitismo invertido que es el populismo no soluciona nada.
El problema de fondo es la falta de mundo común. Las soluciones solo se
alumbrarán compartiendo experiencias, es decir, emociones y razones;
si, en vez de seguir enfrentando las razones de los de arriba con las
pulsiones de los de abajo, aquellos interpretan adecuadamente las
irritaciones de estos, condición indispensable para que los irritados
puedan confiar en las intenciones y capacidades de quienes les
representan.
Daniel Innerarity
es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la
Universidad del País Vasco y profesor invitado en la Universidad de
Georgetown. Su último libro es ‘La política en tiempos de indignación’.
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