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Cuando la frontera entre Canadá y Estados Unidos es una biblioteca y no un muro
Joan Faus
Cuando
trabaja en su despacho, Nancy Rumery está en Estados Unidos. Cuando
cruza el pasillo para agarrar un libro, está en Canadá. Una frontera
invisible parte en dos la biblioteca Haskell. La fachada norte del
edificio da a Stanstead, en la provincia canadiense de Quebec. La sur a
Derby Line, en el estadounidense Vermont. Pero es como si los dos fueran
el mismo pueblo: los cerca de 4.000 residentes cruzan con facilidad del
uno al otro para trabajar, hacer la compra o echar gasolina
En
esta frontera, nadie se imagina que pudiera haber un muro como el que
existe entre EE UU y México y que planea completar el presidente
estadounidense, Donald Trump.
En Quebec no se oyen voces que apoyen el muro con México, pero en
Vermont sí. El miedo, atizado por Trump, a los supuestos peligros que
traen consigo los inmigrantes latinoamericanos ha calado en Derby Line,
donde la vida transcurre con calma a la espera de que deje de nevar en
un par de meses.
El contraste con Stanstead es un espejo de cómo los Gobiernos del republicano Trump y el progresista Justin Trudeau, que ha reforzado
la política de acogida al inmigrante, están en las antípodas. Una
encuesta del Angus Reid Institute muestra que el 62% de los canadienses
se declaró molesto por la victoria de Trump en las presidenciales de
noviembre.
Roland Goodsell, canadiense de 76 años y nacido en
Stanstead, considera una “estupidez” el muro con México. “Puede haber
algunos malos hombres [“bad hombres”, como los ha llamado
Trump] mexicanos, pero también americanos y canadienses. Los realmente
malos tienen dinero y pueden volar”, dice. Habla al lado de la barrera,
que se alza cuando pasa un vehículo y que lleva hasta EE UU.
La bibliotecaria Rumery, de 53 años,
nació en Canadá pero desde hace tres décadas vive en Vermont con su
marido estadounidense. Explica, entre risas, que rehúsa hablar del muro
con México porque no quiere captar la atención de Trump. No vaya a ser
que decida también levantar una barrera con Canadá. “Si lo miras desde
el aire, esta es una sola comunidad”, dice. “Hay una larga historia de
generaciones viviendo juntas”.
Apenas hay cicatrices
entre Quebec y Vermont. En los bosques, la frontera solo se revela por
la ausencia de árboles, talados para marcar la divisoria internacional.
En las calles de Stanstead y Derby Line, la frontera son unas puertas
que la policía abre tras examinar a vehículos y peatones.
Junto
a la biblioteca, hay una separación simbólica: una hilera de macetas
con plantas, ahora teñidas de blanco, y un monolito delimita cada país.
Hay un coche de policía en los alrededores. Los controles en la aduana,
aunque sean más estrictos que antes del 11-S, son laxos.
Muchas familias, cuenta Rumery, viven en Canadá
pero trabajan en EE UU. Tienen lo mejor de ambos mundos: sanidad
gratuita en el primero, y sueldos más altos y productos básicos más
baratos en el segundo. También hay residentes de Derby Line que acuden a
la farmacia de Stanstead, que es más económica, o mandan a sus hijos a
estudiar francés o jugar a hockey hielo.
Goodsell, que
vende aspiradoras a domicilio en Quebec, habla con nostalgia. Apenas no
hay un minuto en que no suelte la frase: “En los buenos viejos tiempos”.
Se refiere a cuando era más fácil cruzar la frontera y todo el mundo se
conocía. Sus dos hijos mayores nacieron en los años sesenta en EE UU
porque el ginecólogo vivía allí. Ahora, dice, sería demasiado
complicado. Él va mucho menos a Vermont. Todo cambió en 2001: tras los
atentados del 11 de septiembre, EE UU estableció unos puntos de paso, y
amplió el número de cámaras y de agentes.
El vecino también añora la época en que había
“tres hoteles y tres concesionarios de coche” en Stanstead. En los años
setenta, cuenta, empezaron a cerrar fábricas de textil y acero. Ahora el
granito es la única industria del pueblo. Le cuesta muy poco criticar a
Trump, pero ve con buenos ojos el proteccionismo que defiende bajo la
promesa de traer de vuelta empleos industriales a EE UU, y que también
le lleva a querer renegociar el NAFTA, el acuerdo de libre comercio con Canadá y México.
En
un par de minutos en coche, se cruza a EE UU. El paisaje es el mismo:
casas bajas bañadas en nieve. Pero la Rue Dufferin pasa a llamarse Main
Street, el límite de velocidad cambia de kilómetros a millas y apenas se
oye francés. En Derby Line, las cosas se ven algo distintas.
Fritz Halbedl, un austríaco nacionalizado
estadounidense de 57 años y que lleva 30 en el país, es el cocinero del
único hospedaje de Derby Line. Dos veces a la semana juega al tenis en
Stanstead. Considera innecesario levantar una barrera con Canadá pero
pide “controlar más” la frontera. Atribuye la epidemia
de adicción de opiáceos que sacude Vermont, y otros Estados, a la
entrada de drogas desde Canadá. “¡Imagina cuál debe ser el ratio de
muertes por drogas en las ciudades sureñas!”, exclama para defender la
construcción del muro con México, que, según una encuesta de ABC News y The Washington Post de mediados de enero, rechaza un 60% de los estadounidenses.
El
chef, casado con una estadounidense, pide restringir la inmigración
irregular. “Tenemos que protegernos”, interviene su esposa Paula. En las
elecciones de noviembre, votaron a Trump. Están muy contentos con el
maratón de decretos que ha firmado el presidente en sus primeros días en
la Casa Blanca, entre ellos la formalización del plan de muro con
México y el veto a la entrada a EE UU de ciudadanos de siete países de
mayoría musulmana.2.200 policías para 8.800 kilómetros de frontera
Unos 2.200 agentes estadounidenses vigilan los
8.800 kilómetros de frontera con Canadá, la más larga del mundo. En la
frontera con México, de 3.100 kilómetros, hay aproximadamente 18.500
agentes. Hay 100 veces más aprehensiones por tráfico de drogas o
personas en la frontera sur. La disparidad económica entre México y EE
UU, la llegada de inmigrantes indocumentados y la amenaza del
narcotráfico es infinitamente superior que entre EE UU y Canadá. Pero la
escasa vigilancia de la frontera norte inquieta a algunos legisladores y
funcionarios estadounidenses que han alertado de la facilidad de cruzar
desapercibido por las zonas boscosas.
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