Desde
entonces, en Occidente no solo no hemos avanzado sino que hemos ido
justo al revés. Nadie parece entender que la política, el arte de
organizar las sociedades, no es una cuestión de sentimiento si no de
voluntad, y la voluntad solo puede fundarse en el conocimiento. Es por
eso por lo que cualquier acción política tiene que sostenerse en un
fondo de verdad, y no en una vil patraña, para poder funcionar. Algo tan
sencillo parece casi imposible de comprender para muchos, que prefieren
defender sus prejuicios, su ignorancia o sus fobias y filias.
Lejos
de ello, nuestros contemporáneos parecen meditar y razonar con lo más
primario de su sistema hormonal. Me viene esta reflexión al hilo de un
artículo mío anterior sobre los nubarrones que parecen formarse en
Oriente Medio. El argumentario, por llamarlo de algún modo, a pie de
artículo o bien no tenía nada que ver con lo dicho o los opinadores se
limitaban a insultarse entre sí. Esta actitud es mucho más
representativa de lo que cabría pensar. Muchos –especialmente en la
izquierda- utilizan su mucha o poca capacidad de ironía para zaherir, no
ya adversario, si no al enemigo mortal. Este afán de herir al otro cae
hasta el nivel del insulto y de ahí corrompe los razonamientos del que
intenta argumentar. En la célebre marcha de mujeres de Washington, con
motivo de las protestas contra la toma de posesión de Donald Trump y a
causa de la supuesta actitud del presidente hacia las mujeres, podía
verse multitud de pancartas en absoluto respetuosas con las propias
mujeres: desde una pancarta que decía, en español, “viva mi vulva”,
hasta “my pussy, my rules” (mi coño, mis reglas) o “pussy power” (el
poder del coño). Toda esta vulgarización, en el peor sentido, de las
opiniones y argumentarios hace la discusión absolutamente imposible. Era
Gustavo Bueno a quién escuché una vez quejarse del grado de
imposibilidad de cualquier tipo de diálogo en nuestros días y fue
también él quién hizo de mi un escéptico del diálogo.
Nada
de esto es de extrañar. Una mujer es brutalmente agredida en Murcia por
doce hombres y unos cuantos sujetos se dedican a justificar el hecho
solo por la razón de que, según ellos, ella hacía lo mismo. Toda esta
comprensión se coloca, naturalmente, bajo el paraguas del
“antifascismo”, una palabra que nadie sabe muy bien qué significa –ni el
uno por ciento de la población daría cuenta cabal de qué es el
“fascismo”- pero que es capaz de explicar casi cualquier comportamiento,
por mezquino que éste sea. Estamos en un momento en el que una
proporción creciente de nuestros conciudadanos piensa que, o estás de
acuerdo con ellos o eres un “fascista”. De ahí que los resultados de las
urnas sean cada vez más cuestionables porque la victoria en las urnas
no justifica la “legitimación del fascismo”. El término “fascista” es
tremendamente vago, impreciso a más no poder en sus límites y, en
realidad, abarca lo que el que manda quiere que abarque. Tras él van “el
odio” y “la discriminación”, que solo tienen por origen, naturalmente,
el “fascismo”. Así se cierra el círculo, un círculo que es, como se dice
en alemán, realmente diabólico porque conectando cualquier
comportamiento o actitud con la premisa universal del “fascismo”, se
permite la exclusión absoluta de toda opinión, actitud o comportamiento,
no importa si es verdad o mentira sencillamente por la razón de que
nadie –so pena de ser él también acusado- va a molestarse en contrastar
la opinión. Poco a poco va construyéndose un totalitarismo de nuevo cuño
en el que cada uno es su propio censor y tácitamente van poniéndose los
límites de lo que ni siquiera es lícito pensar. La patología se consuma
con “fiscales” que funcionarizan la enfermedad persiguiendo de oficio
“odios” y “discriminaciones”, a diestro y siniestro.
El
monstruo toma muchas formas, no solo la de la brutalidad de
australopitecinos como los que justificaban la paliza a una mujer entre
doce. Desde el que se niega a discutir o a amparar opiniones que no le
gustan para recibir el favor del ahora poderoso hasta la sospechosísima
unanimidad de una prensa que, divergente en teoría, alcanza un
aplastante acuerdo y repite monocorde las mismas consignas. Este es el
caso de la reciente elección de Donald Trump sobre el que, desde “La
Razón” hasta “Podemos”, desde “Der Spiegel” hasta el “The Washington
Post”, se repiten las mismas ideas y las mismas banalidades, cuya fuerza
argumental radica precisamente en el silencio de los discrepantes.
Todo
esto demuestra una vez más lo que ha retrocedido la humanidad desde dos
milenios a esta parte. Los filósofos están hoy más lejos que nunca del
poder en todas partes. Hace años Julián Marías expuso lo siniestro de
aquellos que se habían consagrado a vivir “contra la verdad”. Hoy, lo
que el creía una actitud residual, es ya una tendencia en auge.
Esperemos pues que “los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por
especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la
palabra”.
Fuente: Gaceta.es
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