ARGENTINA: Empresas corruptas y bien protegidas
“Hoy la obra pública dejó de ser un sinónimo de corrupción; gracias a los ahorros, a partir de licitaciones transparentes y contratación de proveedores como corresponde, se ahorraron en transporte 32 mil millones de pesos”. El diputado nacional del FpV Carlos Heller dio su propia hipótesis para comprender el sentido de la frase del presidente de la Nación, en su discurso ante la Asamblea Legislativa del 1° de marzo: “Estaba hablando de Dinamarca”. Ese mismo día, por la mañana, el titular de la Fiscalía Criminal y Correccional Federal número uno, Jorge Di Lello, había impulsado la acción penal contra Mauricio Macri, el titular del grupo Sideco, Franco Macri, y el secretario general de la Presidencia, Fernando de Andreis, entre otros varios funcionarios y empresarios (o ambas cosas a la vez), por la posible comisión de los delitos de asociación ilícita, defraudación y tráfico de influencias en el marco de presuntas irregularidades en la concesión de rutas aéreas a empresas privadas en las que los funcionarios del actual gobierno están involucradas. Justo en el área de transportes, que Macri, el presidente, eligió para dar el ejemplo.
Pero avanzando un par de párrafos más adelante, el mismo discurso de Macri a la Asamblea sugiere que está hablando efectivamente de Argentina, contradiciendo la hipótesis de Heller, al pedirle al Congreso que “debata y sancione la Ley de Responsabilidad Empresaria”, una iniciativa por la que se presume que se podrán sancionar a empresas que participen en hechos de sobornos. Este proyecto ya había sido anunciado a principios de julio de 2016, cuando arreciaban las denuncias y sospechas sobre las contrataciones durante el gobierno kirchnerista. Y Héctor Méndez (UIA) y Juan Chediack (Cámara de la Construcción) se iban de boca dando por sentado el pago de coimas como un trámite burocrático más en las contrataciones públicas, pero después recuperaban la prudencia y perdían la memoria al ser indagados por la Justicia. Y el ex secretario de Obras Públicas José López se dejaba filmar oportunamente arrojando bolsas de dinero al interior de un convento. El proyecto para el escarmiento de empresas corruptas recién llegó al Congreso tres meses y medio después, el 20 de octubre, y ahora es reflotado por el presidente de la Nación en un clima muy diferente al que le dio origen: las sospechas se han vuelto sobre el propio entorno gubernamental, y los nombres de firmas como Sideco, Macair, Constructora Caputo o La Anónima, ahora merecen tanta atención como antes se le prestó a varias constructoras patagónicas.
El momento en el que se presentó el proyecto al Congreso, en el mes de octubre, no es casual sino que sigue una secuencia que, por entonces, el gobierno parecía sostener. Pocos días antes, el parlamento había aprobado una cuestionada ley del arrepentido, “otorgando beneficios a aquellos que, luego de haberse involucrado en sobornos, se arrepientan y colaboren con las autoridades”, según el comentario de un artículo sobre el tema que publicó en su página web el megaestudio jurídico Marval O”Farrell & Mairal. Pero este nuevo proyecto apuntaba a las empresas, no a las personas, para que nadie quedara impune. O, al menos, eso quería reflejar.
“La corrupción se combate con transparencia e integridad”, enfatizó Macri ante la Asamblea Legislativa este 1° de marzo. Todos entienden de qué se trata la transparencia en este caso, pero a otros les habrá llamado la atención el uso del término “integridad”. Hay que ir al aún no debatido “proyecto de ley de responsabilidad penal corporativa en casos de corrupción” (como lo menciona el citado estudio jurídico en su análisis) para entender el alcance del término.
En su comentario, el estudio Marval O”Farrel y Mairal señala que, “de acuerdo con el proyecto, la responsabilidad penal podría ser mitigada o eliminada si se puede demostrar que la persona jurídica (la empresa) involucrada ha implementado, con anterioridad a la comisión de la ofensa (el delito), un programa de integridad”. Y enseguida explica que, dentro de los términos del propio proyecto oficial, “los programas de integridad serán considerados efectivos en aquellos casos en los que sean adecuados para prevenir, detectar, remediar y reportar ante las autoridades correspondientes los hechos delictivos abarcados por la ley”.
Estos programas de integridad implican el cumplimiento de una serie de requisitos, desde un código de ética o de conducta de directores y empleados, hasta “un sistema de investigación interna que respete los derechos de los investigados e imponga sanciones efectivas a las violaciones del código de conducta”. Según varios especialistas consultados, estas normas están en boga en el mundo de los negocios, rigen en las grandes empresas y funcionan como una certificación de control interno a directivos y empleados. Son, además, por su excesivo costo de implementación, sólo accesibles para empresas de gran tamaño, es decir filiales de multinacionales o grandes empresas nacionales de primerísima línea. Lo llamativo es que el sólo hecho de contar con un “programa de integridad” prácticamente exime de sanciones y de responsabilidad a una empresa contratista ante la comisión de hechos de corrupción, según el proyecto de ley que el presidente de la Nación reclama aprobar.
Y asi también parece entenderlo el estudio Marval O”Farrel y Mairal, que en el comentario en su página web sobre el proyecto, tras enumerar los puntos que debería incluir un “programa de integridad” para ser considerado “efectivo” para la ley, sostiene: “Independientemente del texto que finalmente apruebe el Congreso, éstos parecen ser los lineamientos generales a los cuales, en el futuro, deberán adaptarse las personas jurídicas (empresas) para mitigar o eliminar cualquier tipo de atribución de responsabilidad por delitos de corrupción”.
Los programas de integridad están concebidos para cuidar los intereses de las empresas, particularmente de los accionistas, contra el accionar delictivo de empleados o directivos “infieles”. A ellos apuntan los mecanismos de control o códigos de conducta. En cambio, los hechos de corrupción bajo sospecha, a los que se busca combatir, involucran decisiones corporativas -pagar una coima para adjudicarse una obra o la contratación de prestación de determinado servicio, cuando no la entrega de un área de negocios en forma monopólica-que favorecen a la propia corporación, en perjuicio del Estado o de terceros (competidores). Es incomprensible por qué una empresa, que posea un “programa de integridad”, quedaría fuera de sospecha de corrupción por la simple certificación de poseer esa herramienta de control interno.
Poseer “un programa de integridad” sería así una suerte de patente de corso, un “pase libre” en el parabrisas de las grandes corporaciones para “mitigar o eliminar cualquier tipo de responsabilidad por delitos de corrupción”. Es lo que, según parece, plantea “la ley para penalizar a las empresas corruptas” que propone el gobierno. Levantando las banderas de la transparencia y el combate a la corrupción, pero haciendo la vista gorda con las grandes corporaciones.
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