Un racismo postcolonial
Pierre Tevanian y Saïd Bouamama
LMSI
Cuando toda la derecha francesa se escandaliza porque un candidato a las elecciones presidenciales reconoce el carácter evidentemente criminal de la colonización, un reconocimiento al que, sin embargo, siguió inmediatamente un sí, pero; cuando las violencias policiales> cometidas mayoritariamente contra los descendientes de colonizados llegan por fin al primer plano político y mediático; cuando, por último, el vocabulario colonial más claro –y el más ostensiblemente injurioso– reaparece en este mismo escenario (la palabra negrata [bamboula], que se profiere regularmente en los controles de identidad, es asumida como conveniente por un sindicalista policial y como afectuosa por un magistrado hipermediático), nos ha parecido útil volver sobre el pasado colonial de Francia y, sobre todo, sobre la herencia que ha dejado. Una herencia que, precisamente, tiene un gran peso en términos de racismo y de violencias policiales.
A la pregunta de ¿Se puede hablar de un racismo postcolonial? respondemos con otra pregunta: ¿Cómo se puede no hablar de ello? ¿Cómo se puede hablar de las formas contemporáneas del racismo sin mencionar dos de sus principales genealogías, los sistemas esclavista y colonial?¿Cómo se puede negar que hoy existe un profundo racismo cuyo fundamento se encuentra en unas instituciones, prácticas, discursos y representaciones elaborados en el marco del imperio colonial francés? [1]
¿Cómo se le puede negar cuando, por ejemplo, la encuestas de opinión ponen en evidencia una forma de desprecio o de rechazo específico, más fuerte y más duradero, de los inmigrantes originarios de los países colonizados? En efecto, de estas encuestas [2] se deduce que desde hace varias décadas se pueden observar dos fenómenos: por una parte, las oleadas de inmigración más recientes siempre son las más despreciadas, las más temidas o las más despreciadas, mientras que el tiempo disipa poco a poco este temor y este desprecio; por otra parte, los inmigrantes procedentes de países colonizados antiguamente, sobre todo de África, son la excepción de esta primera regla.
En otras palabras, conviene distinguir entre el estigma xenófobo, que solo existe bajo una forma exacerbada para los recién llegados, y el estigma racistaracista, que cristaliza unas representaciones mucho más profundamente arraigadas y que, por lo tanto, no pierde su fuerza, o pierde muy poca, con la renovación de las generaciones y su arraigo en Francia. Si bien al llegar a Francia los inmigrantes italianos, polacos, armenios o portugueses pudieron ser objeto de discursos infamantes y de medidas discriminatorias muy brutales, a menudo comparables por su forma y violencia a lo que sufren actualmente los inmigrantes postcoloniales [3], no ocurrió lo mismo con sus hijos y menos aún con sus nietos. No se puede decir lo mismo de los hijos de los inmigrantes magrebíes o negros africanos, que son los únicos a los que se condena a la denominación absurda, aunque elocuente políticamente, de inmigrantes de segunda o tercera generación y a las discriminaciones que le acompañan.
Si el racismo es una valorización generalizada y definitiva de diferencias reales o imaginarias, a beneficio del acusador y en detrimento de su víctima, para legitimar una agresión o unos privilegios, según la fórmula de Albert Memmi [4], existe efectivamente un racismo específico que se ha construido como una legitimación de la agresión y del privilegio coloniales: ha existido efectivamente esencialización y naturalización de diferencias culturales (sobre todo la referencia musulmana), descalificación moral de estas diferencias, teorización y producción del indígena como cuerpo de excepción enmarcado por unos dispositivos específicos (formalizados sobre todo en Argelia por el Sénatus-Consulte del 14 de julio de 1865 [5]) [6]. Y este racismo culturalista se ha transmitido claramente de generación en generación, incluso después de las independencias, y sin que disminuyera, como cualquier sistema de representación no sometido a la crítica y a la deconstrucción: difícilmente se puede negar que en la sociedad francesa contemporánea siguen circulando (y actuando) de forma generalizada unas representaciones del negro, del inmigrado, del musulmán, del beur o de la beurette[7][8] que sobrevaloran una diferencia cultural (ellos son diferentes de nosotros) al tiempo que se niegan las demás diferencias, sobre todo de clase o de personalidad (ellos son todos iguales y todos nosotros compartimos una misma identidad nacional).
Tampoco es discutible que esta doble operación de división y de amalgama produce unas representaciones claramente inferiorizantes (ellos están marcados por la carencia o el retraso en el mejor de los casos y en el peor por la peligrosidad[9], mientras que nosotros encarnamos la Razón, lo Universal y la modernidad). Por último, no es discutible que este discurso degradante garantiza actualmente la legitimación de una situación de dominación, de relegación y de exclusión social sistémicas. Unas discriminaciones sistemáticas e institucionales
Tras décadas de ceguera o de negación se empieza a reconocer la existencia generalizada de discriminaciones racistas y muchas personas están dispuestas a admitir que afectan más específicamente a los descendientes de los antiguos colonizados. Pero a pesar de la existencia de varios estudios que ponen de relieve el carácter sistémico de estas discriminaciones[10], se siguen entendiendo mayoritariamente como fenómenos puramente individuales de desconocimiento del otro o de repliegue sobre uno mismo, cuando no se incrimina a las propias víctimas por su falta de integración o su retraso cultural. Lo que se niega siempre es la existencia de procesos sociales de producción de las discriminaciones dentro de la legalidad más estricta y por parte de las propias instituciones de la República, ocultos por un principio oficial de no discriminación que se proclama ritualmente aunque se pisotea a diario[11]. Sin embargo, este carácter sistémico e institucional de las discriminaciones es patente y constituye la primera analogía visible con la relación colonial:
Además de la serie de analogías que se pueden apreciar entre ambos fenómenos, analogías de orden histórico (con frecuencia la inmigración es hija de la colonización directa o indirecta) y analogías de estructura (en el orden de las relaciones de dominación la inmigración ocupa hoy el lugar que ocupaba ayer la colonización), en cierto modo la inmigración se ha erigido en sistema de la misma manera que se decía que la colonización es un sistema (según la expresión de Sastre)[12].
Por consiguiente, el racismo postcolonial no es una simple supervivencia del pasado. Se trata, por el contrario, de una producción permanente y sistémica de nuestra sociedad, ya que las representaciones heredadas del pasado se reformulan y reinvierten al servicio de intereses contemporáneos. Es nuestra sociedad la que actualmente continúa produciendo indígenas en el sentido político del término: unos subciudadanos, unos sujetos que no son extranjeros en sentido jurídico, pero a los que, aún así, no se les trata como franceses a parte completa.
Marx estudió esta interacción entre pasado y presente, y el papel que desempeña el imaginario social heredado[13]. A través de este imaginario es como los hombres descifran su realidad vivida, determinan las fronteras entre un nosotros y un ellos, y basan su acción presente. En este caso a través del imaginario colonial es como se entienden los inmigrados poscoloniales de las décadas de 1960 y 1970, y como se ha legitimado su relegación económica social y política: inserción desde abajo en los sectores más duros del mundo económico, negación de las necesidades sociales no vinculadas directamente a las necesidades productivas, reducción del hombre a una simple fuerza de trabajo (y, en consecuencia, no se tiene en cuenta la vida familiar y el inevitable arraigo), conminación a ser discreto y apolítico. La masificación del paro y de la precariedad desde la década de 1980 se creó sobre la base de este orden de las dominaciones en el que los inmigrados aparecen como dominados entre los dominados y los franceses procedentes de la colonización han heredado el lugar de sus padres. Unas atribuciones causales culturalistas, capacitarias y despolitizantes
El imaginario colonial se recupera sobre todo en la manera de entender las situaciones de desigualad real. En la mirada del colonizador no se niegan las desigualdades producidas por el sistema colonial, pero se rechaza su génesis y se recubre con una explicación biológica o cultural: por ejemplo, la falta de ardor en el trabajo del colonizado no se explica por medio de la relación social colonial, que impone al colonizado unas condiciones de trabajo agotadoras al tiempo que le priva de toda iniciativa y de todo disfrute del fruto de su trabajo, sino que se explica por medio de la indolencia congénita del africano o de la indisciplina incorregible del magrebí[14]. Hoy en día opera un mismo mecanismo de descontextualización, despolitización y etnización: lo que explica la marginación, la rabia o el me importa un comino[15]de muchos jóvenes procedentes de la colonización ya no son las discriminaciones, sino una carencia de estos jóvenes (falta de referencias o de educación paterna, incapacidad o incompatibilidad cultural, falta de familiaridad con los valores de la República o de la modernidad…). En noviembre de 2005 un ministro llegó incluso a invertir las causas y los efectos explicando la dificultad de estos jóvenes para encontrar un empleo por medio de sus comportamientos sociales… producidos a su vez ¡por la poligamia de los padres!
La temática de la integración, todavía dominante en las políticas públicas cuyo objetivo son los inmigrantes o sus hijos, se inscribe en este registro culturalista, capacitario y despolitizante. En efecto, la llamada a la integración asigna a sus destinatarios una diferencia cultural irreductible y una posición perpetua de exterioridad respecto a la comunidad nacional: si ellos deben integrarse o ser integrados es que ellos no están todavía integrados; el procedimiento de naturalización, con su cuestionario de integración, es una de las traducciones prácticas de esta lógica. Ahora bien, en el marco del sistema colonial es donde efectivamente se ha subvertido la igualdad de los ciudadanos a beneficio de una concepción culturalista de la Nación, ya que el colonizado solo se puede integrar plenamente en la ciudadanía renunciando a su estatuto personal[16]. El integracionismo, otro nombre del racismo
La consigna de integración también impone a sus destinatarios una obligación de reserva, de discreción, incluso de invisibilidad. Eric Savarèse demostró cómo la mirada colonial tendía a invisibilizar al colonizado o a convertirlo en un simple espejo en el que Francia contempla su propio genio civilizador y Abdelmalek Sayad demostró que esta invisibilización se reproducía respecto a la inmigración:
Debido a que la relación de fuerzas está indudablemente a favor de la sociedad de inmigración (lo que le autoriza a invertir totalmente la relación que le une a los inmigrados, hasta el punto de situarlos en posición de obligados ahí donde deberían, por el contrario, obligar), esta tiene una tendencia exagerada a llevar a su propio beneficio lo que, sin embargo, es obra de los propios inmigrados: también es frecuente que se presenten al menos los aspectos más positivos (o que se consideran más positivos) de la experiencia de los inmigrados, es decir, básicamente el conjunto de las adquisiciones que han sabido imponer a merced de su inmigración, […] como resultado de un trabajo difuso o sistemático de inculcación, de educación, […] trabajo que consiste en producir lo que se denomina los evolucionados (y al mismo tiempo, a discriminar a estos inmigrados evolucionables, educables o enmendables de los inmigrantes que no lo son o no lo quieren ser) y cuyo mérito es, por supuesto, de la sociedad de acogida y solo de ella[17].
Lo mismo ocurre hoy con los jóvenes franceses procedentes de la colonización: también ellos están invisibilizados. También se les insta a no ser ostentosos. También son objeto de una exigencia de cortesía y de discreción a pesar de que cotidianamente experimentan el desprecio y la injusticia social. Y cualquier estrategia de visibilización por su parte se percibe como una amenaza, una negativa a integrarse o un rechazo de la República.
A riesgo de chocar, se puede decir finalmente que la integración, tal como en general se concibe, se habla y se traduce en términos de políticas públicas, es menos frecuentemente una alternativa a la discriminación racista que una formulación sublimada o un instrumento de legitimación de esta discriminación: si el racismo es el rechazo de la igualdad, la integración es precisamente la consigna que permite eliminar la cuestión igualitaria. En efecto, si estar integrado, estar incluido, tener su lugar es mejor que ser pura y simplemente excluido, estos términos no menciona de qué lugar se trata. Un criado tiene su lugar, está incluido e integrado sin dejar de estar subordinado, despreciado y explotado. Y, de hecho, en muchos contextos hablar de problemas de integración sirve esencialmente para no pronunciar otras palabras, como dominación, discriminación o desigualdad.
En este sentido es sobrecogedor el paralelismo existente entre el uso del propio término de integración en el sistema colonial y en el sistema postcolonial: en ambos casos, más allá de las muchas diferencias de contexto se lleva a cabo misma operación, a saber, el rechazo de las reivindicaciones de libertad y de igualdad. En efecto, el Estado francés nunca utiliza tanto la palabra integración como cuando los colonizados reclaman la igualdad de derechos, la autodeterminación o la independencia, o, varias décadas después, a partir de 1983, cuando sus descendientes marchan por la Igualdad[18][19]. Integrar, reprimir, promover, emancipar
El sistema postcolonial también reproduce unas operaciones de división y de compartimentación de los individuos procedentes del sistema colonial: una masa que hay que integrar, una masa que hay que reprimir, una elite que hay que promover y unas mujeres que hay que emancipar.
Una masa que hay que integrar. Desventajas culturales, resistencias, falta de adaptación del islam a la modernidad o a la laicidad, falta de esfuerzos de integración: en todos estos clichés volveremos a encontrar una de las marcas principales del retrato mítico del colonizado, que en su momento Albert Memmi había denominado la marca de lo negativo. Volvemos a encontrar el motivo del atraso y del retraso, y su contrapartida: la misión civilizadora del Estado francés.
Una masa que hay que reprimir. Desde el momento en que se trata de jóvenes de los barrios populares, y más particularmente de aquellos procedentes de la colonización, se ilegitiman de entrada el rechazo y la revuelta ante las desigualdades. Al percibirse sus actos a través de un prisma estrechamente culturalista, no pueden tener un significado, un valor y a fortiori una legitimidad social o política[20]. Debido a su rechazo a integrarse o a sus características familiares y/o culturales y/o religiosas, los jóvenes reivindicativos solo pueden aparecer como anómicos o, peor, como portadores de normas o de valores peligrosos para el orden social. Desde los altercados de las Minguettes[21] de 1981 a los incidentes de noviembre de 2005 el recurso sistemático, casi exclusivo y desproporcionado a la firmeza, a la vigilancia y a la represión de los movimientos de revuelta es otro punto común con el modelo colonial.
Más ampliamente, cualquier comportamiento disidente, desviado o, simplemente, desplazado por parte de un joven procedente de la colonización es objeto de juicios morales que por su desmesura, su generalidad y su contenido se parecen a las quejas del colono respecto al colonizado. El retrato mítico del postcolonizado reproduce en gran medida el retrato mítico del colonizado, cuya génesis y estructura analizó Albert Memmi en su momento. Así, tanto hoy como en tiempos de las colonias se habla de territorios que hay que conquistar o reconquistar, de espacios no civilizados, de salvajes o bárbaros, de falta de educación, de necesidad de adaptar nuestros dispositivos penales a unas poblaciones nuevas, radicalmente deferentes de los jóvenes de antaño, que viven al margen de cualquier racionalidad[22].
Más allá de las palabras, las prácticas políticas y policiales vuelve a interpretar (afortunadamente de manera menos extrema) una partitura escrita en gran parte en un contexto colonial: ya se trate del toque de queda, de la guerra preventiva que constituyen los constantes controles policiales o las dispersiones intempestivas en los vestíbulos de los edificios, de la penalización de los padres por las faltas de los hijos o incluso de los métodos de gestión de la contestación política (difamación, criminalización, llamamiento a las autoridades religiosas locales para pacificar unos disturbios o desviar a la población de una acción política de protesta), las autoridades instauran en los banlieues [los barrios populares] unos modos de gestión que violan varios principios fundamentales (como la presunción de inocencia, el principio de responsabilidad individual, el principio de laicidad) y que, en consecuencia, aparecen como anomalías respecto a determinada tradición del Derecho francés, pero que no caen del cielo. Si se hace referencia a la otra tradición francesa, a las sombras que constituyen el Derecho de excepción y las técnicas de poder inventadas y experimentadas en las colonias, entonces la actual deriva de seguridad pierde mucho de su novedad y de su exotismo.
Una elite que hay que promover. Ya sea para disculpar al modelo francés de integración (demostrando a la masa fracasada que uno se lo puede montar y que, por lo tanto, cada individuo es el único responsable de sus desgracias) o para servir de intermediario con los demás jóvenes con el pretexto de una proximidad cultural, o incluso para ocupar unos puestos con carácter étnico con el pretexto de especificidades, en todas partes se enuncia una exhortación ideológica a la deslealtad, en una modalidades cercanas al evolucionado o a la piel negra, máscara blanca que analizaba Franz Fanon.
Unas mujeres que hay que emancipar, a pesar de ellas y contra sus grupos familiares. Los debates en torno a la ley sobre los signos religiosos han puesto en evidencia la persistencia de las representaciones coloniales sobre la heterosexualidad violenta del chico árabe o del musulmán y sobre la sumisión de su mujer y sus hijas. El mismo hecho de negar la palabra a las primeras concernidas y de conminarlas a quitarse el velo so pena de exclusión y de no ser escolarizadas (en otras palabras, de obligarlas a ser libres) es muestra de una concepción de la emancipación que fue la de los colonizadores[23]. El reto de nombrar
Para terminar, se imponen dos precisiones en respuesta a unas objeciones recurrentes. En primer lugar, afirmar que existe un racismo postcolonial no equivale a decir que este racismo sea el único que actúa en la sociedad francesa de 2006, que la colonización sea la única fuente de racismo y que los países que no han tenido imperios coloniales no tengan sus propios racismos, con sus propios fundamentos históricos. Es evidente que en Francia existen otros racismos, es decir, otras formas de estigmatización irreductible a la xenofobia: sobre todo los racismo en contra de los judíos y de los gitanos o incluso unas formas radicales de desprecio social respecto a blancos pobres emparentadas con un racismo de clase. Aunque a veces es útil recordarlo, en cambio es absurdo, deshonesto e irresponsable sospechar o acusar a priori (como han hecho muchas personas)[24] de colonialo-centrismo o de competencia de las víctimas, incluso de banalización de la Soah o de antisemitismo a cualquier persona que se dedique a analizar o atacar los racismos específicos que tienen por objetivo los colonizados o postcolonizados. Sobre este punto citaremos a Sigmund Freud: consagrarse a las muchas neurosis que nacen de las represiones sexuales no significa que se niegue la existencia otros trastornos y de otras causalidades. Del mismo modo, poner de relieve los orígenes coloniales de algunas formas de racismo no equivale a negar la existencia de otras formas de racismo y de discriminación que se arraigan en otros episodios históricos y otros procesos sociales. Nosotros no vemos la colonización por todas partes, al igual que Freud no veía el sexo por todas partes, aunque la veamos actuar ahí donde muchas personas no la quieren ver, como Freud veía el impulso sexual ahí donde muchas personas no lo querían ver.
Hablar de racismo postcolonial tampoco es pretender que los descendientes de colonizados viven una situación absolutamente idéntica a la de sus antepasados. En este sentido el prefijo post es suficientemente claro: marca a la vez un cambio de era y una filiación, una herencia, un aire de familia. También aquí a veces es útil una precisión, aunque lo más frecuente es que esté fuera de lugar, sobre todo cuando sirve para dar una lección a unos movimientos militantes que son perfectamente conscientes de las diferencias entre las situaciones colonial y postcolonial, y que lo afirman de manera clara y repetida. Ese fue el caso a propósito del Movimiento de los Indígenas de la República [Mouvement des Indigènes de la République]: a pesar de sus abundantes aclaraciones[25], muchos eruditos o responsables políticos le han reprochado de forma casi ritual el denominarse indígenas o el calificar de coloniales determinados discursos o determinados dispositivos legales, administrativos o policiales. Doctamente les explican que el Código del indigenado[26] está abolido.
Además de tomar a sus destinatarios por imbéciles, el problema que plantean estos llamamientos a la seriedad y al rigor históricos es que desconocen al especificidad de su discurso político o, más bien, de determinadas formas del discurso político (la petición, la octavilla, la banderola, el eslogan…) que siempre y sea cual sea el frente de lucha (obrero, feminista, homosexual…) han implicado un cierto uso de la síntesis y de la hipérbole. Así es como subestiman el poder heurístico que puede tener la cólera de los oprimidos[27].
Por último, estas llamadas al orden dejan un sentimiento de doble rasero ya que no se oyen tan frecuentemente las mismas lecciones o consejos amistosos de investigadores o investigadoras, de mujeres o hombres políticos dirigidos a las militantes feministas cuando ellas continúan, no sin razón, calificando nuestra sociedad de sociedad patriarcal. Sin embargo, con las leyes discriminatorias que confieren un estatuto de menor a la mujer ocurre lo mismo que con el Código del indigenado: ya no están en vigor. Actualmente los textos de ley registran la igualdad entre hombres y mujeres, lo mismo que el principio de no discriminación en función de la raza, la etnia o la religión, con la misma eficacia muy relativa en ambos casos… Tampoco se encuentra este deseo de medida y de hipercorrección cuando se compara a unos sin papeles sobreexplotados con esclavos, cuando filósofos, sociólogos o militantes de izquierda hablan de apartheid escolar o social, o cuando unos asalariados que, sin embargo, todavía se benefician de algunos logros sociales y de un acceso relativo a los bienes de consumo, siguen identificándose en una canción con los parias de la tierra o la famélica legión…
Más profundamente, las reacciones hostiles, desconfiadas o condescendientes suscitadas sobre todo por el Llamamiento de los Indígenas de la República plantean la cuestión crucial del poder de nombrar y de su legitimidad. Este poder de nombrar tiene unos efectos performativos sobre la realidad, sobre lo que se dice y sobre lo que se elimina en lo no dicho e incluso en lo indecible. Construye lo real social de una manera determinada imponiendo así unos esquemas de lectura, unas atribuciones causales y las consecuencias concretas que se desprenden de ello en términos de política pública. Por consiguiente, no es indiferente saber quién se autoriza a nombrar qué. No es indiferente ver emerger nuevos términos, ya sean de autodesignación o de heterodesignación. Bajo este ángulo más que según el modo académico de recuerdo de las diferencias entre indígenas coloniales y postcoloniales es desde donde historiadores y sociólogos deberían entender el reciente movimiento de los Indígenas de la República. Como recordaba Abdelmalek Sayad:
Es algo sabido: la burla es el arma de los débiles; es un arma pasiva, un arma de protección y de prevención. Una técnica bien conocida por todos los dominados y relativamente corriente en todas las situaciones de dominación: Nosotros los negros…, nosotros los khourouto…(para decir nosotros, los árabes), nosotras las tías…, nosotros la gente del pueblo…, nosotros los catetos…, etc […]. La sociología negra estadounidense y la sociología colonial enseñan que como regla general una de las formas de revuelta y sin duda la primera revuelta contra la estigmatización […] consiste en reivindicar el estigma, que se constituye así en emblema [28].Notas:
Este texto es un extracto de la recopilación Culture coloniale en France. De la Révolution, una obra colectiva dirigida por Nicolas Bancel, Pascal Blanchard y Sandrine Lemaire, y coeditada por Éditions Autrement y Éditions du CNRS en abril de 2008. 768 páginas, 35 euros. Con las colaboraciones de Robert Aldrich, Nicolas Bancel, Olivier Barlet, Esther Benbassa, Christian Benoît, Pascal Blanchard, Gilles Boëtsch, Saïd Bouamama, Sylvie Chalaye, Antoine Champeaux, Suzanne Citron, Catherine Coquery-Vidrovitch, Didier Daeninckx, Daniel Denis, Éric Deroo, Philippe Dewitte, Marcel Dorigny, Jean-Pierre Dozon, Jean-Luc Einaudi, Driss El Yazami, Bruno Etienne, Elizabeth Ezra, Marc Ferro, Pierre Fournié, Stanislas Frenkiel, Jacques Frémeaux, Charles Forsdick, Vincent Geisser, Ruth Ginio, Daniel Hémery, Catherine Hodeir, Timothée Jobert, Herman Lebovics, Sandrine Lemaire, Gilles Manceron, Jean-Marc Moura, David Murphy, Gabrielle Parker, Mathieu Rigouste, Delphine Robic-Diaz, Alain Ruscio, Benjamin Stora, Pierre Tevanian, Steve Ungar, Françoise Vergès, Dominique Vidal, Abdourahman A. Waberi y Dominique Wolton.
Y. Gastaut: L’immigration et l’opinion en France sous la cinquième République, Seuil 1999.
G. Noiriel: Le creuset français, Seuil, 1988 et La tyrannie du national, Calmann-Lévy, 1991.
A. Memmi: Le racisme, Folio actuels, 1999.
Se trata de un decreto del Senado francés promulgado en 1865 que permite a las tres categorías de habitantes de Argelia que no son plenamente franceses (judíos, musulmanes y extranjeros) solicitar disfrutar de los derechos del ciudadano francés a condición de acreditar tres años de residencia en Argelia. (N. de la t.)
S. M. Barkat: Le corps d’exception. Les artifices du pouvoir colonial et la destruction de la vie, Editions Amsterdam, 2005.
Los términos beur y beurette son términos despectivos para designar respectivamente al hijo e hija de inmigrantes magrebíes que ha nacido en Francia. (N. de la t.)
N. Bancel, P. Blanchard: De l’indigène à l’immigré, Découvertes Gallimard, 1999.
P. Tevanian: «Le corps d’exception et ses métamorphoses», Quasimodo, n° 9, verano de 2005, véase en LMSI.
V. de Rudder (dir.): L’inégalité raciste, PUF, 2000.
C. Delphy: Un mouvement, quel mouvement?, véase en LMSI.
A. Sayad: «La» faute» de l’absence», L’immigration ou les paradoxes de l’altérité, De Boeck Université, París-Bruselas, 1997.
K. Marx: Le 18 Brumaire de Napoléon Bonaparte, Éd. Mille et une nuits, 1997.
A. Memmi: Portait du colonisé, op. cit.op. cit
R. Hoggart: La culture du pauvre, op. cit.
E. Savarèse: Histoire coloniale et immigration, Séguier, 2000; A. Sayad: «Qu’est ce qu’un immigré?», L’immigration ou les paradoxes de l’altérité, op. cit., 1997.
S. M. Barkat: Le corps d’exception, op. cit., 2005
Se refiere a la Marcha por la Igualdad y contra el Racismo (apleada Marcha de los Beurs), una marcha antirracista que tuvo lugar en Francia del 15 de octubre al 3 de diciembre de 1983 y que fue la primera manifestación nacional de este tipo en Francia. (N. de la t.)
S. Bouamama: Dix ans de marche des beurs, Desclée de Brouwer, 1994
F. Athané: Ne laissons pas punir les pauvres (http://lmsi.net/Pour-une-solidarite-avec-les).
Se refiere a los incidentes producidos en este barrio popular de Lyon, uno de los primeros levantamientos populares en las banlieues de Francia.
P. Tevanian: Le ministère de la peur, op. cit.
N. Guénif-Souilamas y E. Macé: op. cit.; C. Delphy: «Antisexisme ou antiracisme: un faux dilemme», Nouvelles questions féministes, columen 25, n° 1, «Sexisme et racisme», enero de 2006.
Dos ejemplos particularmente caricaturescos: Fadela Amara y Philippe Val. La primera, al reaccionar en una tribuna de Libération al Llamamiento de los Indígenas de la República, objeta a los firmantes de este llamamiento que la guerra de independencia argelina no es el equivalente de Shoah porque el programa de la Argelia francesa no era la exterminación total de toda la población. Este tipo de enunciados plantea el siguiente problema: son absolutamente incontestables, pero su enunciación es totalmente absurda precisamente porque el enunciado es incontestable e indiscutido. En este caso, en ninguna parte del llamamiento de los Indígenas de la República (y no más en los discursos periféricos de dichos indígenas) figura una equivalencia entre la colonización y la Shoah. ¿Qué sentido tiene entonces reprocharselo si no el de descalificarlos por cualquier medio para no tener que responder a sus verdaderos análisis ni a sus verdaderas demandas? ¿Qué sentido tiene poner de relieve esta diferencia indiscutible e indiscutida entre la colonización y la Shoah, si no el de relativizar a toda costa la gravedad de la colonización? Por lo que se refiere a Philippe Val, va aún más lejos y practica la criminalización de una manera casi infantil convirtiendo a sus adversarios en verdaderos malvados: A los Indígenas de la República les gustaría poner en el mismo plano la colonización, la esclavitud y la Soah no tanto para poner el valor los dramas que vivieron sus antepasados como para relativizar la Shoah. También aquí basta con leer los textos elaborados por los Indígenas de la República para evaluar el carácter absurdo y odioso de semejante afirmación. Nos encontramos incluso ante la difamación en el sentido jurídico del término en la medida en que su propósito no es solo infamante o falso, sino que también está animado por una evidente mala fe y una no menos evidente intención de perjudicar.
A. Héricord, S. Khiari, L. Lévy: Indigènes de la République: réponses à quelques objections (http://lmsi.net/IndigA%C2%A8nes-de-la-RA-c-publique-rA
El Código del indigenado [Code de l’indigénat] era régimen administrativo especial que se aplicaba a las personas nativas de las colonias francesas y que en la práctica les otorgaba un estatus inferior. Se aplicó desde 1887 hasta 1944–1947, primero en Argelia y posteriormente en todo el imperio colonial francés. (N. de la t.)
C. Guillaumin: «Les effets théoriques de la colère des opprimés», Sexe, race et pratique du pouvoir, Editions Côté Femmes, 1992.
A. Sayad: «Le mode de génération des générations immigrées», Migrants-Formation, n° 98, septiembre de 1994.
Traducido para Boltxe Kolektiboa por Beatriz Morales Bastos
Fuente: http://lmsi.net/Un-racisme-post-colonial
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